jueves, 19 de mayo de 2011

De bicicletas, pelusas y otros choques culturales

Primero hay que encontrar la música adecuada para escribir; alguna melodía que ambiente las palabras. Que no sea muy triste, sólo un poquito melancólica. Eso si: algo muy prendido traicionaría el espíritu de estos días en que llueve y hace sol, llueve y hace sol. Y a veces, por fortuna, se dibuja un doble arcoiris justo frente a mi ventana.


Llueve y hace sol, llueve y hace sol... y así. Hoy estuvo un poco más soleado el día, por lo que salí a dar una vuelta en el barrio. Me impresiona cuantas bicicletas hay en Berlín y, sobre todo, que a ningún ciclista alemán parece importale demasiado su seguridad: sólo los muy jóvenes o los muy viejos llevan casco. Aún no he visto ni una triste codera o rodillera. Las bicis pasan a toda velocidad igual por la calle que por las banquetas; rara vez hacen sonar sus campanitas y ciertamente no respetan sus carriles. Creo que aquí es más fácil que a uno lo atropelle un ciclista que un automovilista.

Y luego está lo de las pelusas blancas esponjosas que flotan despreocupadas por la ciudad. Como si fueran pizcas de nube que el viento ha desgarrado, se le meten a uno en la boca y los ojos a la menor provocación. Me recuerdan las bolas de pelo de gato, como volátiles ovillos de algodón, semillas aéreas que algún árbol, de esos que sólo florean en primavera, suelta en cantidades industriales (quiero tomar una foto de cómo invaden las calles y de cuán bonito se ve cuando lo hacen). Como si fuera escena de bosque encantado en plena ciudad, nada más falta que aparezcan en una esquina, montados en sendas bicicletas, un hada urbana y un fauno citadino.

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Así como explorar otros caminos espirituales lo lleva a uno a enamorarse más del propio, la condición de extranjería, aunque con fecha de caducidad, ya me está haciendo revalorar el terruño. Al principio no me importaba no entender absolutamente nada de nada, pero eso ahora contribuye a crear distancias, a hacerme sentir como lo que soy: una extraña en un país que no es el mío. Claro, uno siempre puede hablar en inglés y hay muchas formas de hacerse entender. Tal vez el problema no sea la barrera del lenguaje, porque, como al destartalado y famosísimo Muro, con ingenio se le pueden abrir boquetes comunicantes. A lo mejor el problema son mis muy oxidadas habilidades sociales. Pero a esas siempre se les puede dar una aceitadita...

sábado, 14 de mayo de 2011

Tormentas sobre Berlín

War does not determine who is right, only who is left.
Bertrand Russell

Aún no me ha dado tiempo de extrañar México. No extraño el ruidero chilango (Berlín me parece muy silenciosa); tampoco extraño la transparencia del aire que, en afortunadas ocasiones, todavía logra apaciguar el horizonte de la Ciudad de los Palacios. Las nubes vuelan veloces por acá y los cuervos son la única amenaza auditiva (por el momento) con sus monumentales graznidos. El clima del DF, ése si que lo extraño: aunque ya es primavera, muy frecuentemente se sueltan tormentas en la tarde que enfrían y humedecen Berlín, con ese frío y humedad que a quienes nacimos más cerca del Ecuador nos parecen casi insoportables. ¿Cómo será el invierno en esta ciudad?

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El maravilloso bus 248 (gran hallazgo de Iliana, mi rumi en Kopischstrasse) me lleva directito y en sólo 20 minutos de Platz der Luftbrücke a Breitenbachplatz, justo a la puerta del Instituto de Estudios Latinoamericanos que me trajo a Berlín. El bus avanza lentamente a lo largo de calles arboladas; sin prisa cruza frente a parques, plazas, mercados, fuentes. El tránsito imperturbable del 248 lo conduce bajo dos vías rápidas y lo hace pasar delante de algunas estaciones de metro (aún no las he contado). La mayoría de la gente que lo toma se baja tras recorrer unas cuantas calles. Y yo me imagino cómo habrán quedado esas mismas calles después de años de bombardeos aliados (si es que ya existían esas calles y efectivamente en ellas llovieron obuses: lo tengo que averiguar). Los viajes son tan agradables en el 248 y yo pensando en una ciudad devastada.

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Hoy conocí el Muro de Berlín, o sólo una parte de lo que queda de él. No pude evitar tocarlo; metí los deditos por entre la malla que lo rodea y lo toqué. Un muro áspero y sombrío, descolorido, cuyas varillas se asoman sin pudor. Tal vez la tormenta que cayó esta tarde sobre Berlín contribuyó a sentirlo así. En las tiendas cerca de Checkpoint Charlie (custodiado por "soldados gringos" con todo y banderas de orgullosas rayas y estrellas ondeando al viento) venden pedazos del muro, recuerditos para quienes no se conforman con tocarlo o fotografiarlo y quieren llevárselo a casa. Desvergonzados retazos de tiempo, triste y carísima pedacería encapsulada en esferitas de plástico.



lunes, 9 de mayo de 2011

KLM, Schiphol y Kopischstr.

Para Said y María:

ientras los/as universitario/as festejaban el triunfo de Pumas y unas 10 mil personas (eso dice La Jornada) marchaban hacia el Zócalo contra la guerrita de Felipón. Hace un día (o menos, supongo que aún estoy perdida en el tiempo y, sobre todo, en el espacio: ¿dónde quedó el norte?) que estoy aquí y lo poco que he visto desde que, muy amablemente, la familia Téllez Isibasi me acompañó al aeropuerto, da para pensar mucho y escribir todavía más.

Casi no sentí las nueve horas de vuelo hasta Amsterdam, en parte gracias a que KLM tiene un sistema de entretenimiento bárbaro para sus vuelos transcontinentales: pantallas y audífonos individuales con los cuales uno solito se confecciona el desaburrimiento, sin necesidad de siquiera mirar al de al lado, ni riesgo alguno de platicar o convivir. Pantallitas individuales para enajenarse a gusto con episodios de las series de Hannah Montana, The Big Bang Theory y los imperdibles Friends, películas bien taquilleras y oscarescas como Black Swan y The King's Speech, juegos y musiquita variada: de la Gainsbourg (yo ni sabía que cantaba), de Queen y Radiohead, Michael Jackson, Khaled, Mahler and absolutely everything in between. Me conformé con dormir, comer (muy sustanciosamente, eso si) y ver un documental sobre Joan Rivers quien, entre más conozco, mejor me cae. A pesar del completísimo programa contra el tedio de KLM, sigo pensando que volar es más bien infernal: es ruidosísimo y mucho muy contaminante, además de que me entra un poco la claustrofobia y me pongo a pensar cosas tontas y decididamente ociosas, como la (mucho muy inverosímil) posibilidad de acabar cual personaje de Lost (por cierto, Lost no está entre las opciones de entretenimiento de KLM, lo cual es completamente entendible), varada en una isla "desierta", con todo y osos polares y monstruos de humo.

Ya en tierra, en Schiphol, el multipremiado aeropuerto de Amsterdam (que, como todo aeropuerto en el mundo, en realidad es un gran centro comercial encubierto), me fumé cuatro cigarros (uno por cada hora de espera para hacer la conexión a Berlín) en el Smoking Room más deprimente que me ha tocado: una especie de pasillo-pecera de dos metros de ancho por diez de largo, cuya única pared estaba acolchonada como pa' descansar la espalda o darse de topes, según el grado de nicotinomanía y/o hartazgo del usuario. El Smoking Room con los fumadores peor encarados que he visto. Para muestra, he aquí un botón (del Smoking Room en Schiphol, porque a los fumadores no los fotografié, no fuera a ser la de malas):



Así las cosas, llegué a Berlín de noche. Como no andaba muy prendida que digamos, tomé un taxi en vez de seguir las detalladas instrucciones que me habían dado para ir en transporte público a mi nuevo hogar. El departamento donde me estoy quedando en Kopisch Strasse resultó una verdadera g-l-o-r-i-a (así, g-l-o-r-i-a, para enfatizar la fantastiquez del lugar). Está en un edificio viejo renovado, con escaleras de madera que crujen a cada paso (me acabo de enterar que también tenemos sótano; en cuanto pueda me daré una vuelta y les contaré qué alberga). El departamento es amplísimo, techos altos, pisos de madera, baño enorme con todo y tina enorme y balconcito encantador. Y el casero-roomie también resultó encantador: Michael (pronúnciese a lo alemán, "Mijael", ni que fuera un "Maicol" gringo cualquiera) trabaja en el Instituto de Estudios Latinoamericanos donde vine a estudiar, habla español perfectamente bien y todo parece apuntar hacia que es un excelente anfitrión. Les dejo una foto del balconcito, nomás para que vean qué bonito que es (porque no me iba a poner a sacarle fotos a Michael nomás llegando, ¿verdad?):


Nunca antes había vivido fuera de México, es más, fuera de la Ciudad de México que definitivamente no es todo México. Eso también da para pensar mucho y escribir otro tanto (por lo de que la distancia da perspectiva y así). No puedo más que estar agradecida por los tres meses que pasaré por acá. Sólo espero que mi país no se desmorone mientras tanto, que me aguante en pie (tambaleándose, pues, pero en pie al fin y al cabo) para que cuando regrese todo siga igual o, por lo menos, que no se haya ido todo al carajo. Aunque también podría regresar a un México un poquitito mejor. Ojalá...