Para Alonso Mejía, por seguir con emoción las aventuras de nimbemon...
Domingo 18 de abril de 2010, 10:15 am
Después de dos horas de fila me he hecho de un boleto a Ventimiglia en la Milano Centrale que parece ser un ensayo general del fin del mundo o una locación trasnochada de El día después de mañana. Al llegar a Ventimiglia la idea es tomar otro tren a Niza para cruzar toda Francia y llegar a España. Faltan siete horas para que salga el primero de mis trenes y ni siquiera me llevará a mi destino: Barcelona. Bueno, por lo menos podré dar una vueltecita por Milán, aunque el clima -nublado, lluvioso y muy frío para mis estándares tropicales- no invita a pasear. Salgo de la estación de trenes y me tomo un espresso en un puestecito cercano. Me cargo la mochila de 15 kilos (por lo menos la mitad de kilos debida a los regalos venecianos) y voy hacia donde me lleven los pies que no es demasiado lejos porque el peso, la falta de sol y lo que empieza a ser una paranoia in crescendo me detienen frente a un Café Internet. Hay una cola bastante larga y al integrarme a ella alcanzo a escuchar la plática de unos españoles: se quejan de llevar varios días varados en Milán sin opción alguna de escape; explican que la situación es verdaderamente crítica. Al llegar al mostrador del Café, una mujer a cuya gran altura se le suman unos 20 centímetros del tacón en sus botas (y que definitivamente es un hombre por el bigote que asoma sobre sus labios) me advierte que el tiempo disponible en la máquina que me asigna es de media hora. ¿¡Qué!? ¿Internet racionado? ¡Esto si que es una crisis! Mando correos y mensajes: le explico a Beatriz que no se a ciencia cierta cuando llegaré a Barcelona -en teoría, debía haber llegado hoy en la mañana-; me reporto con Eva, mi asesora de tesis, para decirle que enviaré el informe de labores que le debo cuando llegue a Barcelona (si es que llego); actualizo mi estado en Facebook sin acentos ni eñes (digo, para algo tienen que servir las redes sociales): Varada en Milan. Un volcan islandes tiene a toda Europa en caos: como no hay trafico aereo hay gente durmiendo en las estaciones de trenes porque todo esta agotado. Espero llegar a Niza hoy por la noche o maniana por la maniana y luego buscar otro tren que me lleve a Barcelona. Y si todo esto sucede, inshallah, antes del jueves que sale mi vuelo para Mexico me dare por bien servida...
12:42 pm
Regreso a la Estación Central de Milán en vista de que la lluvia pertinaz no amaina. Estoy hecha a la idea de que para sobrevivir a esta aventura debo explotar mi paciencia al máximo. Me siento cerca de una de las grandes puertas de entrada a la Centrale con la bufanda sobre la cabeza y cara de ¿resignación? Al verme ahi solita un hombre, bastante borracho por cierto, se me acerca y grita eufórico: Assalam aleykum!!! Debe creer que la bufanda es velo y que yo soy musulmana (lo cual no es un error). Le respondo aleykum assalam y mejor me paro para ir a sentarme a otro lado, porque eso de hablar con extraños alcoholizados a medio día suena a pésima idea. Atravieso la atiborrada Centrale rumbo a las puertas de salida en el otro extremo y justo cuando estoy por sentarme me aborda otro hombre de pasos vacilantes: como que quiere hacerme la plática -mitad en italiano, mitad en francés- pero yo solo atino a entender una proposición tan indecorosa como quiera tomarla: Tsss... vamos a dar una vuelta, ¿no? ¡Santo Dios! ¡Qué vuelta ni que ocho cuartos! De nuevo me cargo el backpack haciéndole saber que gracias, no gracias y vuelvo sobre mis pasos. ¿Qué pasa en esta Estación? Pero, ¿que busca esta gente? ¿Vender, comprar, transar, sexo, drogas, rock'n roll? Ahora entiendo que viajar sola tiene sus riesgos. Como lo mejor a estas alturas tal vez sea mantenerse en movimiento, vago por la estación, convertida en dormitorio involuntario; las filas en la biglietteria y en los andenes no se han hecho ni un ápice más pequeñas y en el pasillo de las tiendas -de Benetton a Gucci, no por nada Milán es una de las capitales de la moda- hay campamentos improvisados de todas nacionalidades: cinco americanas han desplegado mantas y sleeping bags en el piso, leen revistas mientras comen hamburguesas de McDonalds; dos chicas japonesas lucen aburridas y desveladas sobre sendos maletones coloridos; un nutrido grupo de españoles ha hecho una verdadera fortaleza con sus backpacks, coronada con un letrero que reza: arrepentiros, ¡el volcán nos persigue! La gente pasa y pasa, apurada, preocupada, arrastrando maletas y bultos. Una chica llora al celular, le tiemblan las manos y es la quintaesencia de la desesperación y el desconsuelo. Supongo que quedarse aquí junto a otros viajeros varados, abrazada de mi mochilota, no vaya a ser la de malas, es la mejor medida de seguridad. Podría leer un poco o actualizar el Diario de Viaje para matar el tiempo de espera. Creo que mejor me pongo a meditar, por eso de que en situaciones de crisis lo mejor es guardar la calma.
2:15 pm
Como no se puede fumar en la Estación salgo a la Piazza Duca d'Aosta por un cigarrillo. Unos chicos giran y saltan en sus patinetas. Me siento justo al lado de una gran familia hindú: padre, madre, abuelos, hijos e hijas de todas edades. Su cercanía puede ser una medida de seguridad emergente para ahuyentar el asedio de la fauna psicotrópica que ronda la Estación. Ya con el cigarrillo en la mano un chico de ojos muy azules y ropas aún más andrajosas se sienta junto a mi y otra vez la burra al trigo: Tsss... vamos a dar una vuelta, ¿no? Le digo que no porque mi tren ya va a salir (mentira) y le ofrezco un cigarrillo. Me pregunta que de dónde soy y le digo que mexicana (verdad). ¡Mexicana! dice emocionado. ¿Julio Iglesias? No. ¿Ricky Martín? Tampoco. ¡Rocío Durcal! No, menos. Le agradezco la plática y vuelvo a entrar a la Estación. Dios, ¿qué esto no va a terminar? Regreso al pasillo-dormitorio. La espera sigue igual: las americanas han terminado de comer, las japonesas mejor se están echando una pestañita, los españoles platican y bromean. Entonces me doy cuenta de algo terrible: de entre las multitudes que pasan atribuladas frente a los campamentos empiezo a reconocer dos caras familiares, dos hombres que caminan tranquilamente, sin equipaje, que deambulan entre los turistas varados y que cuando se cruzan hacen señas y muecas. ¡Zaz! ¿Estarán checando al personal para ver qué maletas están desatendidas? ¿Estarán viendo qué está mal puesto? ¿Estarán planeado algo? ¿Estarán a la caza de mujeres que viajan solas? Ayyy... ¡¡¡ora si que ya me preocupé!!!
4:07 pm
Nunca había orado tanto en mi vida. Nunca había sentido un hostigamieno tan sutil pero tan contundente. Los dos hombres que cruzan y cruzan frente a mi llevan horas haciéndolo. Horas de gestos y mensajes cifrados. Nunca me había paralizado el miedo. Ya ni a salir a fumar me atrevo. Mucho menos a intentar documentar la aventura: ¿y si me roban la cámara? ¿Qué nadie se da cuenta? O, de plano, ¿qué soy yo la única paranoica en este pasillo húmedo e inhóspito? Solo quiero que den las cinco para correr al andén. Y después a Ventimiglia y después... Me imagino cruzando penosamente la frontera entre Francia y España. A pie, la mochila robada, las botas rotas. Cual migrante mexicano después de un viaje terrible, después de eludir a la migra y padecer el calor del desierto. Me imagino besando el suelo de la madre patria. Barcelona, ¡por qué estás tan lejos! Mientras me debato con mis propios delirios de catástrofe, veo a un chaval caminando despreocupadamente por el pasillo. Lleva un letrerito que sostiene con desgano entre ambas manos: Bus Milán-Barcelona 110 € ¡¡¡Qué, qué, qué!!! ¿Lo tiene, lo busca? Salto con todo y quince kilos de equipaje y corro para alcanzarlo. ¿Bus a Barcelona? ¡Dónde! No es una broma, ¿verdad? El chaval me dice que es posible, que quien sabe, que un grupo de españoles se están organizando para salir de Milán porque es domingo y hay que ir a trabajar el lunes. Le digo que me lleve con su líder. Xavi, que así se llama el chaval, me conduce a una de las entradas de la estación donde está David, un chavo de Barcelona, con otro letrero prometedor igualito al de Xavi. David me cuenta que había ido a Milán con su hermano a la Feria del Mueble, pero que, como miles de personas, la crisis aérea los tenía atrapados en Italia desde el jueves que debían regresar a España. Tras agotar todas las opciones de transporte y en un arrebato de desesperación, David y su hermano fueron a una compañía de autobuses milanesa y preguntaron cuánto por un bus que los llevara directo a Barcelona. 5,500 euros dijeron. Pues bien, busquemos 50 personas que quieran salir de aquí hacia el sur. David llevaba toda la mañana en esa puerta de la Centrale, con su letrerito, aguantando insultos y amenazas de los taxistas de la estación (que estaban haciendo su agosto: por un viaje fuera de Milán llegaron a cobrar hasta ¡5,000 euros!), todo para reunir a 50 viajeros que compartieran su hartazgo y desearan salir ya de Italia. Le digo a David que si, que por favor, por Dios que yo soy uno de esos viajeros varados que muere por llegar a Barcelona. David saca un cuadernito en el que ha escrito la lista de potenciales usuarios del bus salvador y anota: número 48, Montserrat. Pufff, ¡¡¡qué inifinito alivio!!! ¡¡¡Benditos catalanes organizados!!! David escribe en un papelito el salvo conducto que, cual llave mágica, abrirá el camino del escape. Bueno, otras seis horas de espera, pero por lo menos ahora si segurito llego a Barcelona.
8:45 pm
Ya entré y salí de la estación para fumar varias veces. Ya comí un tramezzino y tomé otro café. Ya me cansé de ver pasar a la gente. Ya platique con otros españoles que saldrán en el bus rumbo a España esta noche: dos parejas valencianas (Xavi es hijo de una de ellas) que estaban de vacaciones en Milán; Natalia, Gemma y Virginia, tres madrileñas que iban de fin de semana a Malta pero nunca llegaron. Virginia dice que la Milano Centrale es una de las estaciones más peligrosas de Italia y que lo comprobó porque mientras trataba de compar un boleto de tren en una máquina dispensadora le robaron la maleta. Ya compré dulces en los puestos de la Piazza Duca d'Aosta. Ya evadí a otro prostituto drogadicto de Costa de Marfil (¿?) que me quería sacar a pasear. ¡¡¡Ya me quiero ir!!! Quedamos de vernos a las 9 de la noche en la entrada de la Centrale que da a Piazza 4 Novembre. Ya estoy aquí esperando. ¿Y si no viene nadie? ¿Y si se van sin mi? Cuando estoy a punto de flipar, como dirían en España, aparecen Xavi y su hermano Jordi; luego llegan David y las madrileñas. Ahhh, ¡qué alivio escuchar gente que habla castellano! Emprendemos la caminata al Hotel Cristallo, a unas cuantas cuadras de la Estación, donde ya nos esperan otros miembros del contingente: una pareja de portugueses que se conforman con acercarse un poco más a Lisboa, unos malagueños, una chica ecuatoriana que vive en Barcelona. El maltrecho bus que llega puntual a las 10 de la noche frente al Cristallo hace estallar vítores y aplausos. David, quien se ha transformado en un auténtico guía de turistas, pasa lista varias veces: ningún español (o amigo de otras latitudes) anotado en la misma será abandonado a su suerte en Milán. Además, en caso de que por azares del destino alguien registrado para abordar el bus haya encontrado otra forma de volver a España, existe otra lista, la de espera, de la cual se puede admitir algún afortunado nombre. Tras checar y rechecar sus listas y en la certeza de que no olvidamos a nadie, David al micrófono anuncia: ¡Nos vamos a Barcelona! Tiempo estimado de viaje: 12 horas. Por cierto, me han dicho que en la próxima estación de servicio nos cambiarán de bus. Yo nomás pienso: hasta nunca Milán...
Lunes 19 de abril de 2010, 6:09 am
Y si: nos cambiaron a un camión espectacular con ventanas panorámicas, las cuales al menos yo no disfruté porque en cuanto me acomodé en mi asiento ya estaba dormida. Quel malheur! ¡Cruzar Francia dormida! Tras muchas horas de camino, me despierto con la voz de David en las bocinas del bus: hemos llegado a la estación de servicio de Perpignan. Bajo del camión soñolienta y despeinada para comprar cigarrillos (los más caros de todo el viaje: ¡8 euros!) y esta estación de servicio no resulta menos espléndida que las de Italia: parece un gran e impecable centro comercial donde no solo hay comida chatarra y bebidas de variadísimos colores, sabores y temperaturas, sino que hasta hay peluches, jamones (¿jamones? Pues si: unas colgantes y enormes piernas de cerdo), libros y revistas, camisetas y gorras, souvenirs diversos, agua caliente en los baños e incluso un lugar donde hacer la ablución para los musulmanes viajeros. Me fumo un cigarro bajo la noche y frío franceses y subo al bus para el último tramo de este regreso accidentado, pero muy afortunado a comparación de otros. David pasa la lista, no sea que alguien se haya quedado dormitando por ahí, y continuamos el camino.
10:38 am
Barcelona nos recibe con un clima soleado excelente y a pesar del tráfico para entrar a la ciudad nunca las colas de automóviles me han parecido tan bellas. El bus se detiene frente a la Estación de Sants: para mi es el final del viaje -¡bendita Barcelona!- pero hay quienes aún tienen que tomar otro tren, camión o lo que sea para llegar a su destino. Me despido de David y las chicas madrileñas. A Virginia se le ocurre que sería guay hacer un grupo de Facebook sobre nuestro regreso a España. Intercambiamos direcciones de correo y le digo que el grupo podría llamarse "Supervivientes del desesatre aéreo europeo". Me cargo el backpack y con solo una tarjeta del metro de Barcelona en la cartera -el pinche volcán con sus gracias me ha desfalcado- me voy a Santa Coloma, a casa de Beatriz y Pedro. Por lo menos llegué de una (muy cansada, eso si) pieza: no perdí nada -los regalos venecianos están íntegros- ni fui víctima de las consecuencias perversas de la migración global. Unas cuantas estaciones de metro y ya... a menos qué... eso si sería el colmo: que el metro estuviera fuera de servicio o la estación Santa Coloma cerrada. ¡Basta de paranoias que ya he tenido suficientes!