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sábado, 17 de noviembre de 2012

Mi colapso en El Paso

[For the English version, click here]

Creo que todo empezó en Albuquerque, Nuevo México. Bueno, en realidad pudo haber comenzado incluso antes, cuando la Caravana por la Paz cruzó la frontera entre Tijuana y San Diego, o cuando miles de personas se reunieron –varias veces- en el Zócalo del Distrito Federal para exigir el término definitivo del creciente derramamiento de sangre a manos del narco, o incluso cuando siete cuerpos fueron encontrados dentro de un automóvil en Temixco, Morelos…

No sé cómo, pero un insecto me picó en el pie derecho. Pudo haber sido una avispa, una abeja o un alacrán, y no le puse mayor atención porque ni siquiera sentí el piquete. Además estaba totalmente dedicada a ser una intérprete para la Caravana, a tratar de hacer llegar su mensaje a cuanta persona fuera posible narrando las historias atroces de quienes habían perdido a sus seres queridos: asesinados, torturados, desaparecidos… Porque pareciera que en mi país los carteles y los sicarios hacen lo que quieren. Al llegar a Santa Fe mi pie estaba hecho una ruina: se había hinchado tres o cuatro veces su tamaño normal, me picaba, me quemaba, me pesaba. El dolor me tenía copada. Pero como me educaron para no dar problemas ni ser una molestia, simplemente me aguanté. ¿Cómo podía atreverme a comparar mi dolor –un mero dolor físico- con aquél de las víctimas en la Caravana?

Mis queridos amigos Sam y Jessica no se aguantaron: como mi pie se veía bastante feo y mi situación era miserable, Jessica sugirió llevarme a casa de su amiga Karen por un poco de barro medicinal en lugar de ir a la sala de urgencias más cercana. No pude estar más de acuerdo con ellos, siendo tan contraria a los medicamentos como lo soy, y agarramos camino. Karen resultó ser una anfitriona espléndida además de una verdadera sanadora y nos invitó a Sam y a mi a pasar la noche en su casa: después de todo, éramos caravaneros sin cama. Así que tuvimos el lujo de una buena cama y una regadera caliente por primera vez en más de una semana de trabajo duro, tras dormir en los pisos de las iglesias y tener que hacer largas filas para estar bajo el agua de una regadera, a veces fría, por unos minutos. Esos dos días en casa de Karen –y en Santa Fe- fueron maravillosos: excelente plática y comida, mucha diversión, solidaridad y activismo desde el corazón que recargaron mi energía y fortalecieron mi certeza de estar justo en el lugar donde pertenecía. El tratamiento de Karen funcionó: mi pie se veía mucho menos hinchado, estaba mucho mejor que al llegar, y me dejó de molestar… por un tiempo. Por lo menos parecía que mi tobillo, ligeramente abombado, no daría a luz alguna criatura extraterrestre de repente, un escenario de ciencia ficción bastante inverosímil con el que Jessica y yo habíamos bromeado.

Después de disfrutar la Tierra del Encanto, la Caravana por la Paz partió hacia El Paso, Texas. La sensacional bienvenida me hizo olvidar mi pie desgraciado: una tibia noche de verano, La Placita de los Lagartos nos recibió con velas, consignas y un mar de gente cálida y comprometida que ondeaba banderas de México y Estados Unidos, revoloteando juntas al viento. Había música –rock mexicano, ¡sí!- y bailamos para dejar ir un poco el dolor que llevábamos cargando a hombros (y que yo, particularmente, empezaba a cargar de nuevo en mi pie). A pesar de dormir muy poco esa noche y de haber quedado atrapada en una escalera de emergencia (una situación bastante vergonzosa de la cual me salvó Iván, a quien casi le da un infarto dados los ruiditos macabros que hice en su ventana: eso es lo que pasa cuando uno ignora la advertencia de la monja de no salir por esa puerta y uno piensa que no pasará nada si se escabulle a fumar un cigarro de madrugada….), estaba lista para otro intenso día de Caravana a fondo. Pero el día comenzó con un mal paso: nomás no me entraba el zapata en el pie derecho. Hasta podría ser una especie de afirmación radical sobre la moda -usar un zapato y una chancla-, me dije mientras bajaba las crujientes escaleras de madera de la Academia Loretto para alcanzar nuestra camioneta hacia El Paso City Hall.

El día fue de mal en peor: al entrar al City Hall se rompió mi chancla, así que quedé descalza de un pie a punto de explotar, una situación nada ideal para una primeriza como yo dada la seriedad del evento cívico. Arrastré mi pie, que crecía y crecía, escaleras arriba para asistir a la reunión del Concejo de la Ciudad en la cual la Caravana por la Paz, junto con activistas de El Paso, presentaría un Código de Conducta para la venta de armas. Algunas personas hablaron en favor de firmarlo, mientras que a otras nada, pero nada les agradó la idea. “Si la corrupción y la impunidad son un problema mexicano, ¿por qué deberíamos de hacer algo al respecto nosotros?”, argumentó un texano en contra de firmar el Código. “Si no pueden hacer responsable por sus acciones en la guerra contra las drogas a su propio gobierno y a sus agentes del orden, si no pueden exigir que sean eficientes, eso no es asunto nuestro”, dijo una mujer sin pelos en la lengua y particularmente franca. Mientras que varias de las víctimas directas de esa misma guerra subieron al estrado para vaciar sus corazones, para hacer evidente que las armas gringas estaban matando mexicanos (y aún lo siguen haciendo), Marcela me pidió que interpretara una entrevista con esa misma mujer que estaba decidida a refutar las sugerencias del Código sobre el control de armas.

Me presenté como su intérprete y lo primero que Lisa dijo al ver mi ineludible y gigantesco pie rojo fue: “Oh, por Dios, eso requiere atención médica. ¿Necesitas algo? Puedo traerte un poco de hielo”. Quedé pasmada: esta mujer que justo había dicho que los ciudadanos estadounidenses no eran responsables por las incontables muertes y desapariciones en México, que indirectamente había culpado a mi gente por su propio dolor, estaba teniendo el gesto más humano que uno puede tener al preocuparse por la situación de mi pie y por mi bienestar en general. Y lo segundo que Lisa dijo me dejó aún más pasmada: “¿Cómo puedo saber que lo que tu digas en español será lo que yo diga en inglés si estás con ellos?”. Porque sí, le había dado la espalda a Lisa, al igual que hicieron todos los caravaneros durante algunas intervenciones en la reunión del Concejo, claras acciones de desobediencia civil; sí, había decidido ser grosera como medida para enfatizar nuestra postura… “Eso me pareció muy ofensivo”, dijo Lisa.

“No hay de qué preocuparse, estoy bien”, logré responder con respecto a su ofrecimiento (una total mentira). “Ya que soy una profesional (una verdad a medias porque, para entonces, sólo había sido intérprete durante una semana…) y aprecio que me quieras ayudar, te puedo asegurar que lo que sea que digas en inglés será dicho en español, palabra por palabra (una verdad sincera, por lo menos esa era mi intención)”, le dije a Lisa. Una profesional estresada y dolorida, bajo el influjo de una suerte de extraña vergüenza, pensé, mientras sentía que mi garganta se cerraba poco a poco y mi pie se enrojecía y ensanchaba más y más. ¿Cómo tratar con dignidad a alguien que cree que le has faltado al respeto, que has menospreciado sus creencias más profundas? La entrevista de Lisa ha sido, por mucho, mi peor interpretación: no pude concentrarme para nada, estuve a punto de llorar –o tratando de sollozar en silencio, sin éxito- todo el tiempo que duró y en verdad pensé que no estaba haciendo ningún sentido, que las palabras solamente se desparramaban de mi boca hacia el micrófono. Fui un auténtico desastre y, en efecto, le fallé a Lisa (y a Marcela también…), pero no por la razón que había temido.

Cuando terminó la entrevista, me quedé con Lisa para una plática off-the-record. Lo hice principalmente porque me sentía como una idiota y quería redimirme: sabía que mi interpretación no había sido ni siquiera decente y también quería tratar de hacerle llegar en mensaje de la Caravana. Después de todo, supuse, soy activista tanto como intérprete. Necesitaba recobrar mi compostura y mi habilidad para articular ideas: nadie estaba en contra de la Segunda Enmienda, le dije a Lisa, no habíamos cruzado la frontera para imponer nuestra voluntad en ese espinoso tema, ni en ningún otro para el caso, y sólo estábamos tratando de crear consciencia sobre la violencia relativa a la guerra contra el narco, absurda y desatada, que había cobrado decenas de miles de vidas en México durante los últimos seis años. Mujer, ¿qué no puedes ver que tu derecho a portar armas está destrozando el derecho a la vida de otras personas? Justo en ese momento, medio descalza y afligida (era mi pie, sí, pero para entonces el creciente malestar ya había cavado un túnel hasta mi corazón), me di cuenta de cuan fácil era vulnerar fibras sensibles cuando las mías estaban hechas trizas.

Lisa escuchó lo que yo tenía que decir –poco en realidad, dada mi penosa circunstancia- y después, con toda calma, me contó su historia: haber vivido en Texas como un hombre abiertamente homosexual, comenzó, hace que una pistola siempre venga muy bien. De la forma más difícil, Lisa aprendió a defenderse, aprendió a defender el estilo de vida que había escogido, aprendió a defender a sus amigos y amantes: se necesitan agallas para hacerlo. Después de su cirugía de reasignación de sexo, Lisa confirmó que América era (y estoy segura de que aún lo es para ella) la tierra de los libres y el hogar de los valientes. Su propia historia de vida es testimonio de ello. Dada la persona que había sido, tener un arma no era un mero derecho, sino una potencial herramienta para salvaguardar las libertades que tanto le habían costado, una manera de, eventualmente, luchar por su identidad, incluso por su vida. No pude dominar más las lágrimas y empecé a llorar. ¿Existirá alguna forma justa de salir de una paradoja como esta, de que los derechos de todos y todas se protejan de manera equitativa, aún cuando la libertad de alguien pareciera vulnerar la de alguien más? Lisa terminó diciendo que de verdad sentía mucho las muertes y desapariciones, que se condolía profundamente al ver el dolor de los familiares, pero que no había nada que ella pudiera hacer al respecto. Sin más que decir, me sequé las lágrimas y le agradecí a Lisa por haberse abierto conmigo tan sinceramente.

Los testimonios sobre los horrores en México seguían fluyendo en la reunión del Concejo y regresé a la sala para sentarme tan silenciosamente como pude. Minutos después, Lisa entró a la sala y se me acercó: “Aquí tienes”, me dijo, y me dio una pequeña bolsa de plástico cubierta con toallas de papel, una bolsa llena de hielo. Y entonces me quebré: comencé a llorar de forma tan incontrolable que mi cuerpo entero se convulsionaba. De verdad que no podía controlarme. Era como si un dolor enorme se hubiera apoderado de mi, como si una congoja violenta y profunda me hubiera agarrado del corazón y me estuviera sacudiendo desde dentro. La bolsa de hielo de Lisa -una cosita pequeña pero, para mi, un gesto tan poderoso- desató mi colapso en El Paso. Sentada ahí, con las manos en la cara y llorando cual Magdalena, un policía me preguntó si necesitaba una ambulancia, a lo que respondí que no y traté de salir de la sala. Marco vio el estado en el cual me encontraba y antes de que pudiera  salir me agarró y me abrazó tan fuertemente como pudo. Desde el pequeño hueco que mis brazos trazaban alrededor del cuello de Marco recuerdo haber visto un segundo a Sam, su cara preocupada, y a otros caravaneros que se acercaban. Pude sentir su empatía, su apoyo silencioso: un amor verdadero, calmante y reconfortante. No se cuanto tiempo estuve colgada de Marco, ni cuanto tiempo le tomó a mi cuerpo dejar de convulsionar. Pero cuando finalmente sucedió, quedé insensible y desesperanzada.

Tampoco se como llegué ahí (ahora no lo recuerdo): de pronto estaba fuera de El Paso City Hall antes de que la reunión del Concejo hubiera terminado. Ya en la calle, me quité mi chaleco rojo de interpretación y lo tiré a la banqueta. “¡Renunció!”, grité, “¡y necesito un hospital ya!”. Sí, había tenido suficiente, por lo menos para un día. Necesitaba retirarme un tiempo, estaba desesperada porque no podía más: mi pie me estaba matando, no lo podía seguir negando, y mi corazón también. Todo era demasiado crudo, demasiado aplastante como para soportarlo. Sabía que la interpretación iba a ser difícil dado el material con el que trabajábamos a diario, pero no pude prever, hasta ese momento, la agitación bárbara que un pequeño acto de generosidad detonó en mis emociones estando físicamente adolorida como estaba: darse cuenta de la humanidad de alguien, a pesar de las discrepancias ideológicas, simplemente había hecho que me desmoronara a pedazos. Por fortuna, Kayla estaba ahí: vio que yo era un gran desastre lloriqueante, con un pie derecho como de elefante que se estaba poniendo morado y, encima, no tenía zapato, y se ofreció en el acto para llevarme a un hospital.

Después de ayudar a Kayla con sus diligencias, que incluyeron comprar unas pantuflas para mi, me llevó a un Centro de Salud en algún lugar de El Paso. Ahí perdí el conocimiento con una inyección de lo que ahora sospecho era Vicodin. La doctora estaba impresionada por el grado de la hinchazón y por la ausencia de rastros de un piquete e incluso ordenó rayos x para descartar huesos rotos. Finalmente dijo que yo había sido la desprevenida víctima de una reacción alérgica fuera de control –hasta entonces creía que no tenía alergias, salvo, tal vez, a la alcachofa- así que me recetó seis medicamentos diferentes: antiinflamatorios, antibióticos y analgésicos, lo que significó más Vicodin (y al caño se fueron años de esfuerzos sostenidos por no tomar ningún tipo de medicamento). Kayla me llevó de regreso a la Academia Loretto: las hermanas estaban un poco alarmadas por mi emergencia y consideraron que lo mejor era darme de cenar y mandarme a la cama. Caí dormida, hasta el tope de drogas, y el dolor poco a poco disminuyó. Tanto mi pie como mi corazón estaban regresando a su tamaño cotidiano.

Al siguiente día me enteré de que el Consejo de la Ciudad de El Paso había refrendado el Código de Conducta: la resolución pasó con siete votos a favor y una abstención. El dolor, el mío en particular, empezaba a valer la pena.

martes, 25 de septiembre de 2012

Caravana, corazones y comunidad / Caravan, hearts, and community

Desde hace varios años leer las noticias en México me indigna profundamente [algo escribí al respecto aquí]. Una indignación que se hace honda al comprobar cada día cómo la impunidad y la corrupción rigen este país; una indignación que duele más y más mientras suben las cifras de muertes, desapariciones y desplazamientos ¿Cómo es posible vivir -sobrevivir es una palabra más acertada- en este campo santo que se desborda, en este baño de sangre que parece no tener fin?

Esas cifras con las que nos bombardean los medios de comunicación afianzan el miedo y la indiferencia: al final son pálidos referentes de los nombres y los rostros de cientos de miles de personas. Los números parecieran tender una cortina de humo que oculta sus historias y las de sus familias. Los números -solos, sin asideros- deshumanizan y hacen del horror que vive México una cuestión de estadística, lo que permite que el conteo del gobierno calderonista de los "daños colaterales" sea amañado y cínico.

Esas cifras en realidad fueron y son vidas humanas: son hombres y mujeres, unidos por infinitos lazos a otros hombres y mujeres que lloran su muerte, que los y las buscan sin descanso, que exigen justicia y dignidad. Para descorrer la cortina de humo de los números hace falta ver y escuchar, hace falta acercar los corazones y construir comunidad. Y eso es precisamente lo que pasó en la Caravana por la Paz por los Estados Unidos. De entre todas las historias que se pueden relatar sobre la Caravana (y espero escribir muchas más), comienzo con esta, pequeña y muy personal.

Desde el primer día en la Caravana escuché varios testimonios. Los fríos números adquirieron realidad. En manifestaciones públicas, marchas y conferencias de prensa, repletas de cámaras y micrófonos, estaban las voces y los rostros de muertos, muertas, desaparecidos y desaparecidas. En situaciones más íntimas, como los largos trayectos que recorría el camión, las incontables sobremesas y las noches en vela en parques e iglesias, esas voces y rostros seguían presentes. Escuché a Doña Mari hablar de sus cuatro hijos desaparecidos, vi las fotografías del hijo desaparecido de Melchor y de la hija asesinada de Margarita, escuché a María hablar de su esposo desaparecido... Al principio es sobrecogedor (por decir lo menos) enfrentarse a sucesos tan terribles en voz de quienes los padecen y poder ver sus ausencias frente a frente. Y después, uno necesariamente se quiebra: el corazón no puede soportalo, se rompe y fragmenta. Varias veces lloré de impotencia y tristeza. Vivir el dolor de los demás como mío no fue más una idea: en verdad pude sentirlo.

De San Diego a Washington DC, la Caravana llevó a sus seres queridos entre nuestros brazos. Durante un mes, presentes y ausentes vivimos y viajamos juntos: soportamos juntos el sol de Arizona y la lluvia en Toledo, comimos y dormimos juntos, marchamos juntos por las calles de Atlanta, Chicago y Nueva York, también reimos, bailamos y tuvimos esperanza juntos. Luchamos juntos, sin importar nuestra nacionalidad: ver de cerca que muchísimos estadounidenses luchan con pasión y convicción contra las injusticias que su propio gobierno impone a su propia gente fue terrible y hermoso, como es hermoso y terrible a la vez que la desgracia construya solidaridad. Todos y todas cargamos fotos, mantas y estandartes; todos y todas alzamos la voz y hasta la perdimos, a veces, por el asombro, la conmoción o haber gritado demasiadas consignas. Y estoy segura de que en varios afortunados momentos todos nuestros corazones también fueron uno.

***

Since years ago, reading the news in Mexico has outraged me [I wrote -in Spanish- something about that here]. An outrage that grows deeper as I confirm ever single day how corruption and impunity rule this country; an indignation that hurts more and more as the figures for the death, the disappeared, and the displaced go up. How is it possible to live -survive seems a more appropriate word- in this overflowing graveyard, in this seemingly never ending bloodbath?

Those figures with which we are bombarded by the media consolidate fear and indifference: in the end, they are just pale references to the names and faces of hundreds of thousands of people. Figures might seem to draw a smokescreen that hides these persons' stories and those of their families. Figures -by themselves, with no grip on reality- dehumanize and make the horror Mexico lives a matter of statistics, which allows Calderón's government's countdown of "collateral damage" to be cynical and tampered with. 

Those figures were and still are human lives: they are men and women, united by infinite ties with other men and women who cry their deaths, who look for them without rest, who demand justice and dignity. In order to draw back the smokescreen created by figures one needs to watch and listen, to bring one's heart closer to other hearts, to build community. And that was precisely what happened during the Caravan for Peace in the United States. Out of all the stories that can be told from the Caravan (and I hope to write many more), I start with this little and very personal one.

From day one in the Caravan I listened to many testimonies. Those cold figures acquired reality. The voices and faces of the death and the disappeared were there at public demonstrations, marches, and press conferences, all packed with cameras and microphones. In more intimate situations -long bus rides, countless after-breakfast/lunch/dinner conversations, sleepless nights in parks and churches- those voices and faces were still present. I listened to Doña Mari speak about her four missing sons, I saw the pictures of Melchor's disappeared son and Margarita's murdered daughter, I listened to María speak about her missing husband... At the beginning, being confronted by these dreadful incidents in the voice of those who suffer them is overwhelming (to say the least). Being able to see their absences face to face is overwhelming as well. And then, one necessarily breaks down: the heart cannot cope, it fractures and shatters. I cried several times, out of impotence and sadness. Living someone else's pain as my own was not an idea anymore: I could really feel it.

From San Diego to Washington DC the Caravan carried its loved ones in our arms. For a month, those present and those absent lived and traveled together: we all endured the Arizona sun and the rain in Toledo, we ate and slept together, we marched together in the streets of Atlanta, Chicago, and New York, we also laughed, danced and hoped together. We fought together, regardless of our nationality: seeing up close that so many US citizens fight with passion and conviction against their own government's injustices imposed upon their own people was terrible and beautiful, such as it is beautiful and terrible at the same time that tragedy builds solidarity. Everyone carried pictures, signs, and banners; we all raised our voice and even sometimes lost it due to being astonished, being moved, or just shouting too many consignas. And I'm sure that at several fortunate times, all our hearts were one as well.

viernes, 20 de julio de 2012

De vergüenzas, desnudos y otros disimulos

Mucho agradezco ahora que no existiera internet en mis años adolescentes (y vaya que yo adolecía...). Ni chats, ni blogs, ni mucho menos Facebook o Twitter. De haber existido, seguramente los habría usado como mera plataforma de exhibición: diseccionando cada uno de mis malestares, posteando en un blog como éste mis desencantos, desencuentros y muy variadas desazones. Hubiera publicado recuentos detallados de mis crushes, malviajes y melancolías (y vaya que aún me asalta la melancolía con frecuencia... no se digan los crushes), de todo aquello que puede obsesionar a alguien de por sí obsesionable

Pero, afortunadamente, nada de eso ha salido a la luz: ni una línea de lo escrito entonces -porque sí que lo escribí entonces- ha escapado de la cárcel (los cuadernos que aún guardo) en que está confinado. Eso de desnudarse de manera pública y para la posteridad, aunque sea en papel y en palabras (o, en su defecto, en algún timeline o muro cualquiera), nunca me ha gustado. Además, la desnudez de esos años, en retrospectiva, es bastante vergonzosa: es salvaje y descarada, y ahí donde está, está muy bien. Porque mi desnudez contemporánea, esa desnudez prefabricada a partir de la conciencia de que cualquiera puede leer esto, es un cuidadoso montaje. Una puesta en escena al fin y al cabo.

Aunque no es necesario remontarse casi dos décadas atrás si se trata de hallar motivos para la vergüenza tras un desnudo. Tomemos, por ejemplo, esto que escribí hace tres años:

Querido N: 
Creo que por mi propio bien es mejor que no te vea más, al menos que no te busque, por más que atesore tu compañía, nuestras conversaciones, nuestros muchos puntos de encuentro. Me estoy enamorando de ti y eso, aunque bueno para mi (¿para quién no podría ser bueno enamorarse?), no es sano. No es lo que quiero, no lo deseo aunque esté pasando justo frente a mis narices. No porque sea un sentimiento al que no le de la bienvenida, sino porque no es correspondido. Nunca hay que negar el amor, no lo niego, solo que mi corazón no está en condiciones de seguirlo alimentando. Requiere tiempo, requiere pasión y energía. Y cada vez que encuentro en ti solamente a un amigo, ese tiempo, esa pasión y energía se vuelven dolorosos. Es el fuego del amor y no tengo la intención de consumirme totalmente en él, de quemar lo que aún me queda que no ha sido consumido ya. Es mera cuestión de supervivencia. Necesito guardarlo, como combustible de reserva, para no quedar totalmente exhausta. Y en realidad nada de esto es tu culpa, ni mía tampoco. Es pura y bendita enseñanza que aún no entiendo y quizá me tarde tiempo en entender. He vivido mucho tiempo comprendiendo plenamente mi vida solo en flashback. Por algún extraño milagro, esta sucesión de pretendidos absurdos que a veces parece la vida nos aventó juntos al mismo tiempo y espacio, tan breve y efímero, pero tan poderoso. Ese milagro hizo que un buen día aparecieras en mi puerta y me fuera dado ver en ti tantas virtudes, tanta promesa, tanto gozo. Te vi y lo supe, instantáneamente: así funciono yo. Y bueno, no hubo eco: tu has resultado sólo el espejo en que vi a mi alma persiguiéndose a sí misma. Y está bien: en el fondo intuyo que este dolor hoy es una bendición futura y disfrazada. Lo que me queda es abrazar el dolor, extinguirlo viviéndolo y agradecerlo. Esa es la parte más difícil (o, por lo menos, la que más me cuesta): agradecer el dolor del desencuentro. Esto, como todo lo demás, también pasará. Y podré recordar lo bello que fue nuestro desencuentro. Lo que me alimentó, lo que me diste, lo que te di. 

Y tan, tan. La persona a la cual esto iba dirigido no lo recibió. Por obvias razones. Tal vez no me atreví a decírselo o a enviárselo; no me atreví a consumar el desnudo frente a él, a pesar de haber jugado con la idea e incluso de habérselo insinuado. Tal vez no hacía falta nada de eso. El desencuentro se había hecho presente con tal claridad -era visible y palpable para mi- que no encontré motivos para exhibirlo aún más, para desnudarme por completo.

Y hoy sí encuentro motivos: el sólo hecho de retomar la escritura en este blog es uno. Escapar de los horrores y absurdos de este país y refugiarse -un momento, un instante- en los meandros del recuerdo es otro. Para eso sirven los diarios: para hacer de pequeña máquina del tiempo y olvidarse un poco de lo que hoy día ocurre. Para deleitarse en la vergüenza presente que provocan las palabras pasadas y obviar así otras vergüenzas más punzantes, más urgentes. Para encontrar salidas de emergencia ante una realidad que no tiene pies ni cabeza.

Y en el fondo, esas líneas de hace tres años muy bien podrían ser las de hace veinte: pareciera que pasa el tiempo y mis desencantos, desencuentros, desazones, malviajes y melancolías siguen siendo (casi) los mismos... Al menos ahora ya no padezco tanto esa vergüenza que supone desnudarlos. 


And she feels she isn't heard. And the veil tears and rages 'til her voices are remembered, and his secrets can be told...
Lust, Tori Amos

domingo, 29 de abril de 2012

Flor en otomí

 [...] no estás tú 
haciendo prosas y versos 
y luces y sombras y polémicas 
y preguntas y respuestas 
y murmullos y canciones y risas, 
haciendo amores y universos.

He tardado tanto en animarme para escribir este post... Le di vueltas y vueltas, hurge profundo, recordé. Escribir sobre algo que, en sentido estricto, desconozco -pero que se tornó íntimo- es difícil. No sabía por dónde empezar; no se aún qué partes incluir y cuales desechar del todo de esta historia, del limitadísimo todo, que me fue dado conocer. Porque al final ésta no es precisamente mi historia: me fue legada por circunstancias que, como cualquier otra circunstancia, no escogí. Pero esta historia se volvió parte de la mía y urdió las redes de una mitología personal que definió muchas de mis decisiones, que dio forma y nombre a algunos de mis miedos.

***

José Luis, mi padre, conoció a Carlos Prieto, el padre de Dení, a mediados de los sesenta. José Luis no recuerda exactamente el año en que se conocieron ("¿64, tal vez 65 o 66? Podría haber sido a finales de los cincuenta..."), aunque sí recuerda a la persona que fue vínculo inicial entre ellos. Mi padre trabajaba entonces en la agencia Producciones Publicitarias y colaboró con el fotógrafo Nacho López en varias campañas. Y fue precisamente Nacho quien le presentó a Carlos. 

Mi padre y el padre de Dení se hicieron muy amigos: compartían afinidades diversas y pasaban las tardes platicando de política, elogiando y ponderando los logros y desafíos de la Revolución Cubana primero y de la Sandinista después, discutiendo sobre literatura y publicidad (porque Carlos, además de dramaturgo, también hizo publicidad). La casa de los Prieto, la legendaria casa de Calle del Arco en la que de manera combativa y esperanzada se desayunaba, comía y cenaba política, era punto de reunión para una suerte de izquierda intelectual que igual leía a Marx y a Martí que a Cortázar y a Neruda, que padeció la represión del 68 y vivió bajo un sistema autoritario en el cual la disidencia era combatida ferozmente. Un sistema político que poco -o casi nada- ha cambiado en todos estos años.

José Luis se casó en 1971 con Irma, mi madre, y Eve, la madre de Dení, e Irma se hicieron muy amigas. Mientras Carlos y José Luis se lanzaban al polvorín de la discusión política,  Irma y Eve hablaban de la maternidad, de los secretos que las amas de casa comparten cuando cocinan y de las posiciones ideológicas de sus maridos: esas posiciones, por amor y convicción, también se habían tornado suyas. Y en 1974, el año que mataron a Dení en Nepantla, mi madre recibió la noticia estando embarazada. Irma recordaba cuán brutal había sido enterarse de que esa niña brillante que frecuentó  en casa de los Prieto durante unos años estaba muerta mientras que ella, mi madre, estaba por dar a luz a su primera (y única) hija.

***

Muchos de mis primeros recuerdos tienen que ver con los Prieto. Su departamente en Copilco, al que se mudaron tras la muerte de Dení, el sillón café con gruesos brazos de madera en que se sentaba Carlos, la calidez y hospitalidad extraordinarias de Eve. Después vinieron las paredes de roca en la casa de San Ángel y el jardín selvático que la rodeaba, las mismas repisas de pared a pared y de piso a techo que tenían en Copilco, rellenas de libros, y la foto de Dení. La foto de una chica de labios partidos y lentes redondos. La foto de Dení que me interpelaba desde su lugar inamovible en la repisa, un lugar que tras cada mudanza de los Prieto seguía siendo el mismo. En Copilco y San Ángel, durante las incontables sobremesas de los adultos que de niña escuchaba como un rumor lejano, se seguía comiendo política. Y podía percibir muy bien el sabor amargo de esa política, teñida con la sangre de Dení.

Nunca pregunté abiertamente quien era la chica de la foto. No lo pregunté porque siempre lo supe: era Dení, la hija de Carlos y Eve a quien yo nunca había visto. Dení, que una noche a finales de 1973 se había ido a la guerrilla, la chica que el ejército había asesinado, supe años después por mi madre. Era Dení, cuya muerte fracturó la vida de sus padres y su hermana. No se hablaba de ella en casa de los Prieto, al menos yo no recuerdo que se hablara de ella cuando estábamos de visita. Se seguía discutiendo sobre el estado del país, sobre la posibilidad de la revolución; se seguía hablando de periodismo, de teatro, no de ella. Pero Dení siempre estaba presente, desde la repisa, detrás de los ojos que esa foto delineaba, al centro de la memoria de quienes la conocieron. Dení, en la médula del recuerdo, sin falta, ahí.

Crecí con la imagen de Dení: la revolucionaria, la hija precoz, la comprometida, la mártir. Crecí con una pregunta honda y punzante: ¿por qué? Crecí con el dolor de sus padres: los silencios repentinos de Carlos, la mirada triste de Eve. Y crecí con el miedo de seguir sus pasos, con la evidencia afilada de los estragos mudos que un régimen pragmático y cínico volcó sobre los Prieto. Aunque también crecí con el corazón abajo y a la izquierda gracias, en gran medida, a Dení.

A inicios de los noventa, Carlos y Eve se volvieron a mudar, esta vez a Cuernavaca. Entonces yo estaba más interesada en mis propias y triviales obsesiones que en convivir con adultos, que en seguirle el paso a las conversaciones que de niña extrañamente me fascinaban. Y prefería sentarme junto a la alberca de la primera casa en que vivieron, bajo las bugambilias, y enchufarme a The Smiths en mis audífonos. Después de unos años en Cuernavaca los Prieto se fueron a Inglaterra. Mis padres y yo nunca volvimos a verlos.

***

Hace poco me enteré de la existencia del documental Flor en otomí de Luisa Riley y deseaba verlo porque supuse que en él encontraría esas partes de la historia de Dení que no me tocó vivir. Esas partes que el silencio acalló, que la mano impune del priísmo trató de ocultar y borrar durante años. Allí encontraría los fragmentos perdidos que tal vez mi padre y mi madre intuyeron en su momento pero que nunca mencionaron. Y sí, allí estaban: los partes militares, las notas de prensa, los testimonios de la familia, de los amigos y amores de juventud, las cartas, la foto de Dení, la misma foto cuyos rasgos tengo grabados desde niña. Flor en otomí devuelve a la vida a Dení Prieto, revela su breve paso por el mundo, su convicciones, sus afanes, y resulta un hermoso y triste documental que combate el olvido. Porque en este país no sólo las balas matan: también lo hace la desmemoria.

Al ver Flor en otomí no pude evitar los ojos llorosos y el nudo en la garganta: las imágenes de Carlos y Eve me recordaron que nunca me despedí de ellos, que nunca les dije cuán importantes fueron para mí y cuanto los quise (y los quiero y los recuerdo aún); la foto de Dení me volvió a interpelar como lo hiciera en mi infancia. Frente a tanta ausencia me queda la misma pregunta honda y punzante: ¿por qué? Me quedan las hojas amarillentas del poemario que Carlos escribiera tras el asesinato de Dení, los versos que contiene y el grabado anónimo de la portada, epitafio que humaniza y dignifica la fosa común en que yace Dení...

Nunca había pensado en la muerte,
en la nada, en la ausencia total
de una presencia, de un aliento vital,
hasta que moriste tú.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Insurgentes

Después de toda una vida de habitar este monstruo de ciudad, de recorrer ciertos rumbos más que otros y de las largas trayectorias que a veces implica el transporte en el DF, ir de punta a punta por Insurgentes es también una excursión hacia el pasado. No se si mi memoria es muy buena o qué [las memorias selectiva y afectiva funcionan mejor que otras parcelas del recuerdo instaladas en mi cerebro] pero podría contar cantidades industriales de anécdotas, rememorar a incontables personas y remontarme en el tiempo a lo largo de cada centímetro de los 28.8 kms que mide Insurgentes [como siempre, exagero] [en el número de anécdotas y personas, no en la longitud de la avenida, he de anotar]. Insurgentes es como una máquina del tiempo, me cae. Desde El Caminero hasta Indios Verdes (o vicerversa) cada vez que ando por Insurgentes me acuerdo...

Los recuerdos se agrupan más o menos en esquinas, en los cruces que traza la avenida a su paso por la ciudad. Yendo de sur a norte, Insurgentes y Guadalupe Victoria, por ejemplo, me recuerda a D: varias veces fuimos por vino y cervezas al super que está en esa esquina [cuyas puertas siguen abiertas aún después del tiempo y de los cambios de propietario]. En Insurgentes y San Fernando se casaron I y C: me acuerdo de la risa contenida de todos los presentes -incluidos los novios- durante la Epístola de Melchor Ocampo [¡los ojos de pistola del juez!], del posterior rapto de la novia por parte del contingente austriaco, de la gran fiesta al aire libre tras recuperar a I, la oscuridad cayendo iluminada con antorchas. La gran y extraña esquina de Insurgentes y Periférico [que más bien es un trébol] es sede de varios recuerdos: desde el mall horrendo [algunos le llaman Plaza Telmex, imagínense...] donde una sóla vez fui a tomar cerveza de sabores [guácalas...] con V hasta Transportaciones Marítimas Mexicanas y las clases de inglés que ahí di a un ejecutivo cuyo nombre he olvidado; desde la primera ocasión [hace bastante poco, he de confesar] que entré a la Zona Arqueológica de Cuicuilco con J hasta encontrarme con V para traducir un artículo suyo de geofísica en un café de Perisur. Y luego en el extenso trecho de CU que da a Insurgentes, desprovisto de esquinas en sentido estricto, no hay suficiente espacio para enumerar cada recuerdo. Son ya muchos años de entrar, salir y peregrinar por facultades, museos, institutos, salas, circuitos y estadios en CU. Especialmente recuerdo las tardes en el Jardín Botánico con O, la lluvia cayendo mientras el aliento compartido empañaba los cristales de mi carro.

Insurgentes y Copilco me recuerda el departamento de los Prieto, mi niñez entre adultos, aquélla tarde que, regresando de pasear por CU, un trolebus nos mojó de pies a cabeza. Insurgentes y Avenida de la Paz es sinónimo de los meses que fui mesera en Cluny, de trabajar y reventar de noche y dormir de día, de la camaradería, del aburrimiento extremo seguido por la diversión desenfadada. En Insurgentes y Río Chico recibí el histórico 1 de enero de 1994 abrazada de O en las escaleras de un edificio porque el Rock Stock que antes estaba en esa esquina no había abierto: todo el mundo estaba cenando con sus familias y nosotros, como niños de la calle, esperando al cadenero. En Insurgentes y Vito Alessio Robles también recuerdo a O: en esa mera esquina había un restaurante Hipocampo donde alguna vez fuimos a una especie de conferencia de Amway [wtf?]; el bufete donde aún trabaja O despúes de casi dos décadas [creo] está cerca y es posible que en uno de los muchos restaurantes de comida rápida de Plaza Inn lo viera por última vez. Me encantaría decir que en Insurgentes y Perpetua pase mi adolescencia rockanrolera, pero no: no conocí el LUCC [cachetitos sonrojados de nunca haber ido al antro por excelencia]. Luego en Insurgentes y Churubusco, en el que fuera el gran cine Manacar que Cinemex compartimentalizó hasta la naúsea, vi Kill Bill Vol. II en una sala vacía; eran alrededor de las 11am y sólo a mi se me ocurrió comprar un boleto para esa función.

Insurgentes hace esquina con Millet y con Porfirio Díaz y entre esas tres calles está [parte de] el Parque Hundido: ahí aprendí a andar en bicicleta, ahí salí infinitas tardes a deambular con mi madre y a comer algodones de azúcar a escondidas. Es el parque de mi niñez, sin duda. En Insurgentes y California alguna vez estuvo Rockotitlán: recuerdo un concierto de Julieta Venegas al que fui con M, recuerdo que M tocó ahí con Ansia alguna vez, recuerdo que cuando Salamandra se fue a tocar a Tijuana precisamente de esa esquina salió el convoy. Insurgentes y Filadelfia es otra esquina memorable, lo que antes era el Hotel de México que ahora [y desde hace muchísimos años ya] se hace llamar World Trade Center. Recuerdo haber ido a un concierto de Mijares y Laureano Brizuela en el sótano del Hotel de México [sí, eran los ochenta, uuupppsss...]. Recuerdo que uno de los muchos dentistas de mi infancia tenía su consultorio justo frente al Hotel de México: la cuadrícula de las ventanas y alguna que otra palmera era lo único que podía ver mientras la fresa me taladraba las muelas. Y la esquina de Insurgentes y Viaducto, justo en el edificio que algunos llaman "el elote", vio fracasar uno más de los proyectos arquitectónicos de J.

El tramo entre las estaciones Nuevo León e Insurgentes del Metrobus es el aquí y ahora en mi topografía, aunque no está exento de recuerdos: en un edificio de Insurgentes y Aguascalientes estaba el consultorio de un ginecólogo chileno al que fui varias veces; tiempo después me enteré que este mismo hombre, años atrás, había traido a D al mundo [mundo chiquito, por supuesto]. Mi primer tatuaje [y único, por ahora] me lo hice en el Rock Shop que está cerca de la esquina de Insurgentes y Campeche (o Insurgentes y Coahuila, depende cómo se vea), mientras el tatuador de al lado hacía llorar a una estrella infantil -ya crecidita- de Microchips. Insurgentes y Yucatán era paso obligado cuando daba clases en el Anglo Americano; durante casi un año crucé Insurgentes y Alvaro Obregón todas las mañanas -muy puntualmente- para ir a gestionar la cultura y combatir la burocracia [o algo por el estilo] en mi Cas[it]a de Cultura en la Romita. Y pasando la glorieta de Insurgentes [hoy día ya no me aventuro más al norte] está la esquina de Insurgentes y Reforma, lo que me recuerda el trabajo de campo que hice para mi tesis en la Dirección de Cinematografía, en el edificio de RTC: horas pasé revisando expedientes, atando cabos sueltos [o nomás tratando], haciendo entrevistas y, principalmente, elucubrando.

En la esquina de Insurgentes y Sullivan, además de comercio sexual y travestis, alguna vez hubo un antro llamado El Bulbo [creo que no existe más]: un día que iba saliendo de madrugada alguien lanzó una bolsa con agua [quiero pensar que era agua] que se estrelló en el pavimento y roció a quienes ahí estábamos parados. También recuerdo los hotdogs frente al Bulbo. En Insurgentes y Puente de Alvarado me bajaba para tomar camino hacia casa de mi prima en la Santa María o para ir a la Delegación Cuauhtémoc a cobrar cuando era [chiqui]funcionaria del gobierno capitalino; en Insurgentes y San Simón, no hace mucho, bajé por primera vez para conocer un taller de platería y enterarme de que San Eloy es el patrono de los orfebres. Y cada ocasión que fui a quedarme con M en la Industrial Vallejo o cuando íbamos juntos a visitar a sus abuelos o cuando iba de grupie a los ensayos de Salamandra cruzaba por esa revoltura de vías que es Insurgentes y Cuitláhuac o por Insurgentes y Euzkaro. Y las incontables veces que fui a Ecatepec con J tras recorrer gran parte de la ciudad por Insurgentes llegaba al final de la avenida e iba más allá de Indios Verdes, allá donde Insurgentes se convierte en autopista, donde las casas y edificios desaparecen para dar lugar a unos cuantos cerros grises y pelones y a otros tantos cubiertos de casuchas, miseria y basura, los montes que dan la bienvenida al Estado de México...

Pasan los años y el DF necesariamente se transforma y metamorfosea: lo que antes estaba ahí, ahora no lo está más. Las casas son derruidas para construir edificios; luego los edificios cambian de dueño, de uso y de destino. Los parques se vuelven estacionamientos y los estacionamientos desarrollos inmobiliarios. Pero Insurgentes ahí sigue, recordándome a golpe de esquinas lo que ha permanecido, al menos en mi memoria.

Fotos, cortesía de:
http://nueva-gomorra.blogspot.com/
http://radar-q.blogspot.com/

viernes, 9 de diciembre de 2011

El día que robaron la casa de mi padre

Esto es una suerte de crónica de un día bastante feo, aunque en realidad esto es una denuncia. Sí, una denuncia virtual e informal, pero denuncia al fin. El hecho de que aquí aparezca no le quita la indignación que conlleva ni la impotencia que la provoca; el tono de esta entrada tampoco supone que lo que sucedió no fuera grave y preocupante porque, encima, sucede con más violencia y frecuencia de las que cualquier gobierno mínimamente decente, comprometido con su pueblo, honesto y eficiente debiera permitir. Y esto es también una suerte de exorcismo, lo único que puedo hacer que tiene, al menos para mi, algún tipo de sentido, porque en este pinche país destrozado no hay para donde hacerse: la seguridad y la justicia se han convertido en una burla desde hace mucho ya. Pero, afortunadamente, todos los involucrados (algunos más que otros) podemos reir al respecto porque el incidente de verdad que no pasó a mayores (y ojalá que en eso se quede).

Hoy a las 3 de la tarde alguien entró por la fuerza a casa de mi padre. Alguien que pudo o no haber estado acompañado o armado; alguien cuyas razones para hacer lo que hizo me escapan, pero que es muy probable también padezca este gobierno ilegítimo, homicida e inepto tanto o más que tu y yo, querido/a lector/a. Por fortuna (y seguramente debido a ello entró), mi padre no estaba en casa: había salido al súper y la media hora que se ausentó fue suficiente para que ese alguien rompiera dos cerraduras, vaciara cajones, revolviera armarios, esparciera ropa, fotografías, cartas y papeles y lograra un extraordinario botín: un pinche celular. Sí, quien haya robado la casa de mi padre sólo se llevó su celular. Claro, ¿qué podía haberse llevado ese alguien de una casa llena de libros que se estancó en los noventa y donde no hay pantallas planas ligeras ni Wiis ni sofisticados sistemas de sonido? ¿De una casa donde, por falta de tiempo o perspicacia, dejó botada una cámara Tower Reflex del 61 y no abrió un verdadero cofre del tesoro -el mítico neceser rojo de mi mamá- que estaba justo frente a sus narices?

Cuando llegué a casa de mi padre sólo quedaban los vecinos solidarios que durante décadas han vivido en las casas contiguas; también estaba la gente con quién pasé mi adolescencia y que veo de cuando en cuando -cuando coincidimos en las visitas a las respectivas casas paternas- tras 16 años de haberme ido a buscar la vida en otro lado. Los policías que acudieron a la "escena del crimen" entraron, vieron, sugirieron no denunciar ["¿Pa' qué si esas cosas ni prosperan? Nomás van a ir a perder su tiempo."] y se fueron. Hasta mi cuñado -abogado de profesión- sugirió no denunciar: ¿qué tal que los ladrones están coludidos con las autoridades y luego hay represalias? Una asociación nada peregrina en este pinche país. La fobia de mi padre a cualquier trámite burocrático de cualquier índole (y además en un MP) también salió a flote. Que denunciar ni que nada... Yo me puse a tomar fotos porque uno nunca sabe y mucho menos en este pinche país. Justo hoy habían terminado de colocar una reja extra, coronada por un alambre circular como de púas, sobre la barda de la casa de mi padre porque hace una semana alguien había irrumpido en la cochera, había abierto el carro y se trató de llevar el estéreo, sin lograrlo, mientras mi padre leía en su estudio...

Mi hermana y mi cuñado le ofrecieron su casa a mi padre para pasar la noche. Dado que mi padre es un hombre... ideático, por decir lo menos, declinó la oferta; yo también le dije que viniera a dormir a mi casa, pero no quiso. Después de horas de discutir, lo convencí de que una posible opción era quedarse en un hotel: dado que en su casa no hay cerraduras ni en la reja de entrada ni en la puerta principal -y debido a que mi padre odia las "camas ajenas"- mejor dormir en una cama anónima en una habitación anónima donde "no le diera molestias a nadie" (así es mi papá, en fin). La solución del hotel también funciona para que todos (salvo por la obvia incomodidad de mi padre de quedarse en otro lado que no sea el suyo, tan habituado como está a su casa, a su cama, a sus cosas, a su espacio) quedemos más o menos tranquilos, aunque sólo sea por esta noche.

Primero fuimos al bastante modestito Hotel Escandón que está justo frente al edificio en que vivo, pero no tenían cuartos vacantes (¿quién lo hubiera pensado?). Luego fuimos a un vil
hotel de paso sobre Patriotismo -de esos híper discretos y quesque lujosos- en el cual, de plano, las habitaciones "no son para pasar la noche", como dijo el encargado, "porque aquí sólo se viene por unas horas y nadie viene a dormir". Total, el tercero fue el vencido: el Hotel Fiesta Inn de Insurgentes y Viaducto, que más bien parece una prisión de alta seguridad gracias a la tecnología empleada para vigilar el lugar. O sea, dejé esta noche a mi padre en una auténtica jaula de oro. Mientras se registraba en la recepción del hotel, mi papá empezó a verme raro: "pero, ¿qué te trajiste Montse? ¿Como para qué te trajiste eso?".

En la paranoia crepuscular de "huir" de una casa violada -de temer que otra vuelta alguien tratara de entrar, de ver en el suelo los recuerdos de mi propia infancia, de sentir la indefensión de un anciano que no puede vivir en paz porque lo amenazan la intrusión, la inseguridad
y, potencialmente, algo mucho peor, de experimentar la frustración que provoca el desastre que es este pinche país- yo me había colgado al hombro la cámara Tower, había tomado por el asa el mítico neceser rojo y me había abrazado de las cenizas de mi madre. "¿Qué no ves que no puedes andar paseando a tu mamá así nomás? ¡Es delito federal!".

sábado, 15 de octubre de 2011

Ingrávido

Hacia el final de los setenta todo era ingrávido. Al menos así lo recuerdo. La lámpara de vidriecillos de colores, suspendida del techo en una esquina de la sala; el mantel de flecos sobre la mesa del comedor. Mi madre y su paciencia infinita. Mi padre leyendo poesía. El afro trasnochado de la vecina y su pastel del Hombre Verde. El ventanal que daba al jardín, pequeño follaje trasero; el sol que pintaba de tenue verde su luz. Las bicicletas tiradas en el pasto. Los pantalones acampanados del colegio. Mis zuecos azules. La vista desde la azotea: sólo terrenos baldíos y horizonte. Recuerdo correr ligera por los tejados contiguos de cinco casas extrañamente unidas. El beso que le dí a ese niño en su cumpleaños, escondidos en la cochera. El papel tapiz de flores: su mismo ramillete, amarillo y quebradizo, repetido una y otra vez en las paredes de cada habitación. Lo único que tenía peso entonces era el mastodonte de la televisión de bulbos que sostenían cuatro patitas ridículas; su perilla redonda -clac, clac, clac, lenta y torpe- que apenas podía mover para cambiar los canales. ¿Qué habrá sido de ella?

jueves, 19 de mayo de 2011

De bicicletas, pelusas y otros choques culturales

Primero hay que encontrar la música adecuada para escribir; alguna melodía que ambiente las palabras. Que no sea muy triste, sólo un poquito melancólica. Eso si: algo muy prendido traicionaría el espíritu de estos días en que llueve y hace sol, llueve y hace sol. Y a veces, por fortuna, se dibuja un doble arcoiris justo frente a mi ventana.


Llueve y hace sol, llueve y hace sol... y así. Hoy estuvo un poco más soleado el día, por lo que salí a dar una vuelta en el barrio. Me impresiona cuantas bicicletas hay en Berlín y, sobre todo, que a ningún ciclista alemán parece importale demasiado su seguridad: sólo los muy jóvenes o los muy viejos llevan casco. Aún no he visto ni una triste codera o rodillera. Las bicis pasan a toda velocidad igual por la calle que por las banquetas; rara vez hacen sonar sus campanitas y ciertamente no respetan sus carriles. Creo que aquí es más fácil que a uno lo atropelle un ciclista que un automovilista.

Y luego está lo de las pelusas blancas esponjosas que flotan despreocupadas por la ciudad. Como si fueran pizcas de nube que el viento ha desgarrado, se le meten a uno en la boca y los ojos a la menor provocación. Me recuerdan las bolas de pelo de gato, como volátiles ovillos de algodón, semillas aéreas que algún árbol, de esos que sólo florean en primavera, suelta en cantidades industriales (quiero tomar una foto de cómo invaden las calles y de cuán bonito se ve cuando lo hacen). Como si fuera escena de bosque encantado en plena ciudad, nada más falta que aparezcan en una esquina, montados en sendas bicicletas, un hada urbana y un fauno citadino.

***

Así como explorar otros caminos espirituales lo lleva a uno a enamorarse más del propio, la condición de extranjería, aunque con fecha de caducidad, ya me está haciendo revalorar el terruño. Al principio no me importaba no entender absolutamente nada de nada, pero eso ahora contribuye a crear distancias, a hacerme sentir como lo que soy: una extraña en un país que no es el mío. Claro, uno siempre puede hablar en inglés y hay muchas formas de hacerse entender. Tal vez el problema no sea la barrera del lenguaje, porque, como al destartalado y famosísimo Muro, con ingenio se le pueden abrir boquetes comunicantes. A lo mejor el problema son mis muy oxidadas habilidades sociales. Pero a esas siempre se les puede dar una aceitadita...

lunes, 9 de mayo de 2011

KLM, Schiphol y Kopischstr.

Para Said y María:

ientras los/as universitario/as festejaban el triunfo de Pumas y unas 10 mil personas (eso dice La Jornada) marchaban hacia el Zócalo contra la guerrita de Felipón. Hace un día (o menos, supongo que aún estoy perdida en el tiempo y, sobre todo, en el espacio: ¿dónde quedó el norte?) que estoy aquí y lo poco que he visto desde que, muy amablemente, la familia Téllez Isibasi me acompañó al aeropuerto, da para pensar mucho y escribir todavía más.

Casi no sentí las nueve horas de vuelo hasta Amsterdam, en parte gracias a que KLM tiene un sistema de entretenimiento bárbaro para sus vuelos transcontinentales: pantallas y audífonos individuales con los cuales uno solito se confecciona el desaburrimiento, sin necesidad de siquiera mirar al de al lado, ni riesgo alguno de platicar o convivir. Pantallitas individuales para enajenarse a gusto con episodios de las series de Hannah Montana, The Big Bang Theory y los imperdibles Friends, películas bien taquilleras y oscarescas como Black Swan y The King's Speech, juegos y musiquita variada: de la Gainsbourg (yo ni sabía que cantaba), de Queen y Radiohead, Michael Jackson, Khaled, Mahler and absolutely everything in between. Me conformé con dormir, comer (muy sustanciosamente, eso si) y ver un documental sobre Joan Rivers quien, entre más conozco, mejor me cae. A pesar del completísimo programa contra el tedio de KLM, sigo pensando que volar es más bien infernal: es ruidosísimo y mucho muy contaminante, además de que me entra un poco la claustrofobia y me pongo a pensar cosas tontas y decididamente ociosas, como la (mucho muy inverosímil) posibilidad de acabar cual personaje de Lost (por cierto, Lost no está entre las opciones de entretenimiento de KLM, lo cual es completamente entendible), varada en una isla "desierta", con todo y osos polares y monstruos de humo.

Ya en tierra, en Schiphol, el multipremiado aeropuerto de Amsterdam (que, como todo aeropuerto en el mundo, en realidad es un gran centro comercial encubierto), me fumé cuatro cigarros (uno por cada hora de espera para hacer la conexión a Berlín) en el Smoking Room más deprimente que me ha tocado: una especie de pasillo-pecera de dos metros de ancho por diez de largo, cuya única pared estaba acolchonada como pa' descansar la espalda o darse de topes, según el grado de nicotinomanía y/o hartazgo del usuario. El Smoking Room con los fumadores peor encarados que he visto. Para muestra, he aquí un botón (del Smoking Room en Schiphol, porque a los fumadores no los fotografié, no fuera a ser la de malas):



Así las cosas, llegué a Berlín de noche. Como no andaba muy prendida que digamos, tomé un taxi en vez de seguir las detalladas instrucciones que me habían dado para ir en transporte público a mi nuevo hogar. El departamento donde me estoy quedando en Kopisch Strasse resultó una verdadera g-l-o-r-i-a (así, g-l-o-r-i-a, para enfatizar la fantastiquez del lugar). Está en un edificio viejo renovado, con escaleras de madera que crujen a cada paso (me acabo de enterar que también tenemos sótano; en cuanto pueda me daré una vuelta y les contaré qué alberga). El departamento es amplísimo, techos altos, pisos de madera, baño enorme con todo y tina enorme y balconcito encantador. Y el casero-roomie también resultó encantador: Michael (pronúnciese a lo alemán, "Mijael", ni que fuera un "Maicol" gringo cualquiera) trabaja en el Instituto de Estudios Latinoamericanos donde vine a estudiar, habla español perfectamente bien y todo parece apuntar hacia que es un excelente anfitrión. Les dejo una foto del balconcito, nomás para que vean qué bonito que es (porque no me iba a poner a sacarle fotos a Michael nomás llegando, ¿verdad?):


Nunca antes había vivido fuera de México, es más, fuera de la Ciudad de México que definitivamente no es todo México. Eso también da para pensar mucho y escribir otro tanto (por lo de que la distancia da perspectiva y así). No puedo más que estar agradecida por los tres meses que pasaré por acá. Sólo espero que mi país no se desmorone mientras tanto, que me aguante en pie (tambaleándose, pues, pero en pie al fin y al cabo) para que cuando regrese todo siga igual o, por lo menos, que no se haya ido todo al carajo. Aunque también podría regresar a un México un poquitito mejor. Ojalá...

jueves, 21 de abril de 2011

Sobre los posts que nunca escribí (pero sobre los que estoy escribiendo en este post)

Ahora mismo, justo en la regadera, se me ocurre que debiera escribir un post sobre los posts que nunca escribí. Como aquél en que hace poquito más de un año iba con A y B en un taxi para encontrarnos con C en una mezcalería (y, neto, las mujeres cuyos nombres describo aquí si corresponden a las iniciales A, B y C) y después de platicar acerca de los payasos malignos y lúgubres de nuestra infancia (por eso se dice: ¡te va a cargar el payaaasooo!) yo dije: "esto merece una entrada en mi bló". Entrada que hasta hoy, más o menos, grosso modo, estoy posteando. La regadera corre, el agua cae. O el post sobre los lugares comunes de las telenovelas, algo así como un Top Ten de horrores televisivos. Quiero una telenovela sin cárceles ni juicios americanizados ni ministerios públicos gañanes ni culpables inocentes e inocentes culpables; sin haciendas (ni hacendadas cabronas y buenísimas, por supuesto); sin manicomios y sin pérdidas de la memoria repentinas, inexplicables y muy convenientes; sin preparatorianos/as jodidos/as o presuntuosos/as hasta el vómito; sin sillas de ruedas ni testamentos problemáticos; sin paternidades dudosas (porque con las maternidades está más difícil hacerle al cuento, aunque también); sin hijos e hijas ilegítimos/as que buscan a sus padres/madres para vengarse, hacerles la vida de cuadritos, tal vez reconciliarse a unas horas del último episodio y así. Una telenovela sin finales felices de bodas blancas (a veces múltiples). Cierro la llave del agua y me acuerdo de los posts que prometí escribir sobre los cuarenta días con sus noches en que mi madre estuvo en el hospital; me acuerdo de la niña que gritaba en la rampa de urgencias: "¡no, ella no! ¡Mi abuelita no! ¡No puede ser, no es cierto, no es cierto, no es cierto!". Me acuerdo de los tubos, las máquinas, los catéteres, las gotas de suero que caían como cae esa gotita necia de la regadera; me acuerdo de una mujer cuyo nombre he olvidado que estuvo unos cuantos días en la cama contigua a la de mi madre y que se maquillaba, se peinaba la melena canosa, no dormía y nunca nadie fue a visitarla. Salgo del baño, entoallada, mojada y me acuerdo del post que pensé escribir sobre Iniciativa México, segunda edición para desgracia de muchos. Me acuerdo de cuán malévolo me parece que las televisoras mexicanas quieran cooptar el activismo social y transformarlo en un pinche reality show, un pinche reality de concurso para acabarla de amolar. Montañas de ropa limpia y sucia, zapatos por todos lados, cremas, perfumes, desodorantes: este cuarto es un desastre y yo pensando en los posts que nunca escribí. Como el post sobre mi club de Toby favorito, H y J (aquí nomás no hay ninguna I en el medio), sobre resumir cuatro años de no vernos en una larguísima plática sobre práctica espiritual, terapias de todo tipo y mucho sexo (si: sexo, sexo, sexo; en cubículos de universidades públicas, en lunas de miel, entre dos, entre tres, entre más, vestidas, desnudos, encerrados en una habitación todo un fin de semana, sexo a escondidas y en exteriores, sexo en todas las posiciones y estados de conciencia, sexo antes y después). Pasan los años y cada vez quedan más cosas por decir; cada vez es más urgente verse con más frecuencia. Porque uno nunca sabe. O el post sobre el joyero enamorado del lenguaje de la plata y San Eloy, patrono de los orfebres; o el post (varios posts, si) para seguir traduciendo pasajes de Infinite Jest, aunque desde hace meses siga estancada en la página 571 de 1079 (contando las notas); o el post que escribiré de las películas que quiero ver, una vez que las haya visto, y de cómo uno deja de ir al cine por dedicarse a escribir una tesis sobre cine y a organizar diplomados sobre cine; o el post... mejor me voy a escribir otra cosa. Ahí les dejo musiquita para escribir posts que nunca fueron escritos porque ahora resulta que me encanta Passion Pit. Y así.



Video, cortesía de pocketfudgy.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Ramificaciones

He recibido una "propuesta indecorosa". ¡Vaya término el que se usa para una invitación que, de aceptarla, tendría ramificaciones complicadas, incluso embrollosas! Ramificaciones, simples ramificaciones, como todo lo que se decide o no hacer. Indecorosa porque habría que echar por la borda el "decoro" -noción digna del Manual de Carreño- para aceptarla, lanzar por la ventana ese "pudor" y esa "decencia" impostores que los Carreños le meten a una hasta la médula. Un hombre casado, con quien trabajé hace tiempo y a quien quiero y respeto muchísimo, me propuso escaparnos por ahí. Robarnos el aliento. Un hombre, a quien llamaré T, quince años mayor que yo, me propuso perdernos y encontrarnos bajo las sábanas. Un hombre brillante, con una trayectoria muy reconocida. Un hombre cuya invitación me dejó boquiabierta porque nunca la hubiera imaginado.

No es una salvedad moral (entendida a lo Carreño) lo que hasta ahora me ha impedido darle una respuesta inequívoca a T. No creo que escaparme con él sea bueno o malo; tampoco creo que robarnos el aliento sea un acierto o un error. Y, al mismo tiempo, decidir en esta encrucijada es un acto eminentemente moral: las ramificaciones de un si, como las de un no, apuntan hacia quién soy, hacia qué quiero, hacia qué valoro y cuánto. Incluso la forma y vía que la respuesta tome será producto de un acto moral. La clandestinidad de la aventura, una ramificación del si, no me asusta; el placer perdido (tan efímero como pudiera ser), esa ramificación del no, tampoco me acongoja. Podría pensarse (¿lo leerá así T?) que esta indecisión mía es mero disimulo, mera estrategia para cocinar a fuego lento el deseo o para hacerme pendejísima y evitar así la responsabilidad de una negativa frontal. No es el caso: es genuina indecisión. Dudo porque deseo -ay, ¡el bendito y abrasador deseo!- y también temo. Temo porque vislumbro las ramificaciones de rendirse al deseo: la amorosa afición desmedida de la que ya he sido presa antes.

Supongo que esta indecisión mía deja las puertas abiertas de par en par entre T y yo: puede entenderse como un aplazamiento momentáneo. Puede indicar que, de encontrarnos dada una feliz casualidad, no habrá decoros, pudores, ni decencias que eviten nuestra huida en la misma dirección. Puede entenderse así, pero no hay como tener claridad para decidir y, así de clara y honestamente, hacerlo saber; claridad que, al menos hoy, se me escurre entre los dedos. Me voy: es hora de responder el más reciente mensaje de T que dice, palabras más, palabras menos:

Te mando hartos besos, deseándote lo mejor. Cariños, T.
PD atrevida. De mis deseos de año nuevo: tú...

sábado, 30 de octubre de 2010

Crónicas hospitalarias I

Pues si: por más formas que me invente para obviarlo, para aligerar el peso, para hacerlo llevadero, regreso a lo que me da pesadas vueltas en la cabeza. Regreso a lo que me ha tenido en vilo durante poquito más de un mes. Mi madre lleva 33 días en el hospital. Neumonía, dicen los médicos. Alzheimer, añadimos mi padre y yo.

***

Al principio uno está ahí todo el tiempo. Físicamente ahí, sin moverse más que para lo indispensable. Esperando penosamente. Confiando en que esto también pasará. Tan con el corazón en la boca que te lo muerdes de ansiedad. El teléfono sobresalta cada vez que alguien llama. El reloj biológico cede con dificultad ante la presión de dormir de día y velar de noche. La vida cotidiana se pone entre paréntesis: que se caiga la casa de sucia, que se pierdan el trabajo y hasta el prestigio, que quede mal con los amigos, que se mueran los gatos de hambre o de sed, no me importa. Pero luego, cuando los días se vuelven semanas, cuando la gravedad largamente sostenida deja de ser urgente, uno se acostumbra. El timbre del teléfono ya no espanta; las desveladas ya no agobian. Con sus pequeñas dosis de angustia, de culpa incluso (a veces pienso, ¿que tal que ora si se nos va y yo en otras cosas?), concretas lo que hay que concretar: no pierdes ni la cabeza, ni el trabajo, ni a los amigos (muy al contrario: están más presentes y cercanos que nunca). Los gatos siguen comiendo y bebiendo. Organizas la rutina diaria alrededor de las visitas al hospital y éste, poco a poco, se va trasformando en un lugar familiar: los olores y los sonidos -de inicio repelentes, irritantes, vomitivos- se vuelven el mero telón de fondo de un tiempo incontable de espera. La espera misma deja de sofocar, de abatir; a golpe de horas, se torna paciencia. Además, por momentos, ocurre una milagrosa metamorfosis: todo lo que ves deja de ser sórdido, desagradable o sobrecogedor y se vuelve misericordia pura. No me pregunten cómo opera este cambio, no lo se. Sólo puedo decir que soy testigo de que efectivamente ocurre. Ya les iré contando...

jueves, 19 de agosto de 2010

Uva

Anoche sabías a uva. Uva, ¡qué palabra tan curiosa! La veo escrita y la repito y me provoca extrañeza. Uva: emparentada en la u con ubicuo, en la v con vital y en la a con afán, con anhelo, con ansia, arrojo y ardor. Me supiste a uva en cada roce. Cada mirada aceitunada en realidad sabía a uva. Me supiste a vitalidad teñida de ubicuo verde uva; a rodar ensortijados por el piso verde de vides y parras, de verdinegras grecas. A dejarse llevar. Me supiste a compartir desde el corazón en forma de verde gema, de uva esmeralda. Cada gesto tuyo me supo a uva. Y hoy que recuerdo lo de ayer, todavía queda un breve y suave dejo a uva en mis labios.



Música, cortesía de maniaczec91.

domingo, 11 de julio de 2010

La mitad de mi patria. De fútbol y otras cosas

Hoy, por primera vez en su historia, España ganó el Mundial. Y hoy, por primera vez en mi historia, salí a festejar un triunfo futbolero...

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He de reconocer que el fútbol ya no me desagrada tanto como antes. Mi (¿pasada?) aversión a este deporte (debida, en gran parte, a un ex que me torturó algún tiempo con su devoción al América) hizo que en el dichoso Facebook me uniera a un grupo que en el nombre lleva la penitencia: Yo odio el fútbol. Digo: sigo creyendo que las pasiones pamboleras se aprovechan y explotan maquiavélicamente y que la FIFA es una impresionante mina de oro gracias (entre otras cosas) a que no existen sindicatos de jugadores de soccer. Pero, muy a pesar de ello, me parece que el fútbol no tiene la culpa (si no el que lo hizo compadre) e incluso creo que, poco a poco, le estoy agarrando el gusto. En breve, esta nueva sensibilidad mía para con el balompié se debe a los golazos de Javier "Chicharito" Hernández en Sudáfrica y al 2-0 del más reciente Barça vs. Real Madrid, un gran partido que me tocó ver en Barcelona, en el mismísimo Bar Wembley, y que ganó el Barça para beneplácito de los apasionados parroquianos aficionados. Ahora que la Furia Roja es campeón del mundo -tras una victoria en el impecable juego contra Alemania y otra después de soportar el unfair play de la Naranja "Marránica"- se está fraguando mi reconciliación con el fútbol y, de paso, con la pequeña española que llevo dentro.


Parte de este histórico desapego pambolero mío tiene que ver (¡miren cómo se regocija el pequeño psicoanalista que llevo dentro!) con mi padre. No es que no le guste el fútbol: solo le enfadan sobremanera las hordas de palurdos que festejan los triunfos de "sus" equipos como si se hubieran ganado con sus propias lágrimas y sangre. Solo le molesta que los colores de una Selección Nacional sean el referente identitario más fundamental de los palurdos esos que se desgañitan y desgreñan en las plazas públicas... Uno hereda pues, hasta nuevo aviso, filias y fobias. Y también en ese otro histórico desapego mío, el de la mitad de mi patria, el de España, tuvo que ver mi padre.

Durante los últimos quince años me han preguntado repetidas veces por qué no estudié en el Colegio Madrid si soy hija de español (auto) exiliado en México. Como de plano no sabía qué decir, un buen día le hice esa misma pregunta a mi padre. Primero respondió que porque la mejor escuela es siempre la que está cerca de la casa. En septiembre de 1980 que entré a la primaria vivíamos en Mixcoac y por eso, dijo mi padre, me matriculó en el Colegio Williams. Pero resulta que en aquellos tiempos el Williams estaba justo frente al Madrid, separados solamente por la estrechísima Calle Empresa. Entonces, si ambos colegios estaban casi casi en el mismo lugar, ¿por qué uno y no el otro? Porque no quería, dijo mi padre, que tuvieras el síndrome del exiliado de segunda generación, que añoraras un país al que nada más habías ido de visita, que te sintieras ni de aquí ni de allá y me pareció mejor, dijo, una educación mexicanísima (que a final de cuentas no fue mexicanísima porque, para eso, mejor hubiera sido la Escuela Tabasco que estaba en la mismititita calle en que vivíamos, pero en fin...).

Y así, por años y años España fue para mi Las Meninas que había visto en El Prado; La Sagrada Familia y el Parque Güell en Barcelona; la Catedral de Toledo y la Alhambra de Granada; los versos de Antonio Machado, Miguel Hernández, Pedro Salinas y Federico García Lorca; las mondas de patata que comían, según me contaron, en casa de los abuelos después de la Guerra Civil; el Duero que pasa por Soria pura, cabeza de Extremadura y las zarzamoras que recolectaba en Tera, el pueblito de los veranos de mi padre. Y el fútbol... pues el fútbol era eso, como la política y la religión, de lo que mejor ni hablamos.

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Cuando Eli sugirió que fuéramos con su hijo Diego a ver el partido Holanda vs. España en casa de David y Vane me pareció excelente idea. Eso aprendí en este Mundial: el fútbol es un verdadero espectáculo, no solo un concurso de patadas, para compartir con los amigos (se me cae la mano de lo cursi que resulta esta perogrullada, pero ¡cuán cierta!). Y cuando dijeron: ¡de aquí a la Cibeles! pues la Furia Roja ya me tenía en su futbolero bolsillo. Una victoria muy merecida, muy justa; los españoles jugaron tan bien y con tanta paciencia -miren que aguantar los continuos codazos, jalones y patadas de las Naranjas Podridas- que así si dan ganas de celebrar. Además, ¿qué no soy 3/6 española? ¿Qué no me emociona que mi Madre (o más bien Padre) Patria haya ganado el Mundial?

Al llegar a la Cibeles nos encontramos a Carmen, querida amiga asturiana que lleva años ya de vivir en México. Sin perder tiempo tras el abrazo de felicitación, me puso una chamarra y una bufanda del Real Sporting de Gijón y me llevó de la mano, corriendo y saltando, a dar la vuelta mundialista. Aquéllo estaba completamente pintado de rojo y amarillo: corrían el vino y la espuma, retumbaban las vuvuzelas y la gente coreaba: el pulpo, el pulpo, el pulpo es cojonuuudooo... Carmen y yo seguimos brincando de grupo en grupo: había catalanes, valencianos y no faltaron las niñas vestidas de sevillanas. Había tambores y gaitas gallegas y gente, muchísima, de todas edades que de pronto empezó a cantar al unísono: ¡¡¡yo soy español, español, español!!!

Para qué negarlo: si, súbitamente, ahí entre la multitud, me sentí española. No fue una certeza de la cabeza: ésta se cree más mexicana que el mole. Fue algo así como una intuición del corazón, como un pertenecer sin causa aparente o motivo (y si en este punto del relato a alguien se le salen los ojos de todavía más cursilería será enteramente comprensible). El 50% de mi identidad genética rebotaba de emoción al sentirse parte de España, o de esa vaga idea que todos llamamos España, que aún no se qué significa exactamente en mi caso (y que, espero, pueda saberlo con los años). Me identifiqué con el gozo y el orgullo plenos que, más allá de las banderas y los escudos, de los acentos, del color de los ojos y de la piel, a todos embargaba por igual. La sangre me llamó y canté como seguramente ahora mismo siguen cantando millones en la mitad de mi patria. Yo también soy española...

domingo, 20 de junio de 2010

Diario de viaje/Escape de Italia, segunda y última parte

Para Alonso Mejía, por seguir con emoción las aventuras de nimbemon...

Domingo 18 de abril de 2010, 10:15 am

Después de dos horas de fila me he hecho de un boleto a Ventimiglia en la Milano Centrale que parece ser un ensayo general del fin del mundo o una locación trasnochada de El día después de mañana. Al llegar a Ventimiglia la idea es tomar otro tren a Niza para cruzar toda Francia y llegar a España. Faltan siete horas para que salga el primero de mis trenes y ni siquiera me llevará a mi destino: Barcelona. Bueno, por lo menos podré dar una vueltecita por Milán, aunque el clima -nublado, lluvioso y muy frío para mis estándares tropicales- no invita a pasear. Salgo de la estación de trenes y me tomo un espresso en un puestecito cercano. Me cargo la mochila de 15 kilos (por lo menos la mitad de kilos debida a los regalos venecianos) y voy hacia donde me lleven los pies que no es demasiado lejos porque el peso, la falta de sol y lo que empieza a ser una paranoia in crescendo me detienen frente a un Café Internet. Hay una cola bastante larga y al integrarme a ella alcanzo a escuchar la plática de unos españoles: se quejan de llevar varios días varados en Milán sin opción alguna de escape; explican que la situación es verdaderamente crítica. Al llegar al mostrador del Café, una mujer a cuya gran altura se le suman unos 20 centímetros del tacón en sus botas (y que definitivamente es un hombre por el bigote que asoma sobre sus labios) me advierte que el tiempo disponible en la máquina que me asigna es de media hora. ¿¡Qué!? ¿Internet racionado? ¡Esto si que es una crisis! Mando correos y mensajes: le explico a Beatriz que no se a ciencia cierta cuando llegaré a Barcelona -en teoría, debía haber llegado hoy en la mañana-; me reporto con Eva, mi asesora de tesis, para decirle que enviaré el informe de labores que le debo cuando llegue a Barcelona (si es que llego); actualizo mi estado en Facebook sin acentos ni eñes (digo, para algo tienen que servir las redes sociales): Varada en Milan. Un volcan islandes tiene a toda Europa en caos: como no hay trafico aereo hay gente durmiendo en las estaciones de trenes porque todo esta agotado. Espero llegar a Niza hoy por la noche o maniana por la maniana y luego buscar otro tren que me lleve a Barcelona. Y si todo esto sucede, inshallah, antes del jueves que sale mi vuelo para Mexico me dare por bien servida...

12:42 pm
Regreso a la Estación Central de Milán en vista de que la lluvia pertinaz no amaina. Estoy hecha a la idea de que para sobrevivir a esta aventura debo explotar mi paciencia al máximo. Me siento cerca de una de las grandes puertas de entrada a la Centrale con la bufanda sobre la cabeza y cara de ¿resignación? Al verme ahi solita un hombre, bastante borracho por cierto, se me acerca y grita eufórico: Assalam aleykum!!! Debe creer que la bufanda es velo y que yo soy musulmana (lo cual no es un error). Le respondo aleykum assalam y mejor me paro para ir a sentarme a otro lado, porque eso de hablar con extraños alcoholizados a medio día suena a pésima idea. Atravieso la atiborrada Centrale rumbo a las puertas de salida en el otro extremo y justo cuando estoy por sentarme me aborda otro hombre de pasos vacilantes: como que quiere hacerme la plática -mitad en italiano, mitad en francés- pero yo solo atino a entender una proposición tan indecorosa como quiera tomarla: Tsss... vamos a dar una vuelta, ¿no? ¡Santo Dios! ¡Qué vuelta ni que ocho cuartos! De nuevo me cargo el backpack haciéndole saber que gracias, no gracias y vuelvo sobre mis pasos. ¿Qué pasa en esta Estación? Pero, ¿que busca esta gente? ¿Vender, comprar, transar, sexo, drogas, rock'n roll? Ahora entiendo que viajar sola tiene sus riesgos. Como lo mejor a estas alturas tal vez sea mantenerse en movimiento, vago por la estación, convertida en dormitorio involuntario; las filas en la biglietteria y en los andenes no se han hecho ni un ápice más pequeñas y en el pasillo de las tiendas -de Benetton a Gucci, no por nada Milán es una de las capitales de la moda- hay campamentos improvisados de todas nacionalidades: cinco americanas han desplegado mantas y sleeping bags en el piso, leen revistas mientras comen hamburguesas de McDonalds; dos chicas japonesas lucen aburridas y desveladas sobre sendos maletones coloridos; un nutrido grupo de españoles ha hecho una verdadera fortaleza con sus backpacks, coronada con un letrero que reza: arrepentiros, ¡el volcán nos persigue! La gente pasa y pasa, apurada, preocupada, arrastrando maletas y bultos. Una chica llora al celular, le tiemblan las manos y es la quintaesencia de la desesperación y el desconsuelo. Supongo que quedarse aquí junto a otros viajeros varados, abrazada de mi mochilota, no vaya a ser la de malas, es la mejor medida de seguridad. Podría leer un poco o actualizar el Diario de Viaje para matar el tiempo de espera. Creo que mejor me pongo a meditar, por eso de que en situaciones de crisis lo mejor es guardar la calma.


2:15 pm
Como no se puede fumar en la Estación salgo a la
Piazza Duca d'Aosta por un cigarrillo. Unos chicos giran y saltan en sus patinetas. Me siento justo al lado de una gran familia hindú: padre, madre, abuelos, hijos e hijas de todas edades. Su cercanía puede ser una medida de seguridad emergente para ahuyentar el asedio de la fauna psicotrópica que ronda la Estación. Ya con el cigarrillo en la mano un chico de ojos muy azules y ropas aún más andrajosas se sienta junto a mi y otra vez la burra al trigo: Tsss... vamos a dar una vuelta, ¿no? Le digo que no porque mi tren ya va a salir (mentira) y le ofrezco un cigarrillo. Me pregunta que de dónde soy y le digo que mexicana (verdad). ¡Mexicana! dice emocionado. ¿Julio Iglesias? No. ¿Ricky Martín? Tampoco. ¡Rocío Durcal! No, menos. Le agradezco la plática y vuelvo a entrar a la Estación. Dios, ¿qué esto no va a terminar? Regreso al pasillo-dormitorio. La espera sigue igual: las americanas han terminado de comer, las japonesas mejor se están echando una pestañita, los españoles platican y bromean. Entonces me doy cuenta de algo terrible: de entre las multitudes que pasan atribuladas frente a los campamentos empiezo a reconocer dos caras familiares, dos hombres que caminan tranquilamente, sin equipaje, que deambulan entre los turistas varados y que cuando se cruzan hacen señas y muecas. ¡Zaz! ¿Estarán checando al personal para ver qué maletas están desatendidas? ¿Estarán viendo qué está mal puesto? ¿Estarán planeado algo? ¿Estarán a la caza de mujeres que viajan solas? Ayyy... ¡¡¡ora si que ya me preocupé!!!

4:07 pm
Nunca había orado tanto en mi vida. Nunca había sentido un hostigamieno tan sutil pero tan contundente. Los dos hombres que cruzan y cruzan frente a mi llevan horas haciéndolo. Horas de gestos y mensajes cifrados. Nunca me había paralizado el miedo. Ya ni a salir a fumar me atrevo. Mucho menos a intentar documentar la aventura: ¿y si me roban la cámara? ¿Qué nadie se da cuenta? O, de plano, ¿qué soy yo la única paranoica en este pasillo húmedo e inhóspito? Solo quiero que den las cinco para correr al andén. Y después a Ventimiglia y después... Me imagino cruzando penosamente la frontera entre Francia y España. A pie, la mochila robada, las botas rotas. Cual migrante mexicano después de un viaje terrible, después de eludir a la migra y padecer el calor del desierto. Me imagino besando el suelo de la madre patria. Barcelona, ¡por qué estás tan lejos! Mientras me debato con mis propios delirios de catástrofe, veo a un chaval caminando despreocupadamente por el pasillo. Lleva un letrerito que sostiene con desgano entre ambas manos: Bus Milán-Barcelona 110
¡¡¡Qué, qué, qué!!! ¿Lo tiene, lo busca? Salto con todo y quince kilos de equipaje y corro para alcanzarlo. ¿Bus a Barcelona? ¡Dónde! No es una broma, ¿verdad? El chaval me dice que es posible, que quien sabe, que un grupo de españoles se están organizando para salir de Milán porque es domingo y hay que ir a trabajar el lunes. Le digo que me lleve con su líder. Xavi, que así se llama el chaval, me conduce a una de las entradas de la estación donde está David, un chavo de Barcelona, con otro letrero prometedor igualito al de Xavi. David me cuenta que había ido a Milán con su hermano a la Feria del Mueble, pero que, como miles de personas, la crisis aérea los tenía atrapados en Italia desde el jueves que debían regresar a España. Tras agotar todas las opciones de transporte y en un arrebato de desesperación, David y su hermano fueron a una compañía de autobuses milanesa y preguntaron cuánto por un bus que los llevara directo a Barcelona. 5,500 euros dijeron. Pues bien, busquemos 50 personas que quieran salir de aquí hacia el sur. David llevaba toda la mañana en esa puerta de la Centrale, con su letrerito, aguantando insultos y amenazas de los taxistas de la estación (que estaban haciendo su agosto: por un viaje fuera de Milán llegaron a cobrar hasta ¡5,000 euros!), todo para reunir a 50 viajeros que compartieran su hartazgo y desearan salir ya de Italia. Le digo a David que si, que por favor, por Dios que yo soy uno de esos viajeros varados que muere por llegar a Barcelona. David saca un cuadernito en el que ha escrito la lista de potenciales usuarios del bus salvador y anota: número 48, Montserrat. Pufff, ¡¡¡qué inifinito alivio!!! ¡¡¡Benditos catalanes organizados!!! David escribe en un papelito el salvo conducto que, cual llave mágica, abrirá el camino del escape. Bueno, otras seis horas de espera, pero por lo menos ahora si segurito llego a Barcelona.


8:45 pm
Ya entré y salí de la estación para fumar varias veces. Ya comí un tramezz
ino y tomé otro café. Ya me cansé de ver pasar a la gente. Ya platique con otros españoles que saldrán en el bus rumbo a España esta noche: dos parejas valencianas (Xavi es hijo de una de ellas) que estaban de vacaciones en Milán; Natalia, Gemma y Virginia, tres madrileñas que iban de fin de semana a Malta pero nunca llegaron. Virginia dice que la Milano Centrale es una de las estaciones más peligrosas de Italia y que lo comprobó porque mientras trataba de compar un boleto de tren en una máquina dispensadora le robaron la maleta. Ya compré dulces en los puestos de la Piazza Duca d'Aosta. Ya evadí a otro prostituto drogadicto de Costa de Marfil (¿?) que me quería sacar a pasear. ¡¡¡Ya me quiero ir!!! Quedamos de vernos a las 9 de la noche en la entrada de la Centrale que da a Piazza 4 Novembre. Ya estoy aquí esperando. ¿Y si no viene nadie? ¿Y si se van sin mi? Cuando estoy a punto de flipar, como dirían en España, aparecen Xavi y su hermano Jordi; luego llegan David y las madrileñas. Ahhh, ¡qué alivio escuchar gente que habla castellano! Emprendemos la caminata al Hotel Cristallo, a unas cuantas cuadras de la Estación, donde ya nos esperan otros miembros del contingente: una pareja de portugueses que se conforman con acercarse un poco más a Lisboa, unos malagueños, una chica ecuatoriana que vive en Barcelona. El maltrecho bus que llega puntual a las 10 de la noche frente al Cristallo hace estallar vítores y aplausos. David, quien se ha transformado en un auténtico guía de turistas, pasa lista varias veces: ningún español (o amigo de otras latitudes) anotado en la misma será abandonado a su suerte en Milán. Además, en caso de que por azares del destino alguien registrado para abordar el bus haya encontrado otra forma de volver a España, existe otra lista, la de espera, de la cual se puede admitir algún afortunado nombre. Tras checar y rechecar sus listas y en la certeza de que no olvidamos a nadie, David al micrófono anuncia: ¡Nos vamos a Barcelona! Tiempo estimado de viaje: 12 horas. Por cierto, me han dicho que en la próxima estación de servicio nos cambiarán de bus. Yo nomás pienso: hasta nunca Milán...

Lunes 19 de abril de 2010, 6:09 am
Y si: nos cambiaron a un camión espectacular con ventanas panorámicas, las cuales al menos yo no disfruté porque en cuanto me acomodé en mi asiento ya estaba dormida. Quel malheur! ¡Cruzar Francia dormida! Tras muchas horas de camino, me despierto con la voz de David en las bocinas del bus: hemos llegado a la estación de servicio de Perpignan. Bajo del camión soñolienta y despeinada para comprar cigarrillos (los más caros de todo el viaje: ¡8 euros!) y esta estación de servicio no resulta menos espléndida que las de Italia: parece un gran e impecable centro comercial donde no solo hay comida chatarra y bebidas de variadísimos colores, sabores y temperaturas, sino que hasta hay peluches, jamones (¿jamones? Pues si: unas colgantes y enormes piernas de cerdo), libros y revistas, camisetas y gorras, souvenirs diversos, agua caliente en los baños e incluso un lugar donde hacer la ablución para los musulmanes viajeros. Me fumo un cigarro bajo la noche y frío franceses y subo al bus para el último tramo de este regreso accidentado, pero muy afortunado a comparación de otros. David pasa la lista, no sea que alguien se haya quedado dormitando por ahí, y continuamos el camino.

10:38 am
Barcelona nos recibe con un clima soleado excelente y a pesar del tráfico para entrar a la ciudad nunca las colas de automóviles me han parecido tan bellas. El bus se detiene frente a la Estación de Sants: para mi es el final del viaje -¡bendita Barcelona!- pero hay quienes aún tienen que tomar otro tren, camión o lo que sea para llegar a su destino. Me despido de David y las chicas madrileñas. A Virginia se le ocurre que sería guay hacer un grupo de Facebook sobre nuestro regreso a España. Intercambiamos direcciones de correo y le digo que el grupo podría llamarse "Supervivientes del desesatre aéreo europeo". Me cargo el backpack y con solo una tarjeta del metro de Barcelona en la cartera -el pinche volcán con sus gracias me ha desfalcado- me voy a Santa Coloma, a casa de Beatriz y Pedro. Por lo menos llegué de una (muy cansada, eso si) pieza: no perdí nada -los regalos venecianos están íntegros- ni fui víctima de las consecuencias perversas de la migración global. Unas cuantas estaciones de metro y ya... a menos qué... eso si sería el colmo: que el metro estuviera fuera de servicio o la estación Santa Coloma cerrada. ¡Basta de paranoias que ya he tenido suficientes!