Leer no sirve para nada: es un vicio, una felicidad.
Gabriel Zaid
Desde hace unos meses, el paisaje urbano de la Ciudad de México se vistió de gala y hartísima cultura con unos anuncios de colores y caritas sonrientes que invitan a todo aquel que los vea a divertirse y fomentar la unión familiar gracias a una revolucionaria y desquiciante moda: la lectura.
Para su campaña Diviértete Leyendo, el Consejo de la Comunicación, Voz de las Empresas según esto, echó mano de más de veinte figuras públicas, entre personalidades del medio artístico ("luminarias" dicen que les llaman) como OV7, Tatiana, Paty Cantú, Motel y Belanova; alguno que otro atleta -el Místico luchador y el portero del Guadalajara Luis Alberto Michel (porque el Cuau andaba grabando su soberbio debut actoral en la telenovela Triunfo del Amor)-; escritores renombradísimos como Jordi Rosado, culpable junto con Gaby Vargas de los libros Quiúbole con... para chavas y Quiúbole con... para chavos, el imprescindible Mariano Osorio y, de pasadita, actores verdaderamente buenos y serios como Luisa Huertas y Héctor Bonilla.
La idea detrás de tanto esfuerzo civilizatorio de las empresas es lograr lo que nadie nunca ha logrado (una meta que, a veces, me pregunto si de veras es tan apremiante lograr): la transformación de México en un país de lectores, inspirando a los niños y, sobre todo, a los papás de los niños (como diría Chabelo) a que desde chiquillos les metan la letra, que con sangre entra, y así se enamoren de tan edificante actividad. La campaña enfatiza que leer es algo chido, algo cool; que resulta endemoniadamente divertido y está in; que (y esto me lo saco de la manga de mi libérrima interpretación) resulta un efectivo medio para hacer amigos/as, ser admirado/a, respetado/a; y, además, que es un entretenimiento muy, pero muy familiar. Digo, es bien sabido que la lectura -de lo que sea, dónde sea, cómo sea, entendiendo o no lo que se lee, comentándola u omitiendo su comentario, disfrutándola o padeciéndola- impulsa la comunicación y la cohesión familiares; que es, sin lugar a dudas, intrínsecamente beneficiosa y que, a todas luces, leer es (mirénse nomás en el espejo de los OV7) sencillamente eloquecedor. ¿O no?
Pues, la mera verdad, eso de que hay que leer a fuerza -aunque se maquille dicho objetivo con argumentos educativos y desarrollistas de toda índole (y vaya que esta campaña emplea mucho maquillaje)-, eso de leer como una obligación que "obligatoriamente" ha de ser placentera, me parece una barbaridad. Tan lugar común ha sido desde hace siglos que la lectura -¡virtuosa lectura!- ilustra, libera, ennoblece, transforma, cultiva, motiva y demás, como lugar común es hoy en día que hacer leer por decreto desde arriba o por artimaña publicitaria desde abajo supone embarcarse en una travesía que no llegará a buen puerto. Convertir a la lectura, por imposible que parezca, en un vil producto que se vende con el gesto seductor de quienes también "anuncian Colgate o agua embotellada o desodorante o shampoo" (Argel Corpus, dixit), mercadearla como "lo más divertido del mundo" y centrar su relevancia en una apología cursi (muy culta, eso si) de la familia me parece que le restan especificidad, sustancia y sentido a esta práctica.
La gente de a pie como yo (no las celebridades del Consejo de la Comunicación) lee debido a todo tipo de motivos que, en ocasiones, poco o nada tienen que ver con pasársela bomba, ser popular o integrar a la familia. Supongo que en los motores de la lectura mucho influyen a lo que uno se dedica y cómo se gana la vida: el hecho de que yo haya escogido estudiar Sociología y luego Antropología y de que haga traducciones freelance, entre otras cosas, me tiene lee que lee desde hace casi dos décadas. Leer, como tantísimo en la vida, es cuestión de gusto y aptitud, de filias y fobias, de afinidades electivas. Incluso me parece que leer es una suerte de vocación y, como tal, no debiera imponérsele a nadie. Leer no es manda pues.
Una gran falacia de esta campaña es afirmar que leer es sinónimo inequívoco de diversión y que si uno quiere divertirse, muy culta y sanamente, lo mejor que puede hacer es aferrarse al libro más próximo y no soltarlo bajo ningún concepto. Leer, estimado Consejo de la Comunicación, debido a las causas más extrañas, puede tornarse en una completa pesadilla o en la cosa más aburrida del planeta. Si bien lectura y placer tienen vínculos estrechos, el segundo no agota a la primera. Leer también duele, angustia, incomoda, indigna; algunos libros levantan pasiones sombrías y por eso, dirían los censores, corrompen el alma.
Uno se obsesiona, por ejemplo, con Julio Cortázar y sospechosamente sustrae todos sus libros de la biblioteca del padre (lugar a donde nunca los regresa); uno se engolosina con Kurt Vonnegut o Angela Carter y luego anda penando por las librerías en busca de sus novelas en inglés; uno se pone a leer a Paul Auster o a Simone Weil o a Clifford Geertz o a Roberto Bolaño y se le olvida la montaña de trastes y ropa que tiene que lavar con caracter de urgencia, lo cual, previsiblemente, desata las culpas más abrumadoras; uno gime y llora y duerme con la luz prendida durante semanas porque leyó Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano o El diario de Ana Frank o A sangre fría de Truman Capote o El corazón delator de Edgar Allan Poe (imagínense: por eso no leo a Lovecraft). A veces leer implica una especie de tortura (gozosa, eso que ni que), un suplicio que tiene sus merecidas recompensas: leer a Foucault o a Wittgenstein o a Shakespeare o a Barthes para disfrutar su impecable estilo y brillantez es una escabrosa misión en la que muy bien se pueden emplear los 20 minutos de lectura al día que la campaña sugiere, pero mantenidos disciplinadamente durante varios años. La lectura también es una responsabilidad, un compromiso: al menos para los sociólogos, hay que chutarse a Luhmann y Habermas aunque sea nomás por esprit de corps y como traductora me he visto forzada a leer cada cosa... Y cuando se lee no se puede asegurar que al dar vuelta a la última página de un libro la experiencia beatífica de la lectura estará cómodamente sentada, esperando al final del camino para abrazarnos alborozada: ahí tienen mi horrible experiencia con La metamorfosis de Kafka, El túnel de Sabato y Aura de Fuentes, textos que odie con todo el corazón (y cuya segunda lectura no estaría nada mal).
Leer cualquier cosa, sin ton ni son, siguiendo una mera consigna mediática -¡qué ironía!-; leer así nomás, porque no tiene madre, demerita la complejidad de esta práctica, al igual que leer sólo en función de buscar lo "divertido" anularía buena parte del complejísimo repertorio de causas y efectos de la lectura: si no me divierte, por las razones que sea, La historia del ojo de Georges Bataille o la Breve Historia del Tiempo de Stephen Hawking o, ya en un arrebato de exigencia enajenada, La historia interminable de Michael Ende, ¡pues al carajo! A leer el TV Notas o la Quién se ha dicho, que esas si entretienen.
Leer porque Pedro Ferriz sostiene que lo "mantiene en sintonía", porque Francisco Javier González asegura que es "el mejor deporte" o porque Eli Guerra presume: "es mi estilo", me parecen motivaciones superficiales y hasta tontas para hacerlo. Encima, si me pusiera muy mamona podría decirle a los/as famosos/as que prestan su imagen para esta campaña que hasta que no se lean Infinite Jest de David Foster Wallace, completito y en inglés, eso de andar recomendando (indirectamente) la saga Crepúsculo de Stephenie Meyer es una grosería. El problema (¿o ventaja?) es que muchísima gente algo hallará de atractivo en la campaña y llegará a quién sabe que tipo de literatura con quién sabe que resultados. Total, el caso es que lean a lo güey. Lo de más es lo de menos.
Después de tanto choro mío, mejor concluyo este post con las palabras de alguien que si sabe acerca de las problemáticas referidas a la promoción de la lectura, Juan Domingo Argüelles, un auténtico experto en libros y lectores:
Lo que hay que conseguir es que el libro deje de ser un simple fetiche de los discursos nobles y regrese a la conversación. Pero no a la conversación del jueguito intelectual sabiondo, sino a la charla natural en el mejor sentido socrático. El libro es artificio, es decir elaboración; la plática y la reflexión, que suscitan dudas, son potencias naturales que el libro puede enriquecer, pero que no se producen únicamente por el libro en cuyas páginas, como dijera Ortega y Gasset, lo que hay es cenizas de la llama original del pensar y el sentir.
Hacer de la lectura un detonante del diálogo y el pensamiento en todas las trincheras de la vida me parece mejor opción; claro, es una opción mucho más compleja de implementar que simplemente andar incitando a la gente para que lea porque algunas estrellas de la televisión dicen que es padrísimo hacerlo...