Llueve y hace sol, llueve y hace sol... y así. Hoy estuvo un poco más soleado el día, por lo que salí a dar una vuelta en el barrio. Me impresiona cuantas bicicletas hay en Berlín y, sobre todo, que a ningún ciclista alemán parece importale demasiado su seguridad: sólo los muy jóvenes o los muy viejos llevan casco. Aún no he visto ni una triste codera o rodillera. Las bicis pasan a toda velocidad igual por la calle que por las banquetas; rara vez hacen sonar sus campanitas y ciertamente no respetan sus carriles. Creo que aquí es más fácil que a uno lo atropelle un ciclista que un automovilista.
Y luego está lo de las pelusas blancas esponjosas que flotan despreocupadas por la ciudad. Como si fueran pizcas de nube que el viento ha desgarrado, se le meten a uno en la boca y los ojos a la menor provocación. Me recuerdan las bolas de pelo de gato, como volátiles ovillos de algodón, semillas aéreas que algún árbol, de esos que sólo florean en primavera, suelta en cantidades industriales (quiero tomar una foto de cómo invaden las calles y de cuán bonito se ve cuando lo hacen). Como si fuera escena de bosque encantado en plena ciudad, nada más falta que aparezcan en una esquina, montados en sendas bicicletas, un hada urbana y un fauno citadino.
***
Así como explorar otros caminos espirituales lo lleva a uno a enamorarse más del propio, la condición de extranjería, aunque con fecha de caducidad, ya me está haciendo revalorar el terruño. Al principio no me importaba no entender absolutamente nada de nada, pero eso ahora contribuye a crear distancias, a hacerme sentir como lo que soy: una extraña en un país que no es el mío. Claro, uno siempre puede hablar en inglés y hay muchas formas de hacerse entender. Tal vez el problema no sea la barrera del lenguaje, porque, como al destartalado y famosísimo Muro, con ingenio se le pueden abrir boquetes comunicantes. A lo mejor el problema son mis muy oxidadas habilidades sociales. Pero a esas siempre se les puede dar una aceitadita...
Así como explorar otros caminos espirituales lo lleva a uno a enamorarse más del propio, la condición de extranjería, aunque con fecha de caducidad, ya me está haciendo revalorar el terruño. Al principio no me importaba no entender absolutamente nada de nada, pero eso ahora contribuye a crear distancias, a hacerme sentir como lo que soy: una extraña en un país que no es el mío. Claro, uno siempre puede hablar en inglés y hay muchas formas de hacerse entender. Tal vez el problema no sea la barrera del lenguaje, porque, como al destartalado y famosísimo Muro, con ingenio se le pueden abrir boquetes comunicantes. A lo mejor el problema son mis muy oxidadas habilidades sociales. Pero a esas siempre se les puede dar una aceitadita...