Hoy hace una tarde hermosa, justo como más me gustan: mucho sol, mucho viento y luminosidad. De esas tardes en las que uno debiera estar afuera, disfrutando del universo en todo su esplendor. Pero no: heme aquí, frente a la pantalla, elucubrando. Y todo porque la vida virtual se convierte, por decisión o circunstancia, en una segunda naturaleza de primerísimo interés. Y todo porque la vida virtual -sin sol ni viento- posee sus fatales encantos, que mucho semejan la seducción (ay, tan engañosa...) de cualquier droga. El rush de conectarse para no perder detalle alguno de lo que "sucede" en esos munditos telarañescos que son las redes sociales; la necesidad imperiosa de "hablar" con X o Y, de compartir, comentar, confesar, sin que medien más que letras, tal vez imágenes, sin comprometer miradas o roces. El hechizo de la vida virtual hace creer que se minimizan los riesgos de la cercanía, cercanía imaginada, deseada, esencialmente aparente: estar y no estar; querer y no querer; verse y no; ver sin ser visto; develarse y esconderse; lanzar botellas al mar ilusorio de los bits and bytes con mensajes que serán o no descifrados, que llegarán o no a su destino, todo al mismo tiempo. Porque quienes en realidad están cerca te miran a los ojos.
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