Supongo que he tenido suerte. Lo digo porque nunca me han manoseado en el metro; nunca he sido víctima de violencia física ni sexual; nunca nadie me ha acosado. Aunque tampoco he sido completamente inmune a la violencia patriarcal que parece permearlo todo: por supuesto que perfectos extraños con harta iniciativa se han sentido con el derecho de susurrarme guarradas al oído en plena vía pública (¡qué ricas tetas, mami! y otras joyas de la poesía callejera). Me han arrimado el camarón, así de vulgar y casual como suena, en más de una fiesta para luego hacerse los desentendidos y fingir demencia. Un par de señores casados me han enviado, de la nada, correos electrónicos con propuestas sexuales (el viejo truco de: mira que lindas fotos eróticas me encontré. ¿No se te antoja coger conmigo?). Tuve una relación de pareja con un macho alfa en la cual hubo violencia psicológica y emocional. Diez años después me di cuenta de que era gaslighting: él insistía en que yo era causante directa de absolutamente todo lo malo en nuestra relación, mientras que minimizaba y negaba sistemáticamente su parte de responsabilidad, además de repetirme hasta el cansancio que yo nunca lavaba la ropa, trapeaba el piso, ni cocinaba tan exquisitamente como su mamá sí lo hacía. ¡Plop!
Pensándolo mejor, tal vez no haya sido cuestión de suerte, sino de privilegio. Fue un privilegio que ningún señor con iniciativa y lengua larga me siguiera durante cuadras y cuadras (tal vez porque yo siempre he sido más alta que ellos). Fue un privilegio haber hecho caso omiso de los señores de camarón distraído y autónomo porque tenía los medios para largarme de cualquier lugar a cualquier hora sin ponerme en riesgo. Fue un privilegio desestimar, con la mano en la cintura, propuestas sexuales de señores casados y responder en tono irónico a sus mamadas porque hacerlo no implicaba perder mi trabajo ni vulnerar mi estabilidad económica. Fue un privilegio haber podido mandar a la verga al ahora ex-machín, sin consecuencia alguna, cuando me dijo que era desobediente, floja y voluntariosa (¡la gota que derramó el vaso!) gracias a que yo era la principal proveedora en esa relación. Y a que, en efecto, soy una voluntariosa de lo peor.
Pensándolo mejor, tal vez no haya sido cuestión de suerte, sino de privilegio. Fue un privilegio que ningún señor con iniciativa y lengua larga me siguiera durante cuadras y cuadras (tal vez porque yo siempre he sido más alta que ellos). Fue un privilegio haber hecho caso omiso de los señores de camarón distraído y autónomo porque tenía los medios para largarme de cualquier lugar a cualquier hora sin ponerme en riesgo. Fue un privilegio desestimar, con la mano en la cintura, propuestas sexuales de señores casados y responder en tono irónico a sus mamadas porque hacerlo no implicaba perder mi trabajo ni vulnerar mi estabilidad económica. Fue un privilegio haber podido mandar a la verga al ahora ex-machín, sin consecuencia alguna, cuando me dijo que era desobediente, floja y voluntariosa (¡la gota que derramó el vaso!) gracias a que yo era la principal proveedora en esa relación. Y a que, en efecto, soy una voluntariosa de lo peor.
En un sistema diseñado para que las mujeres siempre tengamos todas las de perder, casos como el mío claramente son la excepción y no la regla. En un sistema que nos ha enseñado desde niñas a callar y a complacer, el silencio es instrumento de dominación. Es un arma poderosa para mantener las cosas tal y como están, para que las mujeres soportemos sin quejas, nos sacrifiquemos y autoculpabilicemos como forma de vida, carguemos responsabilidades ajenas. Silencio forzado o voluntario, no importa: el silencio -y se ha dicho ad nauseam, ¡caray!- alimenta la impunidad, perpetúa la violencia, impide la justicia. Negarle voz y validez a quienes sufren o han sufrido violencias es una doble invisibilización: de la víctima y de la violencia en sí misma. Por eso calladitas nos vemos más bonitas. Por eso hay que hacer como que aquí no pasó nada y listo. Por eso mejor no decir ni una palabra de esto a nadie. Porque hablar echa luz sobre aquello que los perpetradores de la violencia preferirían dejar a oscuras, no vaya a ser que se les empiece a desmoronar su poder, que tengan que responsabilizarse plenamente por lo que dicen y hacen. Que tengan que pedir disculpas y tratar de resarcir daños.
Eso es justo lo que pasó con la más reciente ola de #MeToo en Twitter. Es lo mismo que pasó con #MiPrimerAcoso en Facebook en 2016. A las mujeres se les ocurrió la peregrina idea de hablar. Tuvieron la osadía de hacerlo y que se desata el horror. Horror por los testimonios que contaron, por la recurrencia de los patrones de violencia, por el cinismo institucional y su complicidad, por la vulnerabilidad de las víctimas. Horror por las descalificaciones a diestra y siniestra: que si las denuncias falsas, que si las venganzas gratuitas, que si la presunción de inocencia y el debido proceso y la vía legal, que si la difamación y los chantajes, que si las mujeres son unas exageradas, que si están locas o ardidas. Por Dios, señoras crueles: ¡no le arruinen la vida a los hombres! Horror por varias disculpas públicas que más bien suenan a autojustificaciones narcisistas (déjenme decirles lo que en realidad pasó...). Las prioridades y preocupaciones de los hombres al centro. Las mujeres y sus voces qué.
Una y otra vez se le pide a las mujeres, en redes sociales y fuera de ellas, que pongan el bienestar de los hombres -y sus deseos, placeres, intereses, gustos, proyectos, carreras, expectativas, sueños, vidas- por encima de su propio bienestar, como históricamente se nos ha exigido que hagamos so pena de abandono, castigo o muerte. Por eso no debería sorprenderme la incapacidad sistemática de algunos hombres para reconocerse a sí mismos como violentadores, para contemplar en sus mentes machinas la posibilidad -para ellos remota, inconcebible- de hacer daño o de haber hecho daño, con o sin intención de hacerlo. Su incapacidad para escuchar y ya. No debería sorprenderme la imperiosa necesidad de algunos de blandir palabras y acallar voces para defenderse a sí mismos y a otros, de restituir su estatus mancillado inmerecidamente a través del monopolio de la voz, de ser el único centro de atención. Bueno, y todo esto dándoles el beneficio de la duda: si a alguien ha maleducado el patriarcado ha sido a los propios hombres. Porque, en una de esas, lo que el #MeToo revela es que algunos señores masculinos singulares no pueden soportar el derrumbe, a plena luz del día, de quienes nos han dicho que son: hombres deconstruidos que lavan trastes, cambian pañales, cuidan niñes, no piden ni comparten nudes, no usan palabras como “zorra” o “perra”, no engañan ni explotan a su pareja, no abusan de niñas ni mujeres, ¡brillantes aliados feministas! Tal vez estos y otros hombres no soportan que sus muy conscientes, premeditadas y alevosas cabronadas hechas en privado irrumpan en el espacio público. Que sus crímenes, pues, tipificados o no, sean expuestos. En suma, no debería sorprenderme la fragilidad de sus masculinidades.
Y justo en medio de esta marabunta, ocurre lo impensable. El músico Armando Vega Gil se suicidó la madrugada de hoy. En su cuenta de Twitter, Vega Gil dejó una carta explicando sus motivos. Expresó de manera contundente que su decisión de suicidarse fue voluntaria, consciente, libre y personal. Advirtió que nadie debía ser culpado o culpada por su muerte. Aún con estas salvedades de por medio, hay personas que hacen una lectura causal, simplista y hasta perversa de esta decisión: Vega Gil fue acusado injustamente de acoso y por eso se suicidó.
Ayer la cuenta de Twitter @MeTooMúsicosMexicanos (desaparecida por breve tiempo y renombrada hace unas cuantas horas como @metoomusicamx) publicó el testimonio de una mujer que narra cómo, en algunos de sus encuentros pasados con Vega Gil y a sus 13 años, le parecieron incómodas las miradas que un hombre de 50 le lanzaba. Cómo el músico hacía comentarios sobre su cuerpo adolescente que a ella le desagradaban. Cómo Vega Gil le escribió que quería enseñarle a besar. Cómo lo que él le escribía cada vez tomaba connotaciones sexuales más evidentes. Hasta que ella lo bloqueó. En su última misiva, Vega Gil dice que esta acusación es falsa. Hace de su muerte una radical declaración de inocencia. Pide disculpas a las mujeres que incomodó con palabras o actitudes machistas. Da por hecho que su vida, después de esta acusación, está acabada. La terrible paradoja es que ambas narrativas pueden convivir, pueden ser ciertas a la vez. Vega Gil puede haber estado genuinamente convencido de no haber dañado a la mujer que lo acusa, pero esta certeza suya no le quita a ella haber vivido su experiencia con él como violencia.
El suicidio de Vega Gil, dicen, mató al #MeToo mexicano. Vaya argumento falaz y oportunista. Como marca la costumbre patriarcal, se responsabiliza a una mujer por la decisión que tomó un hombre. Se culpabiliza a todo un movimiento de mujeres porque un hombre optó por suicidarse, en pleno y libre derecho de disponer de su vida como mejor consideró. En el fondo, quienes arguyen que el suicidio de Vega Gil mató al #MeToo mexicano están mandando un mensaje claro. Que la integridad de los hombres está por encima de lo que las mujeres experimentan como violencia. Que toda acusación puede y debe ser legítimamente desestimada porque resulta potencialmente homicida. Que los hombres valen más que todos los dolores y agravios que padecen las mujeres. Que mejor nos quedemos calladas y dejemos de andar chingando.
Qué vergüenza que haya gente que se busque mártires donde no los hay para justificar sus mezquindades. Qué vergüenza que el suicidio de Vega Gil se esgrima como prueba irrefutable de que #MeToo sólo busca esparcir mentiras a costa de la reputación de los hombres, de su vida incluso. De que #MeToo sea, supuestamente, un cúmulo de revanchas inmotivadas, una vil cacería de brujas. La ironía en este dicho es involuntaria: brujas las mujeres y hombres que otros hombres quemaron en la hoguera durante siglos, no los hombres que se escudan tras una situación trágica para evitar, a toda costa, que se hagan visibles las violencias en las que incurrieron o siguen incurriendo aunque no las hayan vivido ellos mismos como violencias, ya sea por ingenuidad, conveniencia, costumbre, pendejez o, de plano, maldad. Para evitar mirar hacia dentro y hacer un verdadero examen de conciencia. Para que todo siga igualito a como está: un sistema diseñado para que las mujeres siempre tengamos todas las de perder y, encima, se nos eche la culpa de ello.
7 comentarios:
Muy atinada tu visión Monserrat; es evidente que se buscarán causales que mantengan protegida la reputación de quien, no sólo se dejó avasallar por lo que pudiera juzgar la opinión pública sino por su propia conciencia. Es tan tenue la separación entre lo que es "natural" y lo que es ofensivo, humillante para la mujer y a los ojos de los demás, distinto a como sucede en la intimidad; es una mujer la que lo acusa, quién podría segurar que no hubo otras que permanecen aún calladas. Que bien que existen otros razonamientos que dan mayor claridad al asunto que no es ni negro, sino llenos de tonalidades grises.
Excelente tu reflexión, muchas gracias.
¡Me alegro mucho de que no te hayas aguantado las ganas de escribir este texto!
Oye mujer, ¡qué brillante eres!. Has escrito claramente, con las palabras adecuadas lo que yo solamente he podido medio explicar entre insultos y burlas porque tengo la tripa echa nudos de coraje. Pensaba cerrar el Face por tanta mamada que anda por allí respecto del tema; pero gracias a ti, lo dejo abierto y difundo tu texto. Un abrazo.
Qué alivio leerte.
Muchas gracias por sus comentarios. ¡Saludos!
Gracias, tu texto que es muy claro de principio a fin , me hace sentir que, las mujeres ni debemos de quedar calladas antr nada ni nadie!
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