Según puedo recordar, en la tapa de este libro aparece la cara de un mujer joven, con cierto aire de niña, rodeada de flores e insectos; esta imagen, que miraba y miraba cada vez que la ocasión así lo permitía, me provocaba curiosidad, primero porque "la niña de los insectos", como empecé a llamarla, parecía sacada literalmente de un pasado remoto (el sepia del retrato, supongo, fraguó esa impresión) y segundo porque nunca entendí las razones por las cuales una oruga y unas abejas que parecían polillas enmarcaban la foto avejentada (ahora, con el libro en las manos, veo que la imagen también incluye una mariposa y hasta un angelito que pinta un corazón, detalles que había olvidado por completo).
Ocho palabras custodiaban esta imagen y cuatro de ellas dieron vueltas y vueltas en mi cabeza durante algunos años: Ada o el ardor. El nombre propio no era causa de extrañeza, pero la palabra que le sigue -ardor- siempre desató una letanía de preguntas: ¿le arde algo a Ada? A lo mejor un raspón o un piquete de una de las abejas que la acompañan. Pero, ¡si parecen polillas y esas no pican! No, eso es imposible porque el libro no se llama El ardor de Ada. Entonces, ¿de qué ardor se trata? ¿A quién le arde qué? Y, ¡válgame el cielo!, ¿por qué hay que elegir entre Ada y un ardor indescifrable (recuérdese la disyuntiva que el "o" introduce)? Si hay que escoger, pues me quedo con Ada porque, ¿qué demonios es este ardor y, sobre todo, qué demonios tiene que ver con la niña de los insectos?
Al cabo de una semana, mi amigo -lector voraz- devolvió el libro y cuando le pregunté si le había gustado dijo que si. "Mucho", dijo, "es más: muchísimo", enfatizó. Aunque el apellido "Nabokov" yo lo equiparaba en aquél tiempo a una especie de viejillo raboverde que acosa niñas (que le dan tres vueltas, lolitas al fin), pensé que no estaba de más echarle un ojo a la famosísima novela: según yo, no tenía la más mínima intención de leer un libro cuya temática era tan escandalosa (además, pasaba entonces por una etapa de lectura cien por ciento cortazariana en mi pseudoecléctica y, ¡ay!, tan limitada (de)formación literaria). Pero después de revisar la primera página, mi opinión sobre Lolita cambió dramáticamente. El prejuicio se desvaneció con solo unos párrafos y no pude parar de leer las falsas memorias del ficticio Humbert Humbert.
Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.
Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.
¿Tuvo Lolita una precursora? Por cierto que la tuvo. En verdad, Lolita no pudo existir para mí si un verano no hubiese amado a otra... «En un principado junto al mar.» ¿Cuándo? Tantos años antes de que naciera Lolita como tenía yo ese verano. Siempre puede uno contar con un asesino para una prosa fantástica.
Señoras y señores del jurado, la prueba número uno es lo que envidiaron los serafines de Poe, los errados, simples serafines de nobles alas. Mirad esta maraña de espinas.
Cuando di la vuelta a la última página de Lolita y finalmente cerré el libro que con tal urgencia y ardor había devorado, me vino a la mente una imagen: ¡la niña de los insectos! ¡Ada! El primer fin de semana que pude fui a comer con mis papás. Después de la inescapable sobremesa corrí al estudio, entré y ahí estaba la Ada de Nabokov, tan disponible y a la vista como la recordaba. La sustraje del estante (o de la mesa o de la cima de una pila de libros) donde la había visto reposar durante tantos años y me la llevé a casa bajo el brazo, lo que dió inicio a una etapa de lectura cien por ciento nabokoviana. A Ada le sigió la soberbiamente fantástica y desquiciadamente creativa Pálido Fuego y después mi gusto por Nabokov se desbordó con Pnin; El ojo; Rey, Dama, Valet; La verdadera vida de Sebastian Knight; una segunda lectura de Ada; La defensa; y Habla, Memoria, más todas sus novelas que me faltan por leer.
Desde que el lector empieza a recorrer el viaje al pasado que la novela plantea, una sensación de añoranza lo invade. "Nuestros recuerdos son más o menos estilizados", dice Nabokov a través de sus personajes y en esta novela construye, a partir de esos recuerdos, una estilizada filigrana de sentimientos, ambientes e impresiones sobre el contundente y también sutil paso del tiempo que cautivan al lector de inmediato. Nabokov claramente toma elementos prestados su propia autobiografía -Habla, Memoria- para construir la trama de Ada.
Ada o el ardor es la historia de amor interrumpida (y largo tiempo prolongada) entre la Ada del título -la niña de los insectos- y su Van, claramente el alterego del autor: escritor, poeta, amante febril, acróbata e intelectual ruso en el exilio americano. Ada y Van, eternos enamorados, primos hermanos muy cercanos, ya ancianos leen el manuscrito de lo que será la autobiografía de Van y comentan al calce sus impresiones en un diálogo que hace las veces de narrador fuera de la historia. Ésta comienza cuando, de niños, comparten los veranos en Ardis -la idílica casa de campo en el inexistente Ladore propiedad de Daniel Veen, padre de Ada y tío de Van- junto a la pequeña y curiosa hermana de Ada, Lucette, y a la madre de ambas, Marina Veen, actriz excéntrica y frívola que recuerda a las divas del cine mudo. Nabokov entremezcla el despertar sexual precoz de los niños con las referencias literarias, los viajes y pasatiempos de su propia infancia. A Ada le presta su afición por la entomología y la botánica; a Van, sus preceptores rusos; a Lucette, su perfecto francés. Al descubrir la razón que prohibe su amor, los adolescentes se separan para continuar su relación a través de cartas: Van desde sus incursiones al selecto burdel Flor Amor y sus correrías con Cordelia y Ada desde el desierto tras casarse con Andrey Vinelander, petrolero ruso-texano. Décadas de correspondencia y el deceso de todos sus familiares anteceden el reencuentro final de Ada y Van, quienes hallan su amor intacto, aunque matizado por su vejez.
Narrada con una fluidez y humor inusitados, a lo largo de sus casi 500 páginas Ada o el ardor es una verdadera delicia. Comparada necesariamente con Lolita por las ninfetas que protagonizan ambas novelas, he de confesar que Ada me gusta mucho más. Tal vez porque la vinculo a un misterio de infancia que afortunadamente se resolvió a su debido tiempo: el significado del ardor que tanto me cuestioné de niña.
-¡Vas a enseñármelo inmediatamente!- dijo Ada, con autoridad.
Van se despojo de su improvisado kilt. Y Ada cambió en seguida de tono.
-¡Dios mío!- murmuró, como un niño que habla a otro niño. -¡Está todo desollado, en carne viva! ¿Te duele? ¿Te duele mucho?
El suplicó: -¡Tócalo, pronto!
-¡Van, pobre Van!- siguió ella, con la vocetita que emplean las niñas buenas para hablar a los gatos, a las orugas, a los perritos. -Estoy segura de que eso te quema. ¿Crees que te aliviarías si te lo tocara?
-¿Que si lo creo? ¡Puedes apostar!
-Mapa en relieve: los ríos de África- dijo la pedantilla. Su índice remontó el Nilo Azul, hasta las selvas, y luego volvió a seguir la dirección de la corriente. -¿Y esto? El sombrerete del champiñón rojo no es ni la mitad de suave. De veras (en un tono intrascendente), me recuerda una flor de geranio, o, mejor, de pelargonio.
-¡Dios mío, ya estás con la botánica!
-¡Ay, Van, Van, ese fruto me gusta! ¡Francamente me gusta!
-¡Apriétalo entonces, tonta! ¿No ves que me muero?
1 comentario:
yo estoy leyéndo Ada o el ardor cuidadosamente desde hace bastante tiempo ya que lo has leido más de una vez me gustaria que me ayudases a encontrar respuesta a mi duda sobre cómo Navokov hace referencia a hechos no acontecidos aun en la época y la razon de esto, si quieres puedes contestarme en mi blog, me ha sido muy dificil llegar al tuyo, gracias.
Publicar un comentario