Sábado 17 de abril de 2010, 8:27 pm
Este es mi último día en Venecia. Tiziana, la organizadora del Congreso que me trajo a esta ciudad de palacios y canales, me dijo ayer que desde las 2pm de hoy estaba contemplado abrir las puertas del aeropuerto Marco Polo, fuera de servicio durante varios días debido a las fumarolas del Eyjafjallajökull, un volcán islandés que ha causado quebraderos de cabeza en toda Europa. Decido ir al Marco Polo por agua y no por tierra para tomar mi avión a Barcelona y espero bastante tiempo en la parada flotante a que llegue el Vaporetto de la Linea Rossa: está nublado y llueve, por lo que mi despedida de Venecia resulta un poco melancólica. La travesía del Vaporetto me lleva de pasadita por Murano y luego por la laguna Veneta. Al llegar al aeropuerto lo encuentro inusualmente vacío: voy directo al mostrador de Alitalia y la chica que lo atiende me dice que es posible que haya vuelos hasta el próximo jueves. ¿¡Qué?! ¿¡Próximo jueves!? ¡¡¡Pero si yo vuelvo al DF ese mismo día!!! Le pregunto cuál es la mejor opción para regresar a Barcelona y sin dudarlo dice que ir a la terminal de Mestre, tomar un tren a Milán para luego tomar otro tren que cruce Francia y me lleve a España. Me cargo el backpack de 15 kilos y me hago a la idea de un largo y cansado regreso a Barcelona...
9:32 pm
El bus de la Actv que tomé en el aeropuerto me ha dejado frente a la estación de trenes de Mestre. La taquilla está cerrada (¡maldición!), pero hay una larga fila ante la puerta de cristal bajo el letrero "Informazioni". Una adolescente atribulada se queja de que ha olvidado en la estación una mochila rosa con una computadora portátil dentro, pero la mayoría de quienes estamos ahí solo queremos saber cuándo abrirá la biglietteria. Finalmente llego al escritorio de un italiano muy mal encarado, harto de tantas quejas, supongo, y le planteo una vital pregunta: ¿cómo llego de aquí a Barcelona? Consulta algunos datos en su computadora y escribe garabatos en un papel. Si, efectivamente hay un tren de Mestre a Milán y otro de Milán directo a Barcelona. Ufff, ¡qué alivio! El enfurruñado italiano me dice que el primer tren sale a las 5:35 am del día siguiente y que la biglietteria está abierta desde el cuarto para las cinco. O sea que tendré que dormir en Mestre, ¿no? Le pregunto si conoce algún hostal cerca y apunta un dato más en el papel: Hotel Giovannina. Me despacha con rapidez porque la fila es nutrida y cierran a las 10pm.
Al salir de la oficina de información me abordan dos chicas belgas: quieren saber cuándo abre la biglietteria, si hay o no trenes y yo les dijo lo que he escuchado. Parecen nerviosas y un poco decepcionadas de tener que pasar una noche más en Mestre. Les pregunto que donde se están quedando y responden al unísono: Hotel Giovannina. Salimos las tres de la estación y caminamos unas cuantas cuadras bajo la lluvia y el esporádico acoso de varios chavos que esperan -Dios sabrá que- reclinados en las paredes. Llegamos al Giovannina y le pregunto al dependiente (que me da la impresión de ser pakistaní) si tiene una habitación o, ya de perdis, una cama en alguno de sus dormitorios. Oh, miss, I'm sorry but we are fully booked... Y, ¿de veras no tiene nada de nada? ¿Nada, nadita? El recepcionista revisa la pantalla de su computadora y dice que, bueno, hay una habitación de 60 euros. ¡Zaz! ¿¡60 euros por una mísera noche tormentosa!? Cuando estoy a punto de decirle que me deje dormir en su diminuto lobby, una chica brinca del sofá en el que estaba sentada y me ofrece compatir esa habitación con ella. Es Sarah Nicole de (alguna ciudad) de North Carolina, US of A. Mientras presentamos nuestros pasaportes y nos disponemos a pagar el cuarto, me cuenta que lleva 4 meses de intercambio académico en Europa -there's culture everywhere you turn your head!- y que debe llegar a París para regresar con sus padres, que ahí la esperan, a (God Bless) America. Sarah Nicole lleva tres impresionantes maletas (llenas de recuerditos de la cultura europea, supongo) con unos identificadores en forma de zapato de tacón de piel de zebra. Subimos penosamente para instalarnos en la habitación -tres camas, un gran armario, un baño completo- y regresamos al lobby.
Cuatro muchachas de Culiacán, Sinaloa planean su salida de Italia y para ello acaparan la única computadora del Giovannina. Sarah Nicole no se despega del teléfono: su madre le advierte que llegar a París por tierra es casi imposible porque el sistema ferroviario francés está colapsado y que podrá viajar por aire tal vez en una semana, si todo sale bien. Una de las chicas belgas de la estación dice que su amiga (al celular, bajo la lluvia pertinaz en la calle frente al Giovannina, llorando inconsolable) y ella han tratado de salir de Mestre para volver a Bruselas por todos los medios: no hay trenes, no hay buses, ni siquiera autos en renta. Europa es un desastre de miles (luego supe que éramos millones) de pasajeros varados que han perdido sus vuelos debido a cientos (luego supe que más de 60 mil) de cancelaciones aéreas. Ese pinche volcán islandés de nombre impronunciable nos ha jodido a todos. Ante el caos, mejor irse a dormir que mañana será otro día.
Domingo 18 de abril de 2010, 4:15 am
No he podido conciliar un sueño profundo desde que me acosté: ¿y si no hay trenes a Milán? ¿Y si se me acaba el dinero? ¿Y si me roban la cartera? ¿Y si nunca salgo de Mestre? Y, sobre todo, ¿por qué tengo tanta comezón? Me levanto de la cama mientras Sara Nicole duerme el sueño de los justos: anoche me dijo que lo más probable es que regrese a Venecia para pasar ahí otra semana (pus, total, ya qué...) hasta que se restablezca el tráfico aéreo. Entro al baño y prendo la luz: pero, ¿¡que me pasó!? ¿¡Por qué parece que me han inyectado botox en la parte inferior del labio izquierdo!? 30 euros por una noche y tengo a bien escoger la única cama del cuarto infestada de pulgas, aaarrrgggghhh... Me cargo el backpack y me despido del Giovannina: espero no tener que dormir aquí de nuevo.
Llego antes de las 5am a la estación de Mestre y soy la primera en lo que, en unos minutos, se transforma en una larga cola de turistas cansados, desaliñados y preocupados. Abren la biglietteria: temerosa y torpemente pregunto al encargado -el labio inflamado me está matando y no me deja hablar muy bien que digamos- si hay boletos a Milán. Si claro, responde, en el tren de las 6:25 y se hacen dos horas de camino. ¡Perfecto! Compro mi boleto y me voy directito al andén, no sea que vaya a perder el tren. Éste llega muy puntual y sale casi vacío de Mestre: después de todo, parece que la terrible crisis de transporte europeo de la que todos se quejan no es tan grave como dicen. El tren pasa por Padua, Siena, Verona (¡maldición! Y yo sin poder bajarme para curiosear en cada una de estas tres ciudades. Me quedé sin ver "la tumba real" de los ficticios Romeo y Julieta...). Llegamos a Milán a las 8:28, ¡vaya puntualidad! La estación de trenes de Milán, esa si, es un verdadero mausoleo de mármol: parece museo más que estación.
Voy casi corriendo -mi movilidad con 15 kilos de peso extra no es muy ágil- a la biglietteria y la encuentro un total y monumental amasijo de gente. Las filas se extienden confusas por todos lados y me incorporo a una. Frente a mi hay una pareja de irlandeses: la mujer manotea y sacude al marido mientras éste lee indiferentemente el Daily Mirror. A mi izquierda veo a una familia hindú: el padre al celular explica que no sabe con exactitud cuando podrán llegar a Londres, la madre bosteza con cara de desvelo y hastío y sus dos hijos, con mochilitas al hombro, se entretienen empujando y cuidando cuatro maletas verdes. Despues de dos horas, el lento caminar de la fila me lleva finalmente al mostrador. Pregunto si hay trenes a Barcelona y un muy tranquilo y amable italiano (con tanto estrés en el ambiente, su estado es el de un auténtico santo o un monje zen) me dice que si... que hasta el próximo jueves. ¿¡Qué, qué, qué!? ¿¿¿¡¡¡Jueves!!!??? Si, jueves de esta semana por la mañana. No puedo quedarme en Milán tanto tiempo porque el jueves -cada vez lo dudo más- sale mi avión a México. Por primera vez en este viaje me invade una genuina desesperación. ¿Cuáles son mis opciones entonces?, le pregunto al sosegado italiano. Responde que ir a Ventimiglia, frontera con Francia, en el tren de hoy a las 5pm, y luego a Niza. Y de ahí quién sabe si haya trenes o camiones disponibles para llegar a Barcelona. ¿Qué hacer? Piensa rápido, que la fila apremia. Pues vayamos a Ventimiglia y luego a Niza, a ver qué me encuentro, le digo. Compro el boleto a eso de las 10am y a duras penas salgo de la apretujada biglietteria. Me preparo para sobrevivir 7 horas en lo que rápidamente descubro es el lugar más hóstil que hasta entonces había conocido (salvo, quizás, la terminal de camiones de Lázaro Cárdenas, Michoacán, donde estuve varada unas doce horas hace ya algunos años): la estación de trenes de Milán...
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