Hacia el final de los setenta todo era ingrávido. Al menos así lo recuerdo. La lámpara de vidriecillos de colores, suspendida del techo en una esquina de la sala; el mantel de flecos sobre la mesa del comedor. Mi madre y su paciencia infinita. Mi padre leyendo poesía. El afro trasnochado de la vecina y su pastel del Hombre Verde. El ventanal que daba al jardín, pequeño follaje trasero; el sol que pintaba de tenue verde su luz. Las bicicletas tiradas en el pasto. Los pantalones acampanados del colegio. Mis zuecos azules. La vista desde la azotea: sólo terrenos baldíos y horizonte. Recuerdo correr ligera por los tejados contiguos de cinco casas extrañamente unidas. El beso que le dí a ese niño en su cumpleaños, escondidos en la cochera. El papel tapiz de flores: su mismo ramillete, amarillo y quebradizo, repetido una y otra vez en las paredes de cada habitación. Lo único que tenía peso entonces era el mastodonte de la televisión de bulbos que sostenían cuatro patitas ridículas; su perilla redonda -clac, clac, clac, lenta y torpe- que apenas podía mover para cambiar los canales. ¿Qué habrá sido de ella?
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