El que se mueve no sale en la foto.
Fidel Velázquez
Desde que #YoSoy132 apareció en el panorama del activismo mexicano, sus integrantes tuvieron la certeza (que comparto plenamente, como escribí aquí) de que Televisa es un auténtico poder fáctico en México: mientra no transforme sus contenidos, el imaginario imperante de este país no cambiará. Y esta exigencia de cambio al Canal de las Estrellas y a sus secuaces no es cuestión electoral o política, ni siquiera coyuntural, sino una cuestión ideológica de fondo. En el más puro estilo del aparato de Estado althusseriano, Televisa cínicamente se ha dedicado a reproducir la desigualdad, la explotación y la ignorancia en las que se asienta el statu quo. Al visibilizar la cara más seductora (falsa, me temo, para la enorme mayoría) de este estado de cosas inamovible e invisibilizar cualquiera otra versión de la realidad mexicana, Televisa se alinea a la vieja frase priísta: el que se mueve no sale en la foto. Tras sus productos de entretenimiento, aparentemente inocentes y bien intencionados, no sólo se esconden los intereses comerciales de la empresa, sino una ideología -una forma particular de concebir el mundo y las relaciones en éste- que permite que tales intereses sigan siendo monstruosamente redituables. Y La Rosa de Guadalupe no es la excepción a esta regla.
Una suerte de serie dramática articulada en programas unitarios, La Rosa de Guadalupe se agarra del hecho de que en México tal vez gran parte de la población sea católica, pero pareciera ser que todos nacimos guadalupanos. Si hay un icono religioso -y hasta espiritual- quintaesencialmente mexicano es la Morenita. (Hasta yo tengo una imagen suya en la puerta de entrada a mi casa.) Representación del mestizaje, de la adopción del catolicismo por parte de los pobladores originarios de estas tierras, la Guadalupana es un símbolo de protección y devoción que atraviesa clases sociales, generaciones, niveles educativos y posturas políticas. La Virgen del Tepeyac es el corazón que aglutina buena parte del ser mexicano. Y por eso resultó verdaderamente astuta la idea de los creadores de La Rosa de Guadalupe de emplearla como hilo conductor para cada cuento cursi y moralino que narran.
Esta serie cuenta "historias de amor, desamor, esperanza, lucha e intriga, donde se abordarán temas como la prostitución, violencia intrafamiliar, drogadicción, entre muchos más" (dice la página de Televisa) y resulta "una telenovela compactada [ay, ¡nanita!] y contada a toda su intensidad en una sola hora; es un programa de divertimento familiar [¿neta? ¿no era de lloradera?], que nos permite emitir mensajes positivos, llenos de esperanza y de lucha" (dice la página oficial que por usar el término trata de blancas en la descripción de una de sus fotos me merece un profundo y total desprecio...). Sea lo que sea, La Rosa de Guadalupe busca abrir los ojos de sus televidentes a propósito de "temas sociales de actualidad", aunque de manera por demás chantajista y facilona. Generalmente el personaje protagónico -urbano (¿que México no es el DF nomás?) y en el marco de la familia (heteroparental, ¿a poco existen otras?)- atravesará por algún momento difícil del cual saldrá bien librado y fortalecido, gracias a la sutil pero decisiva intervención de la Guadalupana. La receta es infalible: todos reciben su merecido por las transgresiones cometidas, se arrepienten de manera sincera y después de unos cuarenta minutos de desdicha y drama están listos para vivir felices por el resto de sus días. Todos los personajes, en su mayoría adolescentes confundidos que buscan, muy en el fondo, el camino del bien, son mágicamente normalizados: tras coquetear con el crimen, las drogas, el sexo y/o el rock 'n roll, se dan cuenta de su error, aprenden su lección y voluntariamente vuelven al rebaño de la conformidad social.
No hablaré de lo obvio: las pésimas y hasta risibles actuaciones; el desarrollo, a veces inverosímil, de las historias; los valores de producción inexistentes; la narrativa repetitiva hasta el cansancio. El problema central de La Rosa de Guadalupe es pintar un país donde todo conflicto y problema se soluciona milagrosamente, sin esfuerzo y de la noche a la mañana; donde las instituciones -como los muy eficientes y honrados "detectives" de policía que aparecen tiro por viaje- funcionan a las mil maravillas y donde la "unión familiar", esa que se da con base en el respeto ciego a quienes llevan la batuta, es la única solución posible ante el desastre. El espacio para la contestación, para la crítica de fondo, incluso para la revuelta y la otredad no existe: las cosas, en el sentido más amplio del término, están bien como están -por eso hay que restituir toda conducta "alterna" a la normalidad lo más pronto posible- y cuidadito con quien se ponga a revolver de más el atole...
Desde 2008, Televisa ha transmitido La Rosa de Guadalupe y en sus casi 500 capítulos la fórmula trillada del milagro concedido parece no agotarse: el misterioso vientecillo de la virgen sigue dando tanto a protagonistas como espectadores un soplo de esperanza. Pero en un país que pasa por las desgracias reales que ahora pasa México, hacer de la creencia un vil gancho de rating, hacer de la fe un pilar del orden y de la "corrección" a todos niveles, me parece sencillamente perverso. No me extrañaría que, como escribieron ya algun@s tuiter@s (hasta hashtag mereció y se convirtió en trending topic), el próximo episodio de esta serie nos deleite con una historia de extravío y redención llamada Mi hijo es 132...
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