domingo, 11 de julio de 2010

La mitad de mi patria. De fútbol y otras cosas

Hoy, por primera vez en su historia, España ganó el Mundial. Y hoy, por primera vez en mi historia, salí a festejar un triunfo futbolero...

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He de reconocer que el fútbol ya no me desagrada tanto como antes. Mi (¿pasada?) aversión a este deporte (debida, en gran parte, a un ex que me torturó algún tiempo con su devoción al América) hizo que en el dichoso Facebook me uniera a un grupo que en el nombre lleva la penitencia: Yo odio el fútbol. Digo: sigo creyendo que las pasiones pamboleras se aprovechan y explotan maquiavélicamente y que la FIFA es una impresionante mina de oro gracias (entre otras cosas) a que no existen sindicatos de jugadores de soccer. Pero, muy a pesar de ello, me parece que el fútbol no tiene la culpa (si no el que lo hizo compadre) e incluso creo que, poco a poco, le estoy agarrando el gusto. En breve, esta nueva sensibilidad mía para con el balompié se debe a los golazos de Javier "Chicharito" Hernández en Sudáfrica y al 2-0 del más reciente Barça vs. Real Madrid, un gran partido que me tocó ver en Barcelona, en el mismísimo Bar Wembley, y que ganó el Barça para beneplácito de los apasionados parroquianos aficionados. Ahora que la Furia Roja es campeón del mundo -tras una victoria en el impecable juego contra Alemania y otra después de soportar el unfair play de la Naranja "Marránica"- se está fraguando mi reconciliación con el fútbol y, de paso, con la pequeña española que llevo dentro.


Parte de este histórico desapego pambolero mío tiene que ver (¡miren cómo se regocija el pequeño psicoanalista que llevo dentro!) con mi padre. No es que no le guste el fútbol: solo le enfadan sobremanera las hordas de palurdos que festejan los triunfos de "sus" equipos como si se hubieran ganado con sus propias lágrimas y sangre. Solo le molesta que los colores de una Selección Nacional sean el referente identitario más fundamental de los palurdos esos que se desgañitan y desgreñan en las plazas públicas... Uno hereda pues, hasta nuevo aviso, filias y fobias. Y también en ese otro histórico desapego mío, el de la mitad de mi patria, el de España, tuvo que ver mi padre.

Durante los últimos quince años me han preguntado repetidas veces por qué no estudié en el Colegio Madrid si soy hija de español (auto) exiliado en México. Como de plano no sabía qué decir, un buen día le hice esa misma pregunta a mi padre. Primero respondió que porque la mejor escuela es siempre la que está cerca de la casa. En septiembre de 1980 que entré a la primaria vivíamos en Mixcoac y por eso, dijo mi padre, me matriculó en el Colegio Williams. Pero resulta que en aquellos tiempos el Williams estaba justo frente al Madrid, separados solamente por la estrechísima Calle Empresa. Entonces, si ambos colegios estaban casi casi en el mismo lugar, ¿por qué uno y no el otro? Porque no quería, dijo mi padre, que tuvieras el síndrome del exiliado de segunda generación, que añoraras un país al que nada más habías ido de visita, que te sintieras ni de aquí ni de allá y me pareció mejor, dijo, una educación mexicanísima (que a final de cuentas no fue mexicanísima porque, para eso, mejor hubiera sido la Escuela Tabasco que estaba en la mismititita calle en que vivíamos, pero en fin...).

Y así, por años y años España fue para mi Las Meninas que había visto en El Prado; La Sagrada Familia y el Parque Güell en Barcelona; la Catedral de Toledo y la Alhambra de Granada; los versos de Antonio Machado, Miguel Hernández, Pedro Salinas y Federico García Lorca; las mondas de patata que comían, según me contaron, en casa de los abuelos después de la Guerra Civil; el Duero que pasa por Soria pura, cabeza de Extremadura y las zarzamoras que recolectaba en Tera, el pueblito de los veranos de mi padre. Y el fútbol... pues el fútbol era eso, como la política y la religión, de lo que mejor ni hablamos.

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Cuando Eli sugirió que fuéramos con su hijo Diego a ver el partido Holanda vs. España en casa de David y Vane me pareció excelente idea. Eso aprendí en este Mundial: el fútbol es un verdadero espectáculo, no solo un concurso de patadas, para compartir con los amigos (se me cae la mano de lo cursi que resulta esta perogrullada, pero ¡cuán cierta!). Y cuando dijeron: ¡de aquí a la Cibeles! pues la Furia Roja ya me tenía en su futbolero bolsillo. Una victoria muy merecida, muy justa; los españoles jugaron tan bien y con tanta paciencia -miren que aguantar los continuos codazos, jalones y patadas de las Naranjas Podridas- que así si dan ganas de celebrar. Además, ¿qué no soy 3/6 española? ¿Qué no me emociona que mi Madre (o más bien Padre) Patria haya ganado el Mundial?

Al llegar a la Cibeles nos encontramos a Carmen, querida amiga asturiana que lleva años ya de vivir en México. Sin perder tiempo tras el abrazo de felicitación, me puso una chamarra y una bufanda del Real Sporting de Gijón y me llevó de la mano, corriendo y saltando, a dar la vuelta mundialista. Aquéllo estaba completamente pintado de rojo y amarillo: corrían el vino y la espuma, retumbaban las vuvuzelas y la gente coreaba: el pulpo, el pulpo, el pulpo es cojonuuudooo... Carmen y yo seguimos brincando de grupo en grupo: había catalanes, valencianos y no faltaron las niñas vestidas de sevillanas. Había tambores y gaitas gallegas y gente, muchísima, de todas edades que de pronto empezó a cantar al unísono: ¡¡¡yo soy español, español, español!!!

Para qué negarlo: si, súbitamente, ahí entre la multitud, me sentí española. No fue una certeza de la cabeza: ésta se cree más mexicana que el mole. Fue algo así como una intuición del corazón, como un pertenecer sin causa aparente o motivo (y si en este punto del relato a alguien se le salen los ojos de todavía más cursilería será enteramente comprensible). El 50% de mi identidad genética rebotaba de emoción al sentirse parte de España, o de esa vaga idea que todos llamamos España, que aún no se qué significa exactamente en mi caso (y que, espero, pueda saberlo con los años). Me identifiqué con el gozo y el orgullo plenos que, más allá de las banderas y los escudos, de los acentos, del color de los ojos y de la piel, a todos embargaba por igual. La sangre me llamó y canté como seguramente ahora mismo siguen cantando millones en la mitad de mi patria. Yo también soy española...

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