martes, 13 de agosto de 2019

Del terrible agravio del glitter morado y otros agravios más punzantes

¿Cómo se hace para no caer en una provocación producto del glitter morado? Supongo que frente a esta brillante agresión, el señor Orta ha de haber tenido que ejercer una templaza extraordinaria para no aventarle lentejuelas a tan peligrosas provocadoras. No caer en provocaciones en este caso, ¿implica aguantarse las ganas de criminalizar a quienes protestan con brillantina? Parece que no, porque ya se abrieron varias carpetas de investigación. Ah, ¡qué justicia tan diligente y expedita cuando se trata de brishitos y vidrios rotos!

¿Por qué las instituciones -por no decir Claudia y Ernestina- se sienten en posición de contenerse y no actuar frente a sucesos que perciben como agravios? Supongo que porque piensan que el glitter morado (que no rosa, como se ha reportado) y los vidrios rotos merecen una respuesta contundente y, a todas luces, disciplinaria, ¿veá? Pero en su magnanimidad, se muestran benévolas al no caer en provocaciones. Pos, ¿qué estaban pensando hacer? ¿Darles lección, con dedito acusador y toda la cosa, a estas perniciosas mujeres? ¿Darles unas muy correctivas nalgadas a tiempo para, tal vez, prevenir insubordinaciones futuras? Otra vuelta las mujeres son las que necesitan corrección y no los pinches policías abusivos cuyo crimen inició todo este desmadre. Ah, pero hablar de patriarcado es una pendejada, ¿veá? Pareciera que la retórica de Claudia y Ernestina se remonta a su pasado de oposición. Eso de "no caer en provocaciones" es lo que comúnmente aconsejan hacer quienes protestan contra el statu quo y enfrentan sus represalias. Ahora resulta que el statu quo se apropia del dicho al sentirse amenazado por el gran poder de la brillantina morada y de una puerta de cristal hecha añicos.

Romper una puerta de cristal a patadas sí es muy violento, aunque no es una provocación: supone una reacción entendible y hasta menor, mucho muy menor frente al estado de violencia y terror que tiene presas a la gran mayoría de las mujeres en este país. ¿No les parece indignante que indigne más un reguero de cristales que la violación de una menor de edad a manos de cuatro policías? Pero, ¿por qué echarle glitter en la cabeza a un señor masculino singular se equipara a una provocación violenta? A lo mejor la brillantina morada tiene un poder simbólico que más que lastimar físicamente pega directito en el ego. ¿Será que la masculinidarks del señor Orta quedó teñida para siempre? ¡Vaya tragedia! ¿Será algo más mundano, como el cuentononón de la tintorería o la cita urgente en una peluquería carísima? ¡Ni que le hubieran echado pintura, sangre, gas pimienta o polvos picapica! ¡Ni que hubieran usado la cabeza de Orta para romper la famosa puerta de cristal! ¿Será que unos cuantos brishitos vulneran el poder del Estado? ¿Será que el Estado tiene una muy mala conciencia (si es que eso es posible) y percibe un puñado de glitter como un categórico madrazo en su ineptitud rampante? 

Provocaciones -constantes, graves y peligrosamente normalizadas- las del sistema de justicia en México (aliado a quienes se erigen como voceros de los mandatos de género) y su tratamiento de las mujeres cuando son objeto de todo tipo de agresiones: si no denuncias, mal; si te tardas en denunciar, muy mal. Y si sí denuncias, peor, porque -y he aquí una larga letanía de pretextos y sandeces que escuchamos en los medios un día sí y otro no- "no hay elementos para proceder", "no hay pruebas, así que ve tú a buscarlas", "no hay recursos, así que una lanita nos caería muy bien", "segurito tú tuviste la culpa de lo que te pasó", "hubieras cerrado las piernas", "eso te pasa por andar provocando a los hombres", "pero si ya sabías cuan riesgoso es salir de noche", "no seas exagerada, si ni te pasó nada, ¡sigues viva!", "no sigas insistiendo que te va a ir peor", "esto te lo buscaste tú misma por andar de necia insistiendo". Ah, pero decir que las mujeres -su dignidad, integridad, bienestar, derechos, seguridad- siempre están al final de la jerarquía de prioridades del sistema de justicia es paranoico, ¿verdad?

Y al final de esta cadena de verdaderos agravios, si protestas porque denunciar parece no servir para nada e incluso ser contraproducente y hasta peligroso para quien denuncia, te espetan: "¡esas no son formas, muchachas!" ¿Cuáles son las formas correctas, me pregunto? ¿Las de la moral y las buenas costumbres? ¿Las que no hacen ruido, ni olas, ni nada? ¿Ahora resulta que Claudia y Ernestina nos van a enseñar cómo sí protestar y cómo no hacerlo? ¡No mamen! Y encima osan decirte: "regrésate a tu casa" -con mucho cuidado, eso sí, porque en esta ciudad hay policías violadores sueltos y en activo, entre la fauna de agresores impunes que pulula por doquier- "y quédate encerradita y calladita que así te ves más bonita y nada te va a pasar". Para violencias y agresiones, las de varias instituciones que sistemáticamente revictimizan a las mujeres y parecen estar del lado de los agresores, una y otra y otra y otra y otra vez como éste y muchos casos más ejemplifican. Ah, pero decir que la justicia es patriarcal es un alucín sin fundamento.

La ligereza del glitter y las astillas de los vidrios rotos no se comparan con una violación, mucho menos con la frustración y coraje que han de sentir las incontables mujeres que denuncian y comprueban que, al hacerlo, las instituciones las dejan aún más vulnerables y desamparadas de lo que ya estaban. Vergüenza mil con estas instituciones y con Claudia y Ernestina, a quienes ya se les olvidó la noción de digna rabia. Cero estrellas. Pésimo servicio.

lunes, 1 de abril de 2019

Dos muertes: Armando Vega Gil y #MeToo

Supongo que he tenido suerte. Lo digo porque nunca me han manoseado en el metro; nunca he sido víctima de violencia física ni sexual; nunca nadie me ha acosado. Aunque tampoco he sido completamente inmune a la violencia patriarcal que parece permearlo todo: por supuesto que perfectos extraños con harta iniciativa se han sentido con el derecho de susurrarme guarradas al oído en plena vía pública (¡qué ricas tetas, mami! y otras joyas de la poesía callejera). Me han arrimado el camarón, así de vulgar y casual como suena, en más de una fiesta para luego hacerse los desentendidos y fingir demencia. Un par de señores casados me han enviado, de la nada, correos electrónicos con propuestas sexuales (el viejo truco de: mira que lindas fotos eróticas me encontré. ¿No se te antoja coger conmigo?). Tuve una relación de pareja con un macho alfa en la cual hubo violencia psicológica y emocional. Diez años después me di cuenta de que era gaslighting: él insistía en que yo era causante directa de absolutamente todo lo malo en nuestra relación, mientras que minimizaba y negaba sistemáticamente su parte de responsabilidad, además de repetirme hasta el cansancio que yo nunca lavaba la ropa, trapeaba el piso, ni cocinaba tan exquisitamente como su mamá sí lo hacía. ¡Plop!

Pensándolo mejor, tal vez no haya sido cuestión de suerte, sino de privilegio. Fue un privilegio que ningún señor con iniciativa y lengua larga me siguiera durante cuadras y cuadras (tal vez porque yo siempre he sido más alta que ellos). Fue un privilegio haber hecho caso omiso de los señores de camarón distraído y autónomo porque tenía los medios para largarme de cualquier lugar a cualquier hora sin ponerme en riesgo. Fue un privilegio desestimar, con la mano en la cintura, propuestas sexuales de señores casados y responder en tono irónico a sus mamadas porque hacerlo no implicaba perder mi trabajo ni vulnerar mi estabilidad económica. Fue un privilegio haber podido mandar a la verga al ahora ex-machín, sin consecuencia alguna, cuando me dijo que era desobediente, floja y voluntariosa (¡la gota que derramó el vaso!) gracias a que yo era la principal proveedora en esa relación. Y a que, en efecto, soy una voluntariosa de lo peor.

En un sistema diseñado para que las mujeres siempre tengamos todas las de perder, casos como el mío claramente son la excepción y no la regla. En un sistema que nos ha enseñado desde niñas a callar y a complacer, el silencio es instrumento de dominación. Es un arma poderosa para mantener las cosas tal y como están, para que las mujeres soportemos sin quejas, nos sacrifiquemos y autoculpabilicemos como forma de vida, carguemos responsabilidades ajenas. Silencio forzado o voluntario, no importa: el silencio -y se ha dicho ad nauseam, ¡caray!- alimenta la impunidad, perpetúa la violencia, impide la justicia. Negarle voz y validez a quienes sufren o han sufrido violencias es una doble invisibilización: de la víctima y de la violencia en sí misma. Por eso calladitas nos vemos más bonitas. Por eso hay que hacer como que aquí no pasó nada y listo. Por eso mejor no decir ni una palabra de esto a nadie. Porque hablar echa luz sobre aquello que los perpetradores de la violencia preferirían dejar a oscuras, no vaya a ser que se les empiece a desmoronar su poder, que tengan que responsabilizarse plenamente por lo que dicen y hacen. Que tengan que pedir disculpas y tratar de resarcir daños.

Eso es justo lo que pasó con la más reciente ola de #MeToo en Twitter. Es lo mismo que pasó con #MiPrimerAcoso en Facebook en 2016. A las mujeres se les ocurrió la peregrina idea de hablar. Tuvieron la osadía de hacerlo y que se desata el horror. Horror por los testimonios que contaron, por la recurrencia de los patrones de violencia, por el cinismo institucional y su complicidad, por la vulnerabilidad de las víctimas. Horror por las descalificaciones a diestra y siniestra: que si las denuncias falsas, que si las venganzas gratuitas, que si la presunción de inocencia y el debido proceso y la vía legal, que si la difamación y los chantajes, que si las mujeres son unas exageradas, que si están locas o ardidas. Por Dios, señoras crueles: ¡no le arruinen la vida a los hombres! Horror por varias disculpas públicas que más bien suenan a autojustificaciones narcisistas (déjenme decirles lo que en realidad pasó...). Las prioridades y preocupaciones de los hombres al centro. Las mujeres y sus voces qué.

Una y otra vez se le pide a las mujeres, en redes sociales y fuera de ellas, que pongan el bienestar de los hombres -y sus deseos, placeres, intereses, gustos, proyectos, carreras, expectativas, sueños, vidas- por encima de su propio bienestar, como históricamente se nos ha exigido que hagamos so pena de abandono, castigo o muerte. Por eso no debería sorprenderme la incapacidad sistemática de algunos hombres para reconocerse a sí mismos como violentadores, para contemplar en sus mentes machinas la posibilidad -para ellos remota, inconcebible- de hacer daño o de haber hecho daño, con o sin intención de hacerlo. Su incapacidad para escuchar y ya. No debería sorprenderme la imperiosa necesidad de algunos de blandir palabras y acallar voces para defenderse a sí mismos y a otros, de restituir su estatus mancillado inmerecidamente a través del monopolio de la voz, de ser el único centro de atención. Bueno, y todo esto dándoles el beneficio de la duda: si a alguien ha maleducado el patriarcado ha sido a los propios hombres. Porque, en una de esas, lo que el #MeToo revela es que algunos señores masculinos singulares no pueden soportar el derrumbe, a plena luz del día, de quienes nos han dicho que son: hombres deconstruidos que lavan trastes, cambian pañales, cuidan niñes, no piden ni comparten nudes, no usan palabras como “zorra” o “perra”, no engañan ni explotan a su pareja, no abusan de niñas ni mujeres, ¡brillantes aliados feministas! Tal vez estos y otros hombres no soportan que sus muy conscientes, premeditadas y alevosas cabronadas hechas en privado irrumpan en el espacio público. Que sus crímenes, pues, tipificados o no, sean expuestos. En suma, no debería sorprenderme la fragilidad de sus masculinidades.

Y justo en medio de esta marabunta, ocurre lo impensable. El músico Armando Vega Gil se suicidó la madrugada de hoy. En su cuenta de Twitter, Vega Gil dejó una carta explicando sus motivos. Expresó de manera contundente que su decisión de suicidarse fue voluntaria, consciente, libre y personal. Advirtió que nadie debía ser culpado o culpada por su muerte. Aún con estas salvedades de por medio, hay personas que hacen una lectura causal, simplista y hasta perversa de esta decisión: Vega Gil fue acusado injustamente de acoso y por eso se suicidó.

Ayer la cuenta de Twitter @MeTooMúsicosMexicanos (desaparecida por breve tiempo y renombrada hace unas cuantas horas como @metoomusicamx) publicó el testimonio de una mujer que narra cómo, en algunos de sus encuentros pasados con Vega Gil y a sus 13 años, le parecieron incómodas las miradas que un hombre de 50 le lanzaba. Cómo el músico hacía comentarios sobre su cuerpo adolescente que a ella le desagradaban. Cómo Vega Gil le escribió que quería enseñarle a besar. Cómo lo que él le escribía cada vez tomaba connotaciones sexuales más evidentes. Hasta que ella lo bloqueó. En su última misiva, Vega Gil dice que esta acusación es falsa. Hace de su muerte una radical declaración de inocencia. Pide disculpas a las mujeres que incomodó con palabras o actitudes machistas. Da por hecho que su vida, después de esta acusación, está acabada. La terrible paradoja es que ambas narrativas pueden convivir, pueden ser ciertas a la vez. Vega Gil puede haber estado genuinamente convencido de no haber dañado a la mujer que lo acusa, pero esta certeza suya no le quita a ella haber vivido su experiencia con él como violencia.

El suicidio de Vega Gil, dicen, mató al #MeToo mexicano. Vaya argumento falaz y oportunista. Como marca la costumbre patriarcal, se responsabiliza a una mujer por la decisión que tomó un hombre. Se culpabiliza a todo un movimiento de mujeres porque un hombre optó por suicidarse, en pleno y libre derecho de disponer de su vida como mejor consideró. En el fondo, quienes arguyen que el suicidio de Vega Gil mató al #MeToo mexicano están mandando un mensaje claro. Que la integridad de los hombres está por encima de lo que las mujeres experimentan como violencia. Que toda acusación puede y debe ser legítimamente desestimada porque resulta potencialmente homicida. Que los hombres valen más que todos los dolores y agravios que padecen las mujeres. Que mejor nos quedemos calladas y dejemos de andar chingando.

Qué vergüenza que haya gente que se busque mártires donde no los hay para justificar sus mezquindades. Qué vergüenza que el suicidio de Vega Gil se esgrima como prueba irrefutable de que #MeToo sólo busca esparcir mentiras a costa de la reputación de los hombres, de su vida incluso. De que #MeToo sea, supuestamente, un cúmulo de revanchas inmotivadas, una vil cacería de brujas. La ironía en este dicho es involuntaria: brujas las mujeres y hombres que otros hombres quemaron en la hoguera durante siglos, no los hombres que se escudan tras una situación trágica para evitar, a toda costa, que se hagan visibles las violencias en las que incurrieron o siguen incurriendo aunque no las hayan vivido ellos mismos como violencias, ya sea por ingenuidad, conveniencia, costumbre, pendejez o, de plano, maldad. Para evitar mirar hacia dentro y hacer un verdadero examen de conciencia. Para que todo siga igualito a como está: un sistema diseñado para que las mujeres siempre tengamos todas las de perder y, encima, se nos eche la culpa de ello.