La primera vez que viajé en el metro de Berlín fue un completo desastre: llevaba sólo un día en la ciudad y el jet-lag me estaba matando. Era de noche y, por fortuna, me acompañaba Jurek, quien me tradujo que los altoparlantes nos habían sacado del vagón debido a que las reparaciones en esa línea del U-Bahn obligaban a transportarse sobre la tierra. Salimos de una estación, no recuerdo cual, para tomar un bus que nos dejó cerca de otra estación cuyo nombre tampoco recuerdo y que resultó estar cerrada. Jurek decidió que caminar a otra estación de otra línea era nuestra mejor opción para finalmente llegar a nuestras respectivas casas en Kreuzberg. Al pasar por Wittenbergplatz, cerca de la enorme y famosa tienda departamental KaDeWe, Jurek se detuvo un momento y me preguntó: "¿qué te llama la atención aquí?". Estábamos frente a la entrada del metro y alcancé a ver a la derecha un gran letrero, una suerte de estandarte de metal, que decía: Orte des Schreckens, die wir niemals vergessen dürfen, seguido de una lista de nombres propios. Con sólo leer la primera palabra en la lista supe de qué se trataba: Auschwitz, Stutthof, Maidanek, Treblinka, Theresienstadt, Buchenwald, Dachau, Sachsenhausen, Ravensbrück, Bergen-Belsen, Trostenez, Flossenbürg. "Campos de concentración, campos de exterminio", dije. "Lugares de horror que nunca debemos olvidar", tradujo Jurek. "Berlín está llena de pistas, pequeños recordatorios. Abre los ojos y verás". Y si, Berlín es una ciudad que clama perdón a cada paso que uno da. La memoria de las víctimas del Holocausto se hace presente, se vivifica, en todos los rincones: ya sea en forma de una de las incontables, a veces imperceptibles, Stolpersteine sembradas en las banquetas berlinesas o a través de museos, monumentos y memoriales que desbordan la ciudad y sus alrededores. Berlín clama perdón y es a través de los ojos que uno escucha esa súplica.
II. Sachsenhausen
Cuando me invitaron a visitar Sachsenhausen en Oranienburg, a poco más de una hora del centro de Berlín, no dudé en ir: haber llegado hasta Alemania y no ser testigo de algunos de los vestigios del Nacionalsocialismo me parecía impensable. Uno de los primeros campos de concentración de la era nazi, antigua cervecería devenida prisión en el verano de 1933, Sachsenhausen era una institución "modelo" en la cual se entrenaron cuadros de élite de la SS y que albergó a más de 200,000 prisioneros desde su establecimiento formal en marzo de 1936 hasta su liberación el 22 de abril de 1945. Ya que sitios como Auschwitz y Treblinka están en Polonia, Sachsenhausen resultaba la opción más cercana para el turismo histórico. Turismo que, como sucede cuando se visita cualquier lugar de horror, deja de tener un mero interés intelectual para convertirse en una brutal experiencia emocional y, si me apuran un poco, en una experiencia decididamente espiritual.
Llegamos a Sachsenhausen un domingo soleado y bastante tarde porque nos perdimos; dimos vuelta en la calle equivocada y terminamos en un cementerio de guerra ruso en honor a los soldados caidos en combate en abril de 1945, precisamente cuando el Ejército Rojo marchaba sobre Oranienburg para llegar a Berlín. Tras corregir el rumbo y tomar la calle correcta apareció: enclavado entre bellas casas de campo, con jardines de un verde impecable y plagados de flores y gnomos, el Memorial y Museo Sachsenhausen da la bienvenida a sus visitantes con un modelo a escala del sitio y con la sorpresa de que hay que seguir caminando por una larga via - la Calle del Campo- para llegar hasta la entrada. Las puertas de ésta se abren y dan paso al Nuevo Museo, dedicado a la lucha antifascista europea. Este museo, como todos los que visité en Alemania, tiene un montaje extraordinario, además de que es interactivo. Me resulta impresionante como un pueblo que al término de la Segunda Guerra Mundial estaba completamente devastado -literal y metafóricamente- hizo (y sigue haciendo) el esfuerzo de salvaguardar una cantidad impresionante de documentos que (ahora) testimonian lo ocurrido durante uno de sus momentos más oscuros: la era nazi. A través de cartas personales y oficiales, postales y fotografías, uniformes, utensilios, películas y grabaciones, el Nuevo Museo describe los periodos por los que transitó el Campo y narra como algunos de sus prisioneros se enfrentaron a la maquinaria de destrucción y olvido nazi. Los vibrantes colores del vitral a las víctimas, miembros de la resistencia y libertadores soviéticos del Nuevo Museo contrastan con la sombría Torre A, puerta principal del Campo en cuya reja, como era usanza común, está soldada la tristemente célebre frase Arbeit macht frei: el trabajo los hará libres.
No pudimos terminar de recorrer el Campo. Se acercaba ya la hora de cierre y sólo alcanzamos a entrar en las barracas de la enfermería, en la sala de autopsias y el depósito de cadáveres bajo ésta. También vimos el obelisco enorme, cubierto de pequeños triángulos rojos que rememoran a los presos comunistas, memorial situado en uno de los vértices de la amplia explanada del Campo, también triangular, pero faltó llegar a las trincheras de ejecuciones, a las barracas 38 y 39 que fueron habitadas por prisioneros judíos, al sitio donde están la ruinas del primer crematorio... No se si todo visitante experimenta algo similar, pero en Sachsenhausen yo me sentí abrumada. Cada paso que daba se hacía más pesado que el anterior y eso no tuvo que ver con el natural cansancio de recorrer un lugar tan grande. A cada paso se acumuló el peso de atestiguar los rastros del horror: a pesar de que ha trascurrido más de medio siglo desde que dejó de funcionar, Sachsenhausen acongoja al corazón y, ante el sinsentido de tanto sufrimiento y violencia, la cabeza se obsesiona con una única pregunta: ¿por qué, por qué, por qué? Pregunta para la cual, en un sentido trascendente, ninguna respuesta que provenga de la razón satisface o sirve.
La fría vastedad de Sachsenhausen -¡y eso que era verano!- contribuyó al sentimiento de desazón y malestar que sentíamos: al percibir la llegada de una súbita pérdida de fe en el mundo entero, preferimos interrumpir la visita. Después de leer documentos sobre los experimentos de eugenesia conducidos en el Campo, después de las crónicas sobre como, un invierno, se apilaron los cadáveres en el corredor del sótano de la enfermería hasta llegar al techo, después de los recuentos sobre la suerte de algunos prisioneros polacos, homosexuales, gitanos y rusos, después de ver sus rostros y sus ojos, después de las manchas de humedad que cubrían las paredes de la morgue, manchas que parecían de sangre, no quedó más que salir de ese lugar de terror. Hice varios Fátijas y encendí una veladora que había sido dejada como ofrenda, junto con guirnaldas de flores y pequeñas rocas, cerca del sitio que alguna vez fue el del cadalso del Campo. En silencio, cruzamos la reja de la Torre A y nos alejamos de Sachsenhausen.
III. Atestiguar, recordar, perdonar...
III. Atestiguar, recordar, perdonar...
Peacemaking is the functioning of bearing witness. Once we listen with our entire body and mind, loving action arises. Roshi Bernie Glassman
Cuando Eva Mozes Kor declaró en 1995 que perdonaba a los nazis muchas cejas se levantaron y otras tantas increpaciones se escucharon. Eva leyó su armisticio personal en Auschwitz, el mismo campo al cual había sobrevivido, y a su lado estaba el Dr. Hans Münch, médico nazi que trabajó en Auschwitz y con quien Eva había trabado amistad. Eva y su hermana gemela Miriam fueron parte de una serie de experimentos a cargo de Josef Mengele y a pesar de que Miriam, años después, murió a causa de ello y de que toda su familia fue asesinada en Auschwitz, Eva decidió perdonar. Ella misma relata que el proceso no fue fácil ni rápido: perdonar las atrocidades que le fueron impuestas no sucedió de un día a otro, pero cuando finalmente llegó el perdón, Eva sintió una ligereza y libertad que nunca antes había experimentado. Muchos supervivientes judíos de distintos campos de concentración y exterminio se indignaron ante la declaración de Eva. Algunos creyeron que estaba negando la existencia del Holocausto y que no tenía el derecho de exonerar, aunque fuera de palabra y a título personal, a los perpetradores de uno de los genocidios más brutales en la historia del siglo XX. A pesar de ello, Eva ha sostenido su postura con entereza. El de Eva no es un perdón desmemoriado. Ella perdonó, pero sigue recordando porque es imposible dejar de hacerlo. Desde hace varios años regresa a Auschwitz de cuando en cuando para conducir visitas cuyo objetivo es mantener viva la memoria de los millones de víctimas del nazismo y proponer la cultura del respeto al otro y de la tolerancia a través de su organización CANDLES (Children of Auschwitz Nazi Deadly Lab Experiments Survivors).
Para la gran mayoría de quienes no somos personas judías ni tenemos un pasado directamente vinculado con lo que sucedió pareciera que el Holocausto, en tanto suceso histórico, no tendría por qué trastornar nuestras fibras sensibles ni colocarnos a uno u otro lado de la invisible línea que divide a "víctimas" de "perpetradores". Pero, en tanto seres humanos, toda barbarie nos compete de manera íntima. Nos compete porque las semillas de los actos más generosos y de aquellos más terribles están sembradas dentro nuestro; porque ambos, altruismo y crueldad, son reversos en la misma moneda. Nos compete porque el exterminio en masa, la tortura y la explotación, en cualquier latitud y momento, necesaria y urgentemente hacen que nos preguntemos por el valor de la vida, por la implacabilidad de la muerte y por la Fuente de ambas.
Por eso me conmovió tanto el gesto de la ciudad de Berlín de devolver la humanidad a quienes el nazismo consideró infrahumanos. Me conmovió la evocación de los nombres de las decenas de miles de deportados a guetos, campos de concentración y de exterminio presente en las Stolpersteine berlinesas; los testimonios sobre cómo se apoderó el Nacionalsocialismo de la conciencia alemana en Topografía del Terror; y la exhibición de innumerables fotografías en Sachsenhausen y otros memoriales que transforman las cifras, burdas y anónimas, en personas. El perdón que pide Berlín públicamente en sus calles y museos se expresa como una promesa sustentada en el recuerdo: la complicada y punzante promesa de que la persecusión, la segregación y el aniquilamiento de los otros, quienes quiera que éstos sean, no volverán a suceder. El problema, me parece, es que una promesa de esa índole sin estar acompañada de medidas estructurales que aseguren la impartición de justicia en caso de no cumplirse se queda sólo en eso: en los buenos deseos de las personas que, sinceramente y desde el corazón, por más conmovido y entristecido que pueda sentirse a veces, perdonan y siguen recordando.
Para la gran mayoría de quienes no somos personas judías ni tenemos un pasado directamente vinculado con lo que sucedió pareciera que el Holocausto, en tanto suceso histórico, no tendría por qué trastornar nuestras fibras sensibles ni colocarnos a uno u otro lado de la invisible línea que divide a "víctimas" de "perpetradores". Pero, en tanto seres humanos, toda barbarie nos compete de manera íntima. Nos compete porque las semillas de los actos más generosos y de aquellos más terribles están sembradas dentro nuestro; porque ambos, altruismo y crueldad, son reversos en la misma moneda. Nos compete porque el exterminio en masa, la tortura y la explotación, en cualquier latitud y momento, necesaria y urgentemente hacen que nos preguntemos por el valor de la vida, por la implacabilidad de la muerte y por la Fuente de ambas.
Por eso me conmovió tanto el gesto de la ciudad de Berlín de devolver la humanidad a quienes el nazismo consideró infrahumanos. Me conmovió la evocación de los nombres de las decenas de miles de deportados a guetos, campos de concentración y de exterminio presente en las Stolpersteine berlinesas; los testimonios sobre cómo se apoderó el Nacionalsocialismo de la conciencia alemana en Topografía del Terror; y la exhibición de innumerables fotografías en Sachsenhausen y otros memoriales que transforman las cifras, burdas y anónimas, en personas. El perdón que pide Berlín públicamente en sus calles y museos se expresa como una promesa sustentada en el recuerdo: la complicada y punzante promesa de que la persecusión, la segregación y el aniquilamiento de los otros, quienes quiera que éstos sean, no volverán a suceder. El problema, me parece, es que una promesa de esa índole sin estar acompañada de medidas estructurales que aseguren la impartición de justicia en caso de no cumplirse se queda sólo en eso: en los buenos deseos de las personas que, sinceramente y desde el corazón, por más conmovido y entristecido que pueda sentirse a veces, perdonan y siguen recordando.
FOTOS
1. El Holocaust-Mahnmal en Berlín.
2. Una Stolperstein, justo en la entrada del edificio ubicado en Kopischstrasse 4, en el barrio de Kreuzberg, que dice: "aquí vivió Else Kleitke...".
3. El vitral del Museo Nuevo.
4. Vista del Campo desde las barracas de la enfermería.
5. Panorámica del Campo.
6. Topografía del terror, museo al aire libre y centro de documentación sobre el nacionalsocialismo en Berlín.