sábado, 15 de octubre de 2011

Ingrávido

Hacia el final de los setenta todo era ingrávido. Al menos así lo recuerdo. La lámpara de vidriecillos de colores, suspendida del techo en una esquina de la sala; el mantel de flecos sobre la mesa del comedor. Mi madre y su paciencia infinita. Mi padre leyendo poesía. El afro trasnochado de la vecina y su pastel del Hombre Verde. El ventanal que daba al jardín, pequeño follaje trasero; el sol que pintaba de tenue verde su luz. Las bicicletas tiradas en el pasto. Los pantalones acampanados del colegio. Mis zuecos azules. La vista desde la azotea: sólo terrenos baldíos y horizonte. Recuerdo correr ligera por los tejados contiguos de cinco casas extrañamente unidas. El beso que le dí a ese niño en su cumpleaños, escondidos en la cochera. El papel tapiz de flores: su mismo ramillete, amarillo y quebradizo, repetido una y otra vez en las paredes de cada habitación. Lo único que tenía peso entonces era el mastodonte de la televisión de bulbos que sostenían cuatro patitas ridículas; su perilla redonda -clac, clac, clac, lenta y torpe- que apenas podía mover para cambiar los canales. ¿Qué habrá sido de ella?

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