domingo, 29 de abril de 2012

Flor en otomí

 [...] no estás tú 
haciendo prosas y versos 
y luces y sombras y polémicas 
y preguntas y respuestas 
y murmullos y canciones y risas, 
haciendo amores y universos.

He tardado tanto en animarme para escribir este post... Le di vueltas y vueltas, hurge profundo, recordé. Escribir sobre algo que, en sentido estricto, desconozco -pero que se tornó íntimo- es difícil. No sabía por dónde empezar; no se aún qué partes incluir y cuales desechar del todo de esta historia, del limitadísimo todo, que me fue dado conocer. Porque al final ésta no es precisamente mi historia: me fue legada por circunstancias que, como cualquier otra circunstancia, no escogí. Pero esta historia se volvió parte de la mía y urdió las redes de una mitología personal que definió muchas de mis decisiones, que dio forma y nombre a algunos de mis miedos.

***

José Luis, mi padre, conoció a Carlos Prieto, el padre de Dení, a mediados de los sesenta. José Luis no recuerda exactamente el año en que se conocieron ("¿64, tal vez 65 o 66? Podría haber sido a finales de los cincuenta..."), aunque sí recuerda a la persona que fue vínculo inicial entre ellos. Mi padre trabajaba entonces en la agencia Producciones Publicitarias y colaboró con el fotógrafo Nacho López en varias campañas. Y fue precisamente Nacho quien le presentó a Carlos. 

Mi padre y el padre de Dení se hicieron muy amigos: compartían afinidades diversas y pasaban las tardes platicando de política, elogiando y ponderando los logros y desafíos de la Revolución Cubana primero y de la Sandinista después, discutiendo sobre literatura y publicidad (porque Carlos, además de dramaturgo, también hizo publicidad). La casa de los Prieto, la legendaria casa de Calle del Arco en la que de manera combativa y esperanzada se desayunaba, comía y cenaba política, era punto de reunión para una suerte de izquierda intelectual que igual leía a Marx y a Martí que a Cortázar y a Neruda, que padeció la represión del 68 y vivió bajo un sistema autoritario en el cual la disidencia era combatida ferozmente. Un sistema político que poco -o casi nada- ha cambiado en todos estos años.

José Luis se casó en 1971 con Irma, mi madre, y Eve, la madre de Dení, e Irma se hicieron muy amigas. Mientras Carlos y José Luis se lanzaban al polvorín de la discusión política,  Irma y Eve hablaban de la maternidad, de los secretos que las amas de casa comparten cuando cocinan y de las posiciones ideológicas de sus maridos: esas posiciones, por amor y convicción, también se habían tornado suyas. Y en 1974, el año que mataron a Dení en Nepantla, mi madre recibió la noticia estando embarazada. Irma recordaba cuán brutal había sido enterarse de que esa niña brillante que frecuentó  en casa de los Prieto durante unos años estaba muerta mientras que ella, mi madre, estaba por dar a luz a su primera (y única) hija.

***

Muchos de mis primeros recuerdos tienen que ver con los Prieto. Su departamente en Copilco, al que se mudaron tras la muerte de Dení, el sillón café con gruesos brazos de madera en que se sentaba Carlos, la calidez y hospitalidad extraordinarias de Eve. Después vinieron las paredes de roca en la casa de San Ángel y el jardín selvático que la rodeaba, las mismas repisas de pared a pared y de piso a techo que tenían en Copilco, rellenas de libros, y la foto de Dení. La foto de una chica de labios partidos y lentes redondos. La foto de Dení que me interpelaba desde su lugar inamovible en la repisa, un lugar que tras cada mudanza de los Prieto seguía siendo el mismo. En Copilco y San Ángel, durante las incontables sobremesas de los adultos que de niña escuchaba como un rumor lejano, se seguía comiendo política. Y podía percibir muy bien el sabor amargo de esa política, teñida con la sangre de Dení.

Nunca pregunté abiertamente quien era la chica de la foto. No lo pregunté porque siempre lo supe: era Dení, la hija de Carlos y Eve a quien yo nunca había visto. Dení, que una noche a finales de 1973 se había ido a la guerrilla, la chica que el ejército había asesinado, supe años después por mi madre. Era Dení, cuya muerte fracturó la vida de sus padres y su hermana. No se hablaba de ella en casa de los Prieto, al menos yo no recuerdo que se hablara de ella cuando estábamos de visita. Se seguía discutiendo sobre el estado del país, sobre la posibilidad de la revolución; se seguía hablando de periodismo, de teatro, no de ella. Pero Dení siempre estaba presente, desde la repisa, detrás de los ojos que esa foto delineaba, al centro de la memoria de quienes la conocieron. Dení, en la médula del recuerdo, sin falta, ahí.

Crecí con la imagen de Dení: la revolucionaria, la hija precoz, la comprometida, la mártir. Crecí con una pregunta honda y punzante: ¿por qué? Crecí con el dolor de sus padres: los silencios repentinos de Carlos, la mirada triste de Eve. Y crecí con el miedo de seguir sus pasos, con la evidencia afilada de los estragos mudos que un régimen pragmático y cínico volcó sobre los Prieto. Aunque también crecí con el corazón abajo y a la izquierda gracias, en gran medida, a Dení.

A inicios de los noventa, Carlos y Eve se volvieron a mudar, esta vez a Cuernavaca. Entonces yo estaba más interesada en mis propias y triviales obsesiones que en convivir con adultos, que en seguirle el paso a las conversaciones que de niña extrañamente me fascinaban. Y prefería sentarme junto a la alberca de la primera casa en que vivieron, bajo las bugambilias, y enchufarme a The Smiths en mis audífonos. Después de unos años en Cuernavaca los Prieto se fueron a Inglaterra. Mis padres y yo nunca volvimos a verlos.

***

Hace poco me enteré de la existencia del documental Flor en otomí de Luisa Riley y deseaba verlo porque supuse que en él encontraría esas partes de la historia de Dení que no me tocó vivir. Esas partes que el silencio acalló, que la mano impune del priísmo trató de ocultar y borrar durante años. Allí encontraría los fragmentos perdidos que tal vez mi padre y mi madre intuyeron en su momento pero que nunca mencionaron. Y sí, allí estaban: los partes militares, las notas de prensa, los testimonios de la familia, de los amigos y amores de juventud, las cartas, la foto de Dení, la misma foto cuyos rasgos tengo grabados desde niña. Flor en otomí devuelve a la vida a Dení Prieto, revela su breve paso por el mundo, su convicciones, sus afanes, y resulta un hermoso y triste documental que combate el olvido. Porque en este país no sólo las balas matan: también lo hace la desmemoria.

Al ver Flor en otomí no pude evitar los ojos llorosos y el nudo en la garganta: las imágenes de Carlos y Eve me recordaron que nunca me despedí de ellos, que nunca les dije cuán importantes fueron para mí y cuanto los quise (y los quiero y los recuerdo aún); la foto de Dení me volvió a interpelar como lo hiciera en mi infancia. Frente a tanta ausencia me queda la misma pregunta honda y punzante: ¿por qué? Me quedan las hojas amarillentas del poemario que Carlos escribiera tras el asesinato de Dení, los versos que contiene y el grabado anónimo de la portada, epitafio que humaniza y dignifica la fosa común en que yace Dení...

Nunca había pensado en la muerte,
en la nada, en la ausencia total
de una presencia, de un aliento vital,
hasta que moriste tú.