Esto es una suerte de crónica de un día bastante feo, aunque en realidad esto es una denuncia. Sí, una denuncia virtual e informal, pero denuncia al fin. El hecho de que aquí aparezca no le quita la indignación que conlleva ni la impotencia que la provoca; el tono de esta entrada tampoco supone que lo que sucedió no fuera grave y preocupante porque, encima, sucede con más violencia y frecuencia de las que cualquier gobierno mínimamente decente, comprometido con su pueblo, honesto y eficiente debiera permitir. Y esto es también una suerte de exorcismo, lo único que puedo hacer que tiene, al menos para mi, algún tipo de sentido, porque en este pinche país destrozado no hay para donde hacerse: la seguridad y la justicia se han convertido en una burla desde hace mucho ya. Pero, afortunadamente, todos los involucrados (algunos más que otros) podemos reir al respecto porque el incidente de verdad que no pasó a mayores (y ojalá que en eso se quede).
Hoy a las 3 de la tarde alguien entró por la fuerza a casa de mi padre. Alguien que pudo o no haber estado acompañado o armado; alguien cuyas razones para hacer lo que hizo me escapan, pero que es muy probable también padezca este gobierno ilegítimo, homicida e inepto tanto o más que tu y yo, querido/a lector/a. Por fortuna (y seguramente debido a ello entró), mi padre no estaba en casa: había salido al súper y la media hora que se ausentó fue suficiente para que ese alguien rompiera dos cerraduras, vaciara cajones, revolviera armarios, esparciera ropa, fotografías, cartas y papeles y lograra un extraordinario botín: un pinche celular. Sí, quien haya robado la casa de mi padre sólo se llevó su celular. Claro, ¿qué podía haberse llevado ese alguien de una casa llena de libros que se estancó en los noventa y donde no hay pantallas planas ligeras ni Wiis ni sofisticados sistemas de sonido? ¿De una casa donde, por falta de tiempo o perspicacia, dejó botada una cámara Tower Reflex del 61 y no abrió un verdadero cofre del tesoro -el mítico neceser rojo de mi mamá- que estaba justo frente a sus narices?
Cuando llegué a casa de mi padre sólo quedaban los vecinos solidarios que durante décadas han vivido en las casas contiguas; también estaba la gente con quién pasé mi adolescencia y que veo de cuando en cuando -cuando coincidimos en las visitas a las respectivas casas paternas- tras 16 años de haberme ido a buscar la vida en otro lado. Los policías que acudieron a la "escena del crimen" entraron, vieron, sugirieron no denunciar ["¿Pa' qué si esas cosas ni prosperan? Nomás van a ir a perder su tiempo."] y se fueron. Hasta mi cuñado -abogado de profesión- sugirió no denunciar: ¿qué tal que los ladrones están coludidos con las autoridades y luego hay represalias? Una asociación nada peregrina en este pinche país. La fobia de mi padre a cualquier trámite burocrático de cualquier índole (y además en un MP) también salió a flote. Que denunciar ni que nada... Yo me puse a tomar fotos porque uno nunca sabe y mucho menos en este pinche país. Justo hoy habían terminado de colocar una reja extra, coronada por un alambre circular como de púas, sobre la barda de la casa de mi padre porque hace una semana alguien había irrumpido en la cochera, había abierto el carro y se trató de llevar el estéreo, sin lograrlo, mientras mi padre leía en su estudio...
Mi hermana y mi cuñado le ofrecieron su casa a mi padre para pasar la noche. Dado que mi padre es un hombre... ideático, por decir lo menos, declinó la oferta; yo también le dije que viniera a dormir a mi casa, pero no quiso. Después de horas de discutir, lo convencí de que una posible opción era quedarse en un hotel: dado que en su casa no hay cerraduras ni en la reja de entrada ni en la puerta principal -y debido a que mi padre odia las "camas ajenas"- mejor dormir en una cama anónima en una habitación anónima donde "no le diera molestias a nadie" (así es mi papá, en fin). La solución del hotel también funciona para que todos (salvo por la obvia incomodidad de mi padre de quedarse en otro lado que no sea el suyo, tan habituado como está a su casa, a su cama, a sus cosas, a su espacio) quedemos más o menos tranquilos, aunque sólo sea por esta noche.
Primero fuimos al bastante modestito Hotel Escandón que está justo frente al edificio en que vivo, pero no tenían cuartos vacantes (¿quién lo hubiera pensado?). Luego fuimos a un vil hotel de paso sobre Patriotismo -de esos híper discretos y quesque lujosos- en el cual, de plano, las habitaciones "no son para pasar la noche", como dijo el encargado, "porque aquí sólo se viene por unas horas y nadie viene a dormir". Total, el tercero fue el vencido: el Hotel Fiesta Inn de Insurgentes y Viaducto, que más bien parece una prisión de alta seguridad gracias a la tecnología empleada para vigilar el lugar. O sea, dejé esta noche a mi padre en una auténtica jaula de oro. Mientras se registraba en la recepción del hotel, mi papá empezó a verme raro: "pero, ¿qué te trajiste Montse? ¿Como para qué te trajiste eso?".
En la paranoia crepuscular de "huir" de una casa violada -de temer que otra vuelta alguien tratara de entrar, de ver en el suelo los recuerdos de mi propia infancia, de sentir la indefensión de un anciano que no puede vivir en paz porque lo amenazan la intrusión, la inseguridad y, potencialmente, algo mucho peor, de experimentar la frustración que provoca el desastre que es este pinche país- yo me había colgado al hombro la cámara Tower, había tomado por el asa el mítico neceser rojo y me había abrazado de las cenizas de mi madre. "¿Qué no ves que no puedes andar paseando a tu mamá así nomás? ¡Es delito federal!".
Hoy a las 3 de la tarde alguien entró por la fuerza a casa de mi padre. Alguien que pudo o no haber estado acompañado o armado; alguien cuyas razones para hacer lo que hizo me escapan, pero que es muy probable también padezca este gobierno ilegítimo, homicida e inepto tanto o más que tu y yo, querido/a lector/a. Por fortuna (y seguramente debido a ello entró), mi padre no estaba en casa: había salido al súper y la media hora que se ausentó fue suficiente para que ese alguien rompiera dos cerraduras, vaciara cajones, revolviera armarios, esparciera ropa, fotografías, cartas y papeles y lograra un extraordinario botín: un pinche celular. Sí, quien haya robado la casa de mi padre sólo se llevó su celular. Claro, ¿qué podía haberse llevado ese alguien de una casa llena de libros que se estancó en los noventa y donde no hay pantallas planas ligeras ni Wiis ni sofisticados sistemas de sonido? ¿De una casa donde, por falta de tiempo o perspicacia, dejó botada una cámara Tower Reflex del 61 y no abrió un verdadero cofre del tesoro -el mítico neceser rojo de mi mamá- que estaba justo frente a sus narices?
Cuando llegué a casa de mi padre sólo quedaban los vecinos solidarios que durante décadas han vivido en las casas contiguas; también estaba la gente con quién pasé mi adolescencia y que veo de cuando en cuando -cuando coincidimos en las visitas a las respectivas casas paternas- tras 16 años de haberme ido a buscar la vida en otro lado. Los policías que acudieron a la "escena del crimen" entraron, vieron, sugirieron no denunciar ["¿Pa' qué si esas cosas ni prosperan? Nomás van a ir a perder su tiempo."] y se fueron. Hasta mi cuñado -abogado de profesión- sugirió no denunciar: ¿qué tal que los ladrones están coludidos con las autoridades y luego hay represalias? Una asociación nada peregrina en este pinche país. La fobia de mi padre a cualquier trámite burocrático de cualquier índole (y además en un MP) también salió a flote. Que denunciar ni que nada... Yo me puse a tomar fotos porque uno nunca sabe y mucho menos en este pinche país. Justo hoy habían terminado de colocar una reja extra, coronada por un alambre circular como de púas, sobre la barda de la casa de mi padre porque hace una semana alguien había irrumpido en la cochera, había abierto el carro y se trató de llevar el estéreo, sin lograrlo, mientras mi padre leía en su estudio...
Mi hermana y mi cuñado le ofrecieron su casa a mi padre para pasar la noche. Dado que mi padre es un hombre... ideático, por decir lo menos, declinó la oferta; yo también le dije que viniera a dormir a mi casa, pero no quiso. Después de horas de discutir, lo convencí de que una posible opción era quedarse en un hotel: dado que en su casa no hay cerraduras ni en la reja de entrada ni en la puerta principal -y debido a que mi padre odia las "camas ajenas"- mejor dormir en una cama anónima en una habitación anónima donde "no le diera molestias a nadie" (así es mi papá, en fin). La solución del hotel también funciona para que todos (salvo por la obvia incomodidad de mi padre de quedarse en otro lado que no sea el suyo, tan habituado como está a su casa, a su cama, a sus cosas, a su espacio) quedemos más o menos tranquilos, aunque sólo sea por esta noche.
Primero fuimos al bastante modestito Hotel Escandón que está justo frente al edificio en que vivo, pero no tenían cuartos vacantes (¿quién lo hubiera pensado?). Luego fuimos a un vil hotel de paso sobre Patriotismo -de esos híper discretos y quesque lujosos- en el cual, de plano, las habitaciones "no son para pasar la noche", como dijo el encargado, "porque aquí sólo se viene por unas horas y nadie viene a dormir". Total, el tercero fue el vencido: el Hotel Fiesta Inn de Insurgentes y Viaducto, que más bien parece una prisión de alta seguridad gracias a la tecnología empleada para vigilar el lugar. O sea, dejé esta noche a mi padre en una auténtica jaula de oro. Mientras se registraba en la recepción del hotel, mi papá empezó a verme raro: "pero, ¿qué te trajiste Montse? ¿Como para qué te trajiste eso?".
En la paranoia crepuscular de "huir" de una casa violada -de temer que otra vuelta alguien tratara de entrar, de ver en el suelo los recuerdos de mi propia infancia, de sentir la indefensión de un anciano que no puede vivir en paz porque lo amenazan la intrusión, la inseguridad y, potencialmente, algo mucho peor, de experimentar la frustración que provoca el desastre que es este pinche país- yo me había colgado al hombro la cámara Tower, había tomado por el asa el mítico neceser rojo y me había abrazado de las cenizas de mi madre. "¿Qué no ves que no puedes andar paseando a tu mamá así nomás? ¡Es delito federal!".
3 comentarios:
Amiga... siento mucho lo que pasó pero yo sí aconsejo denunciar, incluso puede ser por teléfono o por internet. Cuando a mi me pasó lo mismo incluso los policías vinieron a vigilar mi casa mientras al día siguiente yo ponía las cerraduras, por supuesto yo también dormí en otro lugar... te mando un abrazo y espero que todo vaya mejor.
Qué bueno que las cosas no pasaron a mayores. Pero para mí es triste que las personas de generaciones anteriores estén siendo testigos de cómo nuestro país se va a un hoyo. Pero no nada más es México; el resto del mundo también está a la deriva con tantos problemas económicos, políticos y medioambientales.
Mi padre, con certeza, tiene menos edad que el tuyo, pero aún así percibo en él, desde ahora, cierta decepción y tristeza del tipo de país y planeta que nos va a heredar a sus descendientes. Y creo que lo peor no es que México esté sumido en situaciones donde los asaltos y la violencia son cada vez más comunes, sino que las generaciones más jóvenes parecemos no hacer mucho para cambiar eso. Estamos aquellos que intentamos mantenernos informados y crear consciencia, pero que estamos tan decepcionados que pensamos muchas veces que luchar no vale la pena... y están también aquellos a quienes no les importa en absoluto, porque están distraídos por toda clase de objetos brillantes, como iPhones, Wiis, Justins Biebers y pantallas planas.
Querida Eli: precisamente no pude dejar de pensar en ti después del incidente. Lo mejor hubiera sido denunciar, pero ya ves luego cómo se ponen los padres... Gracias por el abrazo y va de regreso. Te mando besos, n.
Moy: efectivamente, pareciera que muchísimos adolescentes están embobados con los objetos brillantes (¡me encantó la frase!) mientras se nos cae el país a pedazos. Envío saludos solidarios para ti y tu familia acá en el defectuoso, n.
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