Esas cifras con las que nos bombardean los medios de comunicación afianzan el miedo y la indiferencia: al final son pálidos referentes de los nombres y los rostros de cientos de miles de personas. Los números parecieran tender una cortina de humo que oculta sus historias y las de sus familias. Los números -solos, sin asideros- deshumanizan y hacen del horror que vive México una cuestión de estadística, lo que permite que el conteo del gobierno calderonista de los "daños colaterales" sea amañado y cínico.
Esas cifras en realidad fueron y son vidas humanas: son hombres y mujeres, unidos por infinitos lazos a otros hombres y mujeres que lloran su muerte, que los y las buscan sin descanso, que exigen justicia y dignidad. Para descorrer la cortina de humo de los números hace falta ver y escuchar, hace falta acercar los corazones y construir comunidad. Y eso es precisamente lo que pasó en la Caravana por la Paz por los Estados Unidos. De entre todas las historias que se pueden relatar sobre la Caravana (y espero escribir muchas más), comienzo con esta, pequeña y muy personal.
Desde el primer día en la Caravana escuché varios testimonios. Los fríos números adquirieron realidad. En manifestaciones públicas, marchas y conferencias de prensa, repletas de cámaras y micrófonos, estaban las voces y los rostros de muertos, muertas, desaparecidos y desaparecidas. En situaciones más íntimas, como los largos trayectos que recorría el camión, las incontables sobremesas y las noches en vela en parques e iglesias, esas voces y rostros seguían presentes. Escuché a Doña Mari hablar de sus cuatro hijos desaparecidos, vi las fotografías del hijo desaparecido de Melchor y de la hija asesinada de Margarita, escuché a María hablar de su esposo desaparecido... Al principio es sobrecogedor (por decir lo menos) enfrentarse a sucesos tan terribles en voz de quienes los padecen y poder ver sus ausencias frente a frente. Y después, uno necesariamente se quiebra: el corazón no puede soportalo, se rompe y fragmenta. Varias veces lloré de impotencia y tristeza. Vivir el dolor de los demás como mío no fue más una idea: en verdad pude sentirlo.
De San Diego a Washington DC, la Caravana llevó a sus seres queridos entre nuestros brazos. Durante un mes, presentes y ausentes vivimos y viajamos juntos: soportamos juntos el sol de Arizona y la lluvia en Toledo, comimos y dormimos juntos, marchamos juntos por las calles de Atlanta, Chicago y Nueva York, también reimos, bailamos y tuvimos esperanza juntos. Luchamos juntos, sin importar nuestra nacionalidad: ver de cerca que muchísimos estadounidenses luchan con pasión y convicción contra las injusticias que su propio gobierno impone a su propia gente fue terrible y hermoso, como es hermoso y terrible a la vez que la desgracia construya solidaridad. Todos y todas cargamos fotos, mantas y estandartes; todos y todas alzamos la voz y hasta la perdimos, a veces, por el asombro, la conmoción o haber gritado demasiadas consignas. Y estoy segura de que en varios afortunados momentos todos nuestros corazones también fueron uno.
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Since years ago, reading the news in Mexico has outraged me [I wrote -in
Spanish- something about that here]. An outrage that grows deeper as I
confirm ever single day how corruption and impunity rule this country;
an indignation that hurts more and more as the figures for the death,
the disappeared, and the displaced go up. How is it possible to live
-survive seems a more appropriate word- in this overflowing graveyard,
in this seemingly never ending bloodbath?
Those figures with which we are bombarded by the media consolidate fear and indifference: in the end, they are just pale references to the names and faces of hundreds of thousands of people. Figures might seem to draw a smokescreen that hides these persons' stories and those of their families. Figures -by themselves, with no grip on reality- dehumanize and make the horror Mexico lives a matter of statistics, which allows Calderón's government's countdown of "collateral damage" to be cynical and tampered with.
Those figures were and still are human lives: they are men and women, united by infinite ties with other men and women who cry their deaths, who look for them without rest, who demand justice and dignity. In order to draw back the smokescreen created by figures one needs to watch and listen, to bring one's heart closer to other hearts, to build community. And that was precisely what happened during the Caravan for Peace in the United States. Out of all the stories that can be told from the Caravan (and I hope to write many more), I start with this little and very personal one.
From day one in the Caravan I listened to many testimonies. Those cold figures acquired reality. The voices and faces of the death and the disappeared were there at public demonstrations, marches, and press conferences, all packed with cameras and microphones. In more intimate situations -long bus rides, countless after-breakfast/lunch/dinner conversations, sleepless nights in parks and churches- those voices and faces were still present. I listened to Doña Mari speak about her four missing sons, I saw the pictures of Melchor's disappeared son and Margarita's murdered daughter, I listened to María speak about her missing husband... At the beginning, being confronted by these dreadful incidents in the voice of those who suffer them is overwhelming (to say the least). Being able to see their absences face to face is overwhelming as well. And then, one necessarily breaks down: the heart cannot cope, it fractures and shatters. I cried several times, out of impotence and sadness. Living someone else's pain as my own was not an idea anymore: I could really feel it.
From San Diego to Washington DC the Caravan carried its loved ones in our arms. For a month, those present and those absent lived and traveled together: we all endured the Arizona sun and the rain in Toledo, we ate and slept together, we marched together in the streets of Atlanta, Chicago, and New York, we also laughed, danced and hoped together. We fought together, regardless of our nationality: seeing up close that so many US citizens fight with passion and conviction against their own government's injustices imposed upon their own people was terrible and beautiful, such as it is beautiful and terrible at the same time that tragedy builds solidarity. Everyone carried pictures, signs, and banners; we all raised our voice and even sometimes lost it due to being astonished, being moved, or just shouting too many consignas. And I'm sure that at several fortunate times, all our hearts were one as well.