Es un sucio y viejo truco -algunos le llaman marketing político- que funcionarios a todos niveles y aspirantes a todo tipo de cargos gubernamentales hagan videitos con mensajes buena onda aprovechando el espíritu festivo desbordado que trae el fin de año [época en la cual, dicen por ahí, la tasa de suicidios crece de manera importante, lo cual parece no ser tan cierto, como se explica muy brevemente aquí] y que ocasiona que a la gente le de por andar expresando sus buenos deseos a diestra y siniestra. Enrique Peña Nieto no podría quedarse atrás y nos deleita en su canal de YouTube con este videito lleno de calidez y palabras vanas. Helo aquí, en su versión original, porque ya ha sido parodiado -vilipendiado, más bien- por acá:
Me he tomado la licencia de transcribir el muy positivo mensaje de año nuevo de EPN [es decir, "El Priísta Nacido-para-ser-presidente-y-demás"], así como la licencia [¿poética, semiótica, cínica?] de comentarlo. Mis acotaciones, producto de sesudas y largas reflexiones, están entre corchetes y el texto original en azul [en honor al espectro político, tal vez debiera haberlo puesto en rojo, pero ese color no es muy amable para los/as lectores y al menos el azul que seleccioné no es tan panista, en fin...]. Helo aquí:
EPN: De todas las épocas del año, la que más me gusta es ésta porque permite que se reuna la familia, los amigos, la comida... [Aunque este fin de año en Edomex para mil 538 personas eso no sucederá: ni cenas, ni reuniones, ni nada. Fueron víctimas fatales de la guerra contra el narco en ese estado según datos -ejem- oficiales. Y eso de que "se reuna la comida" suena a insulto para la gente que no tiene que comer.] AR: ...te gusta el pavo, los romeritos, te comes todo amor... [Mientras no te tengas que tragar tus palabras y promesas, aunque, bueno, esas no engordan.] EPN: ¡Todo! [Auch... Espero que tu apetito voraz Enrique no sea causante de escasez: te comes todo, ¡que buen diente!] Y también me gusta mucho la parte de hacer propósitos de año nuevo. [Oh, no, no tomes ese rumbo Enrique: aguas con hacer propósitos porque para el común de los mortales a finales de enero los propósitos ya fueron historia y hasta pueden ser malos para tu salud.] Y es que son compromisos, compromisos con uno mismo y yo si cumplo, ¿eh? [Menos mal que nos lo recuerdas...] Para este año, mi propósito es ser la mejor persona que yo pueda ser [¿¿¿qué??? ¿nomás eso prometes? ¿y la paz mundial y el crecimiento económico y el combate al calentamiento global? ¿quién va a salvar a las especies en extinción? ¿qué clase de propósito es ese Enrique?] como hombre, como padre, como esposo, como profesional, como político. [Ah, menos mal, yo pensé que tu único propósito era pura demagogia con tintes de autosuperación tipo Mariano Osorio: al menos tienes claros tus ámbitos de competencia.] Porque deseo que todos los mexicanos encuentren en mi confianza y esperanza.[Uuupppsss, llegas demasiado tarde Enrique: muchos/as ya no creemos ni en Santo Clós...] Y entiendo que eso significa trabajar más que nunca, escuchar la mayor cantidad de personas [escuchar... ¿y ya? ni que fueras psicoanalista...] y comprometerme con sus necesidades. Angélica, nuestra familia y yo les deseamos muchísima felicidad... AR: Salud, amor, alegría...[Menos mal que te dejaron decir algo Gaviota, aunque sólo fueran 13 palabras. Yo creí que eras algo así como -si me disculpas- atractivo visual, sentadita junto al árbol, aferrada de tu marido, mirándolo con ojitos de borreguito a medio morir, haciendo gala de dotes histriónicas y prodigando sonrisitas...] EPN: ...y un 2012 lleno de éxito.[Te refieres al éxito, ¿electoral? ¿No? Entonces ese éxito ¿es el pambolero o el de la lista de popularidad de la Que Buena? ¿Tampoco? ¡Ya sé! ¡El éxito en el rating de las telenovelas del Canal de las Estrellas!] EPN y AR: ¡Felicidades! [Bueno, 14 palabras para Angélica. Pero ser presidenta nacional del DIF ciertamente no tiene precio...]
Después de toda una vida de habitar este monstruo de ciudad, de recorrer ciertos rumbos más que otros y de las largas trayectorias que a veces implica el transporte en el DF, ir de punta a punta por Insurgentes es también una excursión hacia el pasado. No se si mi memoria es muy buena o qué [las memorias selectiva y afectiva funcionan mejor que otras parcelas del recuerdo instaladas en mi cerebro] pero podría contar cantidades industriales de anécdotas, rememorar a incontables personas y remontarme en el tiempo a lo largo de cada centímetro de los 28.8 kms que mide Insurgentes [como siempre, exagero] [en el número de anécdotas y personas, no en la longitud de la avenida, he de anotar]. Insurgentes es como una máquina del tiempo, me cae. Desde El Caminero hasta Indios Verdes (o vicerversa) cada vez que ando por Insurgentes me acuerdo...
Los recuerdos se agrupan más o menos en esquinas, en los cruces que traza la avenida a su paso por la ciudad. Yendo de sur a norte, Insurgentes y Guadalupe Victoria, por ejemplo, me recuerda a D: varias veces fuimos por vino y cervezas al super que está en esa esquina [cuyas puertas siguen abiertas aún después del tiempo y de los cambios de propietario]. En Insurgentes y San Fernando se casaron I y C: me acuerdo de la risa contenida de todos los presentes -incluidos los novios- durante la Epístola de Melchor Ocampo [¡los ojos de pistola del juez!], del posterior rapto de la novia por parte del contingente austriaco, de la gran fiesta al aire libre tras recuperar a I, la oscuridad cayendo iluminada con antorchas. La gran y extraña esquina de Insurgentes y Periférico [que más bien es un trébol] es sede de varios recuerdos: desde el mall horrendo [algunos le llaman Plaza Telmex, imagínense...] donde una sóla vez fui a tomar cerveza de sabores [guácalas...] con V hasta Transportaciones Marítimas Mexicanas y las clases de inglés que ahí di a un ejecutivo cuyo nombre he olvidado; desde la primera ocasión [hace bastante poco, he de confesar] que entré a la Zona Arqueológica de Cuicuilco con J hasta encontrarme con V para traducir un artículo suyo de geofísica en un café de Perisur. Y luego en el extenso trecho de CU que da a Insurgentes, desprovisto de esquinas en sentido estricto, no hay suficiente espacio para enumerar cada recuerdo. Son ya muchos años de entrar, salir y peregrinar por facultades, museos, institutos, salas, circuitos y estadios en CU. Especialmente recuerdo las tardes en el Jardín Botánico con O, la lluvia cayendo mientras el aliento compartido empañaba los cristales de mi carro.
Insurgentes y Copilco me recuerda el departamento de los Prieto, mi niñez entre adultos, aquélla tarde que, regresando de pasear por CU, un trolebus nos mojó de pies a cabeza. Insurgentes y Avenida de la Paz es sinónimo de los meses que fui mesera en Cluny, de trabajar y reventar de noche y dormir de día, de la camaradería, del aburrimiento extremo seguido por la diversión desenfadada. En Insurgentes y Río Chico recibí el histórico 1 de enero de 1994 abrazada de O en las escaleras de un edificio porque el Rock Stock que antes estaba en esa esquina no había abierto: todo el mundo estaba cenando con sus familias y nosotros, como niños de la calle, esperando al cadenero. En Insurgentes y Vito Alessio Robles también recuerdo a O: en esa mera esquina había un restaurante Hipocampo donde alguna vez fuimos a una especie de conferencia de Amway [wtf?]; el bufete donde aún trabaja O despúes de casi dos décadas [creo] está cerca y es posible que en uno de los muchos restaurantes de comida rápida de Plaza Inn lo viera por última vez. Me encantaría decir que en Insurgentes y Perpetua pase mi adolescencia rockanrolera, pero no: no conocí el LUCC [cachetitos sonrojados de nunca haber ido al antro por excelencia]. Luego en Insurgentes y Churubusco, en el que fuera el gran cine Manacar que Cinemex compartimentalizó hasta la naúsea, vi Kill Bill Vol. II en una sala vacía; eran alrededor de las 11am y sólo a mi se me ocurrió comprar un boleto para esa función.
Insurgentes hace esquina con Millet y con Porfirio Díaz y entre esas tres calles está [parte de] el Parque Hundido: ahí aprendí a andar en bicicleta, ahí salí infinitas tardes a deambular con mi madre y a comer algodones de azúcar a escondidas. Es el parque de mi niñez, sin duda. En Insurgentes y California alguna vez estuvo Rockotitlán: recuerdo un concierto de Julieta Venegas al que fui con M, recuerdo que M tocó ahí con Ansia alguna vez, recuerdo que cuando Salamandra se fue a tocar a Tijuana precisamente de esa esquina salió el convoy. Insurgentes y Filadelfia es otra esquina memorable, lo que antes era el Hotel de México que ahora [y desde hace muchísimos años ya] se hace llamar World Trade Center. Recuerdo haber ido a un concierto de Mijares y Laureano Brizuela en el sótano del Hotel de México [sí, eran los ochenta, uuupppsss...]. Recuerdo que uno de los muchos dentistas de mi infancia tenía su consultorio justo frente al Hotel de México: la cuadrícula de las ventanas y alguna que otra palmera era lo único que podía ver mientras la fresa me taladraba las muelas. Y la esquina de Insurgentes y Viaducto, justo en el edificio que algunos llaman "el elote", vio fracasar uno más de los proyectos arquitectónicos de J.
El tramo entre las estaciones Nuevo León e Insurgentes del Metrobus es el aquí y ahora en mi topografía, aunque no está exento de recuerdos: en un edificio de Insurgentes y Aguascalientes estaba el consultorio de un ginecólogo chileno al que fui varias veces; tiempo después me enteré que este mismo hombre, años atrás, había traido a D al mundo [mundo chiquito, por supuesto]. Mi primer tatuaje [y único, por ahora] me lo hice en el Rock Shop que está cerca de la esquina de Insurgentes y Campeche (o Insurgentes y Coahuila, depende cómo se vea), mientras el tatuador de al lado hacía llorar a una estrella infantil -ya crecidita- de Microchips. Insurgentes y Yucatán era paso obligado cuando daba clases en el Anglo Americano; durante casi un año crucé Insurgentes y Alvaro Obregón todas las mañanas -muy puntualmente- para ir a gestionar la cultura y combatir la burocracia [o algo por el estilo] en mi Cas[it]a de Cultura en la Romita. Y pasando la glorieta de Insurgentes [hoy día ya no me aventuro más al norte] está la esquina de Insurgentes y Reforma, lo que me recuerda el trabajo de campo que hice para mi tesis en la Dirección de Cinematografía, en el edificio de RTC: horas pasé revisando expedientes, atando cabos sueltos [o nomás tratando], haciendo entrevistas y, principalmente, elucubrando.
En la esquina de Insurgentes y Sullivan, además de comercio sexual y travestis, alguna vez hubo un antro llamado El Bulbo [creo que no existe más]: un día que iba saliendo de madrugada alguien lanzó una bolsa con agua [quiero pensar que era agua] que se estrelló en el pavimento y roció a quienes ahí estábamos parados. También recuerdo los hotdogs frente al Bulbo. En Insurgentes y Puente de Alvarado me bajaba para tomar camino hacia casa de mi prima en la Santa María o para ir a la Delegación Cuauhtémoc a cobrar cuando era [chiqui]funcionaria del gobierno capitalino; en Insurgentes y San Simón, no hace mucho, bajé por primera vez para conocer un taller de platería y enterarme de que San Eloy es el patrono de los orfebres. Y cada ocasión que fui a quedarme con M en la Industrial Vallejo o cuando íbamos juntos a visitar a sus abuelos o cuando iba de grupie a los ensayos de Salamandra cruzaba por esa revoltura de vías que es Insurgentes y Cuitláhuac o por Insurgentes y Euzkaro. Y las incontables veces que fui a Ecatepec con J tras recorrer gran parte de la ciudad por Insurgentes llegaba al final de la avenida e iba más allá de Indios Verdes, allá donde Insurgentes se convierte en autopista, donde las casas y edificios desaparecen para dar lugar a unos cuantos cerros grises y pelones y a otros tantos cubiertos de casuchas, miseria y basura, los montes que dan la bienvenida al Estado de México...
Pasan los años y el DF necesariamente se transforma y metamorfosea: lo que antes estaba ahí, ahora no lo está más. Las casas son derruidas para construir edificios; luego los edificios cambian de dueño, de uso y de destino. Los parques se vuelven estacionamientos y los estacionamientos desarrollos inmobiliarios. Pero Insurgentes ahí sigue, recordándome a golpe de esquinas lo que ha permanecido, al menos en mi memoria.
Fotos, cortesía de: http://nueva-gomorra.blogspot.com/ http://radar-q.blogspot.com/
Esto es una suerte de crónica de un día bastante feo, aunque en realidad esto es una denuncia. Sí, una denuncia virtual e informal, pero denuncia al fin. El hecho de que aquí aparezca no le quita la indignación que conlleva ni la impotencia que la provoca; el tono de esta entrada tampoco supone que lo que sucedió no fuera grave y preocupante porque, encima, sucede con más violencia y frecuencia de las que cualquier gobierno mínimamente decente, comprometido con su pueblo, honesto y eficiente debiera permitir. Y esto es también una suerte de exorcismo, lo único que puedo hacer que tiene, al menos para mi, algún tipo de sentido, porque en este pinche país destrozado no hay para donde hacerse: la seguridad y la justicia se han convertido en una burla desde hace mucho ya. Pero, afortunadamente, todos los involucrados (algunos más que otros) podemos reir al respecto porque el incidente de verdad que no pasó a mayores (y ojalá que en eso se quede).
Hoy a las 3 de la tarde alguien entró por la fuerza a casa de mi padre. Alguien que pudo o no haber estado acompañado o armado; alguien cuyas razones para hacer lo que hizo me escapan, pero que es muy probable también padezca este gobierno ilegítimo, homicida e inepto tanto o más que tu y yo, querido/a lector/a. Por fortuna (y seguramente debido a ello entró), mi padre no estaba en casa: había salido al súper y la media hora que se ausentó fue suficiente para que ese alguien rompiera dos cerraduras, vaciara cajones, revolviera armarios, esparciera ropa, fotografías, cartas y papeles y lograra un extraordinario botín: un pinche celular. Sí, quien haya robado la casa de mi padre sólo se llevó su celular. Claro, ¿qué podía haberse llevado ese alguien de una casa llena de libros que se estancó en los noventa y donde no hay pantallas planas ligeras ni Wiis ni sofisticados sistemas de sonido? ¿De una casa donde, por falta de tiempo o perspicacia, dejó botada una cámara Tower Reflex del 61 y no abrió un verdadero cofre del tesoro -el mítico neceser rojo de mi mamá- que estaba justo frente a sus narices?
Cuando llegué a casa de mi padre sólo quedaban los vecinos solidarios que durante décadas han vivido en las casas contiguas; también estaba la gente con quién pasé mi adolescencia y que veo de cuando en cuando -cuando coincidimos en las visitas a las respectivas casas paternas- tras 16 años de haberme ido a buscar la vida en otro lado. Los policías que acudieron a la "escena del crimen" entraron, vieron, sugirieron no denunciar ["¿Pa' qué si esas cosas ni prosperan? Nomás van a ir a perder su tiempo."] y se fueron. Hasta mi cuñado -abogado de profesión- sugirió no denunciar: ¿qué tal que los ladrones están coludidos con las autoridades y luego hay represalias? Una asociación nada peregrina en este pinche país. La fobia de mi padre a cualquier trámite burocrático de cualquier índole (y además en un MP) también salió a flote. Que denunciar ni que nada... Yo me puse a tomar fotos porque uno nunca sabe y mucho menos en este pinche país. Justo hoy habían terminado de colocar una reja extra, coronada por un alambre circular como de púas, sobre la barda de la casa de mi padre porque hace una semana alguien había irrumpido en la cochera, había abierto el carro y se trató de llevar el estéreo, sin lograrlo, mientras mi padre leía en su estudio...
Mi hermana y mi cuñado le ofrecieron su casa a mi padre para pasar la noche. Dado que mi padre es un hombre... ideático, por decir lo menos, declinó la oferta; yo también le dije que viniera a dormir a mi casa, pero no quiso. Después de horas de discutir, lo convencí de que una posible opción era quedarse en un hotel: dado que en su casa no hay cerraduras ni en la reja de entrada ni en la puerta principal -y debido a que mi padre odia las "camas ajenas"- mejor dormir en una cama anónima en una habitación anónima donde "no le diera molestias a nadie" (así es mi papá, en fin). La solución del hotel también funciona para que todos (salvo por la obvia incomodidad de mi padre de quedarse en otro lado que no sea el suyo, tan habituado como está a su casa, a su cama, a sus cosas, a su espacio) quedemos más o menos tranquilos, aunque sólo sea por esta noche.
Primero fuimos al bastante modestito Hotel Escandón que está justo frente al edificio en que vivo, pero no tenían cuartos vacantes (¿quién lo hubiera pensado?). Luego fuimos a un vil hotel de paso sobre Patriotismo -de esos híper discretos y quesque lujosos- en el cual, de plano, las habitaciones "no son para pasar la noche", como dijo el encargado, "porque aquí sólo se viene por unas horas y nadie viene a dormir". Total, el tercero fue el vencido: el Hotel Fiesta Inn de Insurgentes y Viaducto, que más bien parece una prisión de alta seguridad gracias a la tecnología empleada para vigilar el lugar. O sea, dejé esta noche a mi padre en una auténtica jaula de oro. Mientras se registraba en la recepción del hotel, mi papá empezó a verme raro: "pero, ¿qué te trajiste Montse? ¿Como para qué te trajiste eso?".
En la paranoia crepuscular de "huir" de una casa violada -de temer que otra vuelta alguien tratara de entrar, de ver en el suelo los recuerdos de mi propia infancia, de sentir la indefensión de un anciano que no puede vivir en paz porque lo amenazan la intrusión, la inseguridad y, potencialmente, algo mucho peor, de experimentar la frustración que provoca el desastre que es este pinche país- yo me había colgado al hombro la cámara Tower, había tomado por el asa el mítico neceser rojo y me había abrazado de las cenizas de mi madre. "¿Qué no ves que no puedes andar paseando a tu mamá así nomás? ¡Es delito federal!".
Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate
que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana
siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knockout.
Julio Cortázar
Esta mañana en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM me di cuenta de que hay chicos (en el sentido más amplio del término, por paradójico que esto parezca) guapos que, de ser boxeadores, serían peso pluma o hasta mini o supermosca, según se vea (y marque la báscula, eso que ni que). Claro, porque entonces aquéllos hombres maduros ya con unas cuantas canitas encima (o más de las que podrían (o querrían) contar) y otro tanto de arrugas y experiencia y carisma y así -que ciertamente los hacen ver aún más interesantes y guapos de lo que ya de por si son (o eran en sus días de pluma)- de ser boxeadores, esos hombres maduros que decía yo, por supuesto serían peso pesado... o wélter, en su defecto. Es como si subiéramos al mismo ring (muy hipotéticamente hablando, ¿eh?) a Daniel Cloud Campos y a Gustavo Cerati. [Claus asiente con la cabeza]
Digo, en unos 12 años (si no hay contratiempos terribles, potencialmente letales) Daniel Cloud Campos tendrá 40 y, supongo, será todo un peso pesado, mientras que Cerati... Y esto fue una pequeña reflexión, a pedido de Claus, tras un largo y eficiente día de trabajo intenso y muy académico (uuufff...). [Risas de la mismísima "Clauds" que está aquí al lado, sentadita] Pero yo ni se de box (no me gusta nadita, con el perdón de los cronopios apasionados porque tampoco se de jazz). Y, además, ¿para qué ponerlos a pelear un round imaginario si ni siquiera están en la misma categoría? Lo que, por cierto, me recuerda las palabras de Cortázar...
Hacia el final de los setenta todo era ingrávido. Al menos así lo recuerdo. La lámpara de vidriecillos de colores, suspendida del techo en una esquina de la sala; el mantel de flecos sobre la mesa del comedor. Mi madre y su paciencia infinita. Mi padre leyendo poesía. El afro trasnochado de la vecina y su pastel del Hombre Verde. El ventanal que daba al jardín, pequeño follaje trasero; el sol que pintaba de tenue verde su luz. Las bicicletas tiradas en el pasto. Los pantalones acampanados del colegio. Mis zuecos azules. La vista desde la azotea: sólo terrenos baldíos y horizonte. Recuerdo correr ligera por los tejados contiguos de cinco casas extrañamente unidas. El beso que le dí a ese niño en su cumpleaños, escondidos en la cochera. El papel tapiz de flores: su mismo ramillete, amarillo y quebradizo, repetido una y otra vez en las paredes de cada habitación. Lo único que tenía peso entonces era el mastodonte de la televisión de bulbos que sostenían cuatro patitas ridículas; su perilla redonda -clac, clac, clac, lenta y torpe- que apenas podía mover para cambiar los canales. ¿Qué habrá sido de ella?
ADVERTENCIA Este post está escrito desde una posición radicalmente anti prohibicionista; también lo anima un punto de vista extremo en cuanto a la libertad de expresión y, sobre todo, de creación artística. Me explico: no creo que ninguna película deba ser prohibida dado que nadie (me refiero a puros adultos nomás) está obligado/a a ir al cine: uno va porque quiere y ya. Para eso están las clasificaciones, la crítica de cine y las reseñas de películas. Y si sucede que alguien erró al seleccionar una, tiene todo el poder y el derecho de salir de la sala, corriendo o calmadito/a, en el momento en que lo que vea y escuche le parezca una aberración. Puedo apostar que nadie lo/la detendrá y forzará a terminar de ver la película.
Por otro lado, no creo que el arte sea únicamente aquéllo que eleva el espíritu, aquéllo que ennoblece al ser humano. El arte también confronta, incomoda y presenta lo que para muchos y por diversas razones es impresentable, lo que J.M Coetzee muy acertadamente denomina indeseable. Tal vez los valores (cualesquiera que sean) que un artista plasma en su obra -o la forma en que lo hace- no tengan nada que ver con los de su hipotético público. Entiendo la ofensa de éste frente a lo que califica de indeseable y entiendo que es una ofensa legítima. Pero lo que no entiendo es que este hipotético público recurra a la violencia para resarcir la transgresión de la que supone fue objeto. Y mucho menos entiendo que la mejor opción sea destruir físicamente la obra [argumenta este finísimo e hipotético público mientras blande sus antorchas] por el bien de todos...
Así las cosas, este post se centra en dos películas -The Human Centipede (First Sequence) (Tom Six, Holanda, 2009) y The Woman (Lucky McKee, EUA, 2011)- que aún no se han estrenado en México y son ejemplos recientes y paradigmáticos de cintas de terror (aunque, la verdad, a mi no me lo parecen tanto) que han suscitado reacciones adversas dado su bizarro contenido, por decir lo menos. Los spoilers al narrar las historias que estas películas cuentan serán muchos y el contenido no apto para quienes son susceptibles al gore. Hechas estas advertencias, querido/a lector/a, inicie la lectura de este post bajo su propio riesgo...
1. Escatología, tortura y demásTom Six es un director holandés a quien las buenas consciencias, sobre todo la británica, no bajan de perverso. La cinta que lo llevó al estrellato (o que, por lo menos, le valió una parodia en South Park -el episodio HUMANCENTiPAD- que ya es un gran logro), The Human Centipede (First Sequence), explora los experimentos del Dr. Josef Heiter (Dieter Laser), un afamado, retirado y ficticio cirujano alemán especializado en separar siameses, para "construir" un cienpiés humano (cualquier referencia con el infame y nazi Dr. Josef Mengele no es mera coicidencia). El Dr. Heiter secuestra a dos turistas americanas, Lindsay y Jenny (Ashley C. Williams y Ashlynn Yennie), y a uno japonés, Katsuro (Akihiro Kitamura), y procede a unir las bocas de unos con los anos de otro: si, una sencilla operación -100% medically accurate dice la publicidad del filme- que se explica en el siguiente diagrama:
Todo es felicidad para el Dr. Heiter porque al principio su experimento es un éxito pero, como era de esperarse, el cienpiés no está ni muy sano ni muy contento que digamos. Mientras el Dr. Heiter trata de entrenar a su nueva mascota llegan a su casa dos detectives, Kranz (Andreas Leupold) y Voller (Peter Blankenstein): unos vecinos muy cívicos se han quejado en la comandacia de los horrendos gritos de mujer que se escuchaban (antes de la operación, hay que apuntar) en la propiedad del Dr. Heiter. Kranz y Voller no quedan satisfechos con la explicación del doctor y su conducta agresiva les hace sospechar que algo raro esconde, pero como estamos en el primer mundo y no en el Estado de México, muy cívica y acomedidamente avisan al doctor que iran por una orden de cateo antes de revisar el sótano de la casa.
Ante el inminente descubrimiento de su creación, el ahora histérico Dr. Heiter baja al sótano y es atacado por el cienpiés, quien le entierra un bisturí en la rodilla. El cienpiés, en un intento por escapar de su captor/creador, sube penosamente una escalera de caracol (¿qué, qué?), pero es alcanzado por el doctor: tras un dramático intercambio entre Katsuro (la única parte del cienpiés que puede hablar... japonés) y el Dr. Heiter, el primer tercio del cienpiés decide que ya ha tenido suficiente de este valle de lágrimas y se corta la yugular. Para entonces, los muy eficientes Kranz y Voller han regresado a casa del Dr. Heiter con todo y orden de cateo que no les es muy útil, por cierto, ya que tiran la puerta principal para entrar y se desata el desastre. Kranz descubre al cienpiés, Hieter mata de un balazo a Voller, Kranz descubre a Voller muerto, Kranz recibe un balazo de Hieter y, antes de morir, Kranz mata a Heiter. ¿Y los dos trecios del cienpiés que quedan vivos? Cuando de pronto (y muy convenientemente para la historia) muere el tercer tercio del cienpiés de una infección terrible, el segundo tercio, Lindsay, se queda literalmente cosida a dos cadáveres, lloriqueando mientras la cámara se aleja... Fin.
2. Feminismo o algo por el estilo Lucky McKee es un director americano cuyas películas de terror -como la bastante visible May- aunque muy indie se han hecho de una importante base de fanáticos devotos. McKee presentó su más reciente película, The Woman, en Sundance en enero de este año. The Woman es la historia de los Cleek, la típica familia americana que vive, aparentemente, en perfecta armonía en su hermosa casita rural. Chris Cleek (Sean Bridges) tiene un exitoso despacho de abogados y en sus ratos de ocio sale a cazar al bosque que queda justo detrás de su casita. Un buen día Chris se topa con un ser fascinante y peligroso, una mujer salvaje (la excelentísima Pollyanna McIntosh), y como haría cualquier ciudadano de bien pues la atrapa con una red y se la lleva para enseñarle a vivir como la gente decente.
De inicio, el "proyecto civilizatorio" de Chris no es bien recibido por su esposa Belle (Angela Bettis), pero como la abnegada, golpeada y dócil ama de casa sureña que es, acepta sin chistar. A quien si le encanta la nueva adición a la familia es a Brian (Zach Rand), el puberto hijo de los Cleek, quien lasciva y curiosamente se apresta para ayudar en lo que se ofrezca. La mujer salvaje, como era de esperarse, no está nada contenta con el proyecto de los Cleek: la tienen amarrada en un cobertizo, la bañan a mangerazos y la visten con ropita bastante fea y pasada de moda. Chris aprovecha que la mujer está cautiva para mostrarle qué es el sexo y Brian la espía tiro por viaje con una mezcla de fascinación y asco, mientras Peggy (Lauren Ashley Carter), la hija adolescente de los Cleek, tiene ya bastantes problemas con la empresa de ocultar su embarazo como para preocuparse por lo que su familia le está haciendo a la mujer salvaje.
Cuando Genevieve Raton (Carlee Baker), la maestra de Peggy, se aparece en casa de los Cleek para confesarles sus sospechas sobre el embarazo de su hija, se desata el desastre: Chris le pone tremenda madriza a Genevieve (eso si: tras darle un golpazo a Belle, que la deja inconsciente, porque ésta le acababa de anunciar que lo iba a dejar) y se la lleva al cobertizo donde resulta que tiene encerrado a otro ser salvaje y peligroso -un niño caníbal- quien, ni tardo ni perezoso, se come enterita a Genevieve. Peggy no halla otra forma de detener a su padre más que liberar a la mujer salvaje quien mata a Belle, a Chris y, por qué no, a Brian. Después de la masacre, la mujer salvaje intercambia gruñidos y balbuceos ininteligibles con Peggy y se marcha tranquilamente rumbo al bosque, llevando de la mano a Darlin' (Shyla Molhusen), la hija más chiquita de los Cleek... Fin.
3. Los otros indignados y sus argumentos Aunque me parece que ambas películas no son ni remotamente joyas de la cinematografía, si presentan interesantes tesis sobre el eterno debate -y muy actual, dada la situción de este país- entre civilización y barbarie. En The Human Centipede (First Sequence), como lo apuntan ciertas reseñas, subyace una discusión sobre los límites éticos de la investigación médica, sobre la soberbía del científico loco que se cree creador de la vida y a quien los seres humanos le parecen viles gusanos. En este sentido es acertada la elección de Six de Katsuro como el primer tercio del cienpiés: el hecho de que éste sólo hable japonés enfatiza la obvia incomunicación entre el Dr. Heiter y su creación, el hecho de que el arrogante médico conciba al cienpiés como un auténtico insecto.
The Woman, por su parte, no sólo supone una bárbara crítica de las formas en que históricamente se ha impuesto, a sangre y fuego, la "civilización" a los "salvajes", sino que también puede leerse como un alegato contra la violencia de género. De hecho, muchos de los ultrafans de McKee lo son porque dicen que encuentran en sus películas representaciones de las mujeres que ponen el dedo en la yaga sobre temas como el abuso doméstico, el autoestima y la imagen corporal. Pero como el cine es susceptible de diversas lecturas, ciertos espectadores han encontrado en ambas películas motivos para la ofensa y el agravio.
A pesar de que The Human Centipede(First Sequence) fue estrenada en cine comercial en Inglaterra y otros países, no sin causar escándalos diversos dado su contenido vomitivo (la coprofagia, forzada en este caso, sigue siendo un verdadero tabú para muchos), la secuela de este filme, The Human Centipede II (Full Sequence), ha sido prohibida oficialmente en el Reino Unido. No es legal distribuirla en DVD, por lo que tampoco podrá verse en salas de cine. ¿La razón? A la British Board of Film Classification (BBFC) le parece que es un mal ejemplo para sus espectadores: tras ver la película, a alguien se le puede ocurrir la peregrina idea de crear su propio cienpiés, por eso mejor censurarla ahora que lamentarse después. Además la BBFC arguye en su muy explícito dictamen que The Human Centipede II (Full Sequence) es una película pésima y potencialmente obscena que supone un peligro real para cualquier audiencia. Ello porque la lectura que la BBFC hace de la misma encuentra que Six -con una muy malvada intención- sólo muestra al espectador el punto de vista del protagonista, Martin (Laurence R. Harvey), un hombre "sexualmente obsesionado" con la primera película quien efectivamente lleva a cabo la peregrina idea -una "violenta y depravada fantasía", dice la BBFC- de crear su propio cienpiés con consecuencias, era de esperarse, desastrosas.
Por otro lado, tras la première de The Woman en Sundance, un muy indignado espectador armó tremendo alboroto (que alguien tuvo a bien grabar y subir a la red aquí). El hombre en cuestión (quien, por cierto, esperó paciente hasta que The Woman terminó) intervino la conferencia de prensa en que McKee platicaría sobre su película y le espetó al cineasta que era un perverso, misógino, enfermo y etcétera porque en The Woman se muestran varias escenas, bastante explícitas, de tortura. "Cómo es posible", gritó el indignado espectador, "que el Festival haya incluido en su selección este tremendo bodrio", esta representación de las mujeres, a su juicio denigrante, que nada tiene de buen ejemplo para nadie. Una vez más salió a relucir el argumento de que lo que se ve en pantalla se imita irremediablemente. Al final, el hombre pidió que le reembolsaran el dinero que pagó por la función.
4. Otros argumentos producto de otras indignaciones El cine, arte o no, es realmente un modelador de consciencias, un aparato ideológico de estado, como diría Louis Althusser, pero me parece que su influencia no es tan inmediata ni supone una lógica de causa y efecto. Es cierto que las representaciones sobre el mundo que ofrece el cine influyen, de alguna complicada y extraña manera, en nuestra concepción de éste. Al mismo tiempo, el cine no es tan peligroso como muchos países (que se dicen democráticos) lo hacen ver a través de prohibiciones, cortes y censuras. Ojalá lo fuera. Si el impacto del cine resultara tan súbito y demoledor como arguyen, bastaría con ver La Batalla de Chile una sola vez para desear el arribo del poder popular, bastaría con ver Wall Street para comprarse enterito el glamour de la bolsa de valores neoyorkina. Pasar de espectador a activista, de observador a revolucionario -o viceversa- no es cosa de una función.
Si partimos del supuesto de que cada espectador tiene herramientas para evaluar y disfrutar/padecer lo que ve y para decidir si quiere o no ver algo, los argumentos de la censura salen sobrando. Y si consideramos que existe esta suerte de madurez en muchas de las audiencias que van al cine, el escándalo resulta, hasta cierto punto, una decisión del espectador. La culpa del agravio entonces no es de Six ni de McKee, sino de quienes miran sus películas y no se responsabilizan de las consecuencias de mirar. Pero eso si: la educación que muchos países (que, insisto, se dicen democráticos) le niegan a sus pueblos impide precisamente la adquisición y desarrollo de tales herramientas (y de otras cosas). Es más fácil impedir que alguien mire a proveer elementos para afinar la mirada. Por eso los censores salen más baratos que los maestros... En fin...
La primera vez que viajé en el metro de Berlín fue un completo desastre: llevaba sólo un día en la ciudad y el jet-lag me estaba matando. Era de noche y, por fortuna, me acompañaba Jurek, quien me tradujo que los altoparlantes nos habían sacado del vagón debido a que las reparaciones en esa línea del U-Bahn obligaban a transportarse sobre la tierra. Salimos de una estación, no recuerdo cual, para tomar un bus que nos dejó cerca de otra estación cuyo nombre tampoco recuerdo y que resultó estar cerrada. Jurek decidió que caminar a otra estación de otra línea era nuestra mejor opción para finalmente llegar a nuestras respectivas casas en Kreuzberg. Al pasar por Wittenbergplatz, cerca de la enorme y famosa tienda departamental KaDeWe, Jurek se detuvo un momento y me preguntó: "¿qué te llama la atención aquí?". Estábamos frente a la entrada del metro y alcancé a ver a la derecha un gran letrero, una suerte de estandarte de metal, que decía: Orte des Schreckens, die wir niemals vergessen dürfen, seguido de una lista de nombres propios. Con sólo leer la primera palabra en la lista supe de qué se trataba: Auschwitz, Stutthof, Maidanek, Treblinka, Theresienstadt, Buchenwald, Dachau, Sachsenhausen, Ravensbrück, Bergen-Belsen, Trostenez, Flossenbürg. "Campos de concentración, campos de exterminio", dije. "Lugares de horror que nunca debemos olvidar", tradujo Jurek. "Berlín está llena de pistas, pequeños recordatorios. Abre los ojos y verás". Y si, Berlín es una ciudad que clama perdón a cada paso que uno da. La memoria de las víctimas del Holocausto se hace presente, se vivifica, en todos los rincones: ya sea en forma de una de las incontables, a veces imperceptibles, Stolpersteine sembradas en las banquetas berlinesas o a través de museos, monumentos y memoriales que desbordan la ciudad y sus alrededores. Berlín clama perdón y es a través de los ojos que uno escucha esa súplica.
II. Sachsenhausen
Cuando me invitaron a visitar Sachsenhausen en Oranienburg, a poco más de una hora del centro de Berlín, no dudé en ir: haber llegado hasta Alemania y no ser testigo de algunos de los vestigios del Nacionalsocialismo me parecía impensable. Uno de los primeros campos de concentración de la era nazi, antigua cervecería devenida prisión en el verano de 1933, Sachsenhausen era una institución "modelo" en la cual se entrenaron cuadros de élite de la SS y que albergó a más de 200,000 prisioneros desde su establecimiento formal en marzo de 1936 hasta su liberación el 22 de abril de 1945. Ya que sitios como Auschwitz y Treblinka están en Polonia, Sachsenhausen resultaba la opción más cercana para el turismo histórico. Turismo que, como sucede cuando se visita cualquier lugar de horror, deja de tener un mero interés intelectual para convertirse en una brutal experiencia emocional y, si me apuran un poco, en una experiencia decididamente espiritual.
Llegamos a Sachsenhausen un domingo soleado y bastante tarde porque nos perdimos; dimos vuelta en la calle equivocada y terminamos en un cementerio de guerra ruso en honor a los soldados caidos en combate en abril de 1945, precisamente cuando el Ejército Rojo marchaba sobre Oranienburg para llegar a Berlín. Tras corregir el rumbo y tomar la calle correcta apareció: enclavado entre bellas casas de campo, con jardines de un verde impecable y plagados de flores y gnomos, el Memorial y Museo Sachsenhausen da la bienvenida a sus visitantes con un modelo a escala del sitio y con la sorpresa de que hay que seguir caminando por una larga via - la Calle del Campo- para llegar hasta la entrada. Las puertas de ésta se abren y dan paso al Nuevo Museo, dedicado a la lucha antifascista europea. Este museo, como todos los que visité en Alemania, tiene un montaje extraordinario, además de que es interactivo. Me resulta impresionante como un pueblo que al término de la Segunda Guerra Mundial estaba completamente devastado -literal y metafóricamente- hizo (y sigue haciendo) el esfuerzo de salvaguardar una cantidad impresionante de documentos que (ahora) testimonian lo ocurrido durante uno de sus momentos más oscuros: la era nazi. A través de cartas personales y oficiales, postales y fotografías, uniformes, utensilios, películas y grabaciones, el Nuevo Museo describe los periodos por los que transitó el Campo y narra como algunos de sus prisioneros se enfrentaron a la maquinaria de destrucción y olvido nazi. Los vibrantes colores del vitral a las víctimas, miembros de la resistencia y libertadores soviéticos del Nuevo Museo contrastan con la sombría Torre A, puerta principal del Campo en cuya reja, como era usanza común, está soldada la tristemente célebre frase Arbeit macht frei: el trabajo los hará libres.
No pudimos terminar de recorrer el Campo. Se acercaba ya la hora de cierre y sólo alcanzamos a entrar en las barracas de la enfermería, en la sala de autopsias y el depósito de cadáveres bajo ésta. También vimos el obelisco enorme, cubierto de pequeños triángulos rojos que rememoran a los presos comunistas, memorial situado en uno de los vértices de la amplia explanada del Campo, también triangular, pero faltó llegar a las trincheras de ejecuciones, a las barracas 38 y 39 que fueron habitadas por prisioneros judíos, al sitio donde están la ruinas del primer crematorio... No se si todo visitante experimenta algo similar, pero en Sachsenhausen yo me sentí abrumada. Cada paso que daba se hacía más pesado que el anterior y eso no tuvo que ver con el natural cansancio de recorrer un lugar tan grande. A cada paso se acumuló el peso de atestiguar los rastros del horror: a pesar de que ha trascurrido más de medio siglo desde que dejó de funcionar, Sachsenhausen acongoja al corazón y, ante el sinsentido de tanto sufrimiento y violencia, la cabeza se obsesiona con una única pregunta: ¿por qué, por qué, por qué? Pregunta para la cual, en un sentido trascendente, ninguna respuesta que provenga de la razón satisface o sirve.
La fría vastedad de Sachsenhausen -¡y eso que era verano!- contribuyó al sentimiento de desazón y malestar que sentíamos: al percibir la llegada de una súbita pérdida de fe en el mundo entero, preferimos interrumpir la visita. Después de leer documentos sobre los experimentos de eugenesia conducidos en el Campo, después de las crónicas sobre como, un invierno, se apilaron los cadáveres en el corredor del sótano de la enfermería hasta llegar al techo, después de los recuentos sobre la suerte de algunos prisioneros polacos, homosexuales, gitanos y rusos, después de ver sus rostros y sus ojos, después de las manchas de humedad que cubrían las paredes de la morgue, manchas que parecían de sangre, no quedó más que salir de ese lugar de terror. Hice varios Fátijas y encendí una veladora que había sido dejada como ofrenda, junto con guirnaldas de flores y pequeñas rocas, cerca del sitio que alguna vez fue el del cadalso del Campo. En silencio, cruzamos la reja de la Torre A y nos alejamos de Sachsenhausen.
III. Atestiguar, recordar, perdonar...
Peacemaking is the functioning of bearing witness. Once we listen with our entire body and mind, loving action arises. Roshi Bernie Glassman
Cuando Eva Mozes Kor declaró en 1995 que perdonaba a los nazis muchas cejas se levantaron y otras tantas increpaciones se escucharon. Eva leyó su armisticio personal en Auschwitz, el mismo campo al cual había sobrevivido, y a su lado estaba el Dr. Hans Münch, médico nazi que trabajó en Auschwitz y con quien Eva había trabado amistad. Eva y su hermana gemela Miriam fueron parte de una serie de experimentos a cargo de Josef Mengele y a pesar de que Miriam, años después, murió a causa de ello y de que toda su familia fue asesinada en Auschwitz, Eva decidió perdonar. Ella misma relata que el proceso no fue fácil ni rápido: perdonar las atrocidades que le fueron impuestas no sucedió de un día a otro, pero cuando finalmente llegó el perdón, Eva sintió una ligereza y libertad que nunca antes había experimentado. Muchos supervivientes judíos de distintos campos de concentración y exterminio se indignaron ante la declaración de Eva. Algunos creyeron que estaba negando la existencia del Holocausto y que no tenía el derecho de exonerar, aunque fuera de palabra y a título personal, a los perpetradores de uno de los genocidios más brutales en la historia del siglo XX. A pesar de ello, Eva ha sostenido su postura con entereza. El de Eva no es un perdón desmemoriado. Ella perdonó, pero sigue recordando porque es imposible dejar de hacerlo. Desde hace varios años regresa a Auschwitz de cuando en cuando para conducir visitas cuyo objetivo es mantener viva la memoria de los millones de víctimas del nazismo y proponer la cultura del respeto al otro y de la tolerancia a través de su organización CANDLES (Children of Auschwitz Nazi Deadly Lab Experiments Survivors).
Para la gran mayoría de quienes no somos personas judías ni tenemos un pasado directamente vinculado con lo que sucedió pareciera que el Holocausto, en tanto suceso histórico, no tendría por qué trastornar nuestras fibras sensibles ni colocarnos a uno u otro lado de la invisible línea que divide a "víctimas" de "perpetradores". Pero, en tanto seres humanos, toda barbarie nos compete de manera íntima. Nos compete porque las semillas de los actos más generosos y de aquellos más terribles están sembradas dentro nuestro; porque ambos, altruismo y crueldad, son reversos en la misma moneda. Nos compete porque el exterminio en masa, la tortura y la explotación, en cualquier latitud y momento, necesaria y urgentemente hacen que nos preguntemos por el valor de la vida, por la implacabilidad de la muerte y por la Fuente de ambas.
Por eso me conmovió tanto el gesto de la ciudad de Berlín de devolver la humanidad a quienes el nazismo consideró infrahumanos. Me conmovió la evocación de los nombres de las decenas de miles de deportados a guetos, campos de concentración y de exterminio presente en las Stolpersteine berlinesas; los testimonios sobre cómo se apoderó el Nacionalsocialismo de la conciencia alemana en Topografía del Terror; y la exhibición de innumerables fotografías en Sachsenhausen y otros memoriales que transforman las cifras, burdas y anónimas, en personas. El perdón que pide Berlín públicamente en sus calles y museos se expresa como una promesa sustentada en el recuerdo: la complicada y punzante promesa de que la persecusión, la segregación y el aniquilamiento de los otros, quienes quiera que éstos sean, no volverán a suceder. El problema, me parece, es que una promesa de esa índole sin estar acompañada de medidas estructurales que aseguren la impartición de justicia en caso de no cumplirse se queda sólo en eso: en los buenos deseos de las personas que, sinceramente y desde el corazón, por más conmovido y entristecido que pueda sentirse a veces, perdonan y siguen recordando.
FOTOS 1. El Holocaust-Mahnmal en Berlín. 2. Una Stolperstein, justo en la entrada del edificio ubicado en Kopischstrasse 4, en el barrio de Kreuzberg, que dice: "aquí vivió Else Kleitke...". 3. El vitral del Museo Nuevo. 4. Vista del Campo desde las barracas de la enfermería. 5. Panorámica del Campo. 6. Topografía del terror, museo al aire libre y centro de documentación sobre el nacionalsocialismo en Berlín.
Los misterios del olvido y la memoria siempre me han parecido fascinantes; los del amor y la muerte también. El (aparente) sinsentido de las razones por las cuales algunas escenas quedan impresas en la memoria con nitidez, mientras que otras sufren transformaciones diversas e inexplicables y algunas más simplemente se diluyen y se olvidan ha (pre)ocupado muchas de mis horas desde hace años. A veces tengo la impresión de que el aquí y el ahora -este sol que entra por la cocina, esta canción que escucho, esta calle que se ve desde la ventana- no es más que un potencial recuerdo a futuro, cuya sustancia en realidad es inasible, efímera, mutable. ¿Por qué en cuatro o cinco meses o años la luminosidad de este día o los cuervos que sobrevuelan la Wasserturm de la esquina serán sólo imágenes que plaguen mi memoria o imágenes que, si soy afortunada, me remitan a este o aquel sentimiento?
Por eso películas como Beginners (Mike Mills, EUA, 2010) me parecen entrañables: este es el 2003, este era el sol, estas las estrellas, este el presidente; esto era la felicidad y esta la foto de la boda de mis padres en 1955, rememora Oliver (un refrescante y magnífico Ewan McGregor). Su padre Hal (Christopher Plummer) acaba de morir de cáncer y Oliver está en ese estado -entumido, doloroso, confuso, añorante- que la muerte de los padres deja en los hijos. Oliver se ha quedado con los libros de Hal, ha vaciado la casa en que vivía, ha tirado unas cuantas cosas y recuperado otras tantas. Ahora Oliver vive con Arthur, el Jack Russell terrier de su padre, y trata de recomponerse para encontrar la joie de vivre perdida tal vez mucho antes de que Hal le confesara que era gay, que había sido gay toda la vida, antes de que Hal enfermara y muriera.
Meses después en una fiesta de disfraces llega hasta el diván de Oliver/Freud una nueva paciente, aparentemente muda: Anna (Mélanie Laurent). Ella escribe en su cuadernito de notas: "¿por qué has venido a una fiesta si estás tan triste?". Oliver y Anna se ven varias veces tras la fiesta: en el cuarto de hotel de ella (es actriz y viaja mucho), en la casa de él: esta es la sala, este el comedor, esta es la foto de mi padre, junto al clasificado que publicó en una revista gay para buscar pareja. Salen a patinar, grafitean un espectacular en blanco, pasean por un parque con Arthur. Parece amor a primera vista. Pero hay algo en Oliver que le impide estar con Anna, una tristeza profunda, una desazón vital. Oliver hace una lista de sus relaciones pasadas; escribe una historia animada de la tristeza; pide la opinión de Arthur con respecto al estado de su vida, al tiempo que recuerda. Recuerda momentos de su infancia con su madre Georgia (Mary Page Keller), quien también murió de cáncer; recuerda los últimos meses de su padre, tan llenos de vida y de amor, de reuniones, amigos y fuegos artificiales...
Beginners, un relato autobiográfico de Mills que recuenta la salida del clóset de su propio padre a los 75 años, es simplemente una película hermosa. No crean que es un drama desalentador sobre la imposibilidad del amor de pareja o la fatalidad de la muerte, al contrario. Beginners es una película muy divertida, de esas que saben hacer reir sutil y constantemente, de esas pocas que encuentran atisbos de esperanza sin cursilerías, sin que eso signifique que uno deje de dolerse con sus personajes y su historia. La fotografía de Kasper Tuxen, el diseño de producción de Shane Valentino y el original score de Roger Neill, Dave Palmer y Brian Reitzell contribuyen a crear una atmósfera distintiva y cautivadora, como hiciera el crew -sobre todo la música de Air- de esa otra película formidable sobre el amor, la muerte y el recuerdo: The Virgin Suicides de Sofia Coppola. Si de dar estrellas se trata, a Beginners le doy cuatro y media de cinco.
Para tod@s en el crew de Nighttime Para Stephanie Brewster, en agradecimiento por invitarme a hacer una película Para Claus Loredo, como promesa para empezar a hacer nuestra propia película
Siempre he dicho que no soy realizadora, que lo mío lo mío es sólo ver películas (muchas, si, de todo tipo, "buenas, malas y peores", como creo que algún día recomendó hacer Tarantino). Durante gran parte de mi vida y gracias a la cinefilia de mi padre, lo mío fue hacer de feliz voyeur y, con palomitas en mano, disfrutar tranquilamente del espectáculo luminoso de la sala oscura. A partir de que decidí hacer del cine mi objeto principal de estudio, el disfrute se ha vuelto trabajo: desde que escribo una tesis sobre cine y organizo diplomados sobre cine -¡oh, ironía!- casi no voy al cine (al menos no con la frecuencia de antes) y ahora lo mío, lo mío consiste en desentrañar mecanismos significativos, descubrir correlaciones empíricas y reconstruir historias dentro y fuera de la pantalla, para lo cual las palomitas han cedido su lugar a la pluma y al cuadernito y la sala de cine se ha visto reeplazada por el archivo y la hemeroteca. Además, nunca he creido tener la habilidad o características requeridas para embarcarse en las largas y penosas horas que significan hacer cine, para dar el salto de estar sentadita cómodamente en la oscuridad y entrar al rush que significa estar del otro lado (que no enfrente) de la cámara. Pero tras ayudar en la filmación del corto Nighttime de Stephanie Brewster, los siempres y los nuncas parecen disolverse felizmente en unas ganas terribles de hacer más cine...
Día 1, 10:46 pm Acaba de anochecer y yo aún en camino hacia la locación. Steph dijo que el centro de reunión era una capilla o algo así. Conforme a las indicaciones, salgo de la estación Nordbahnhof y doy vuelta a la izquierda en Gartenstraße, una larguísima calle, casi recta, con edificios de apartamentos a un lado y lo que creo es un gran parque (sólo alcanzo a ver la alta barda) al otro. A lo lejos se distinguen las torres de una iglesia, con todo y un reloj, así que no estoy tan perdida. Cuando llego a la rotonda frente a la iglesia veo al crew bajando cajas de dos autos. La Srita. Brewster está ahí y me presenta como asistente de producción (yo pienso: ay, ¡qué generosa! Si nomás vine a jalar cables...). Los hallos! entusiastas dan paso al trabajo: estamos, literalmente, bajo el reloj, porque las horas de oscuridad en Berlín y en verano son pocas. Primero me ocupo de ayudar a Cata -querida amiga colombiana y directora del coro de los niños cantores del Görli- con el catering: limpiar las botellas de refrescos, jugos y aguas que por quién sabe qué artes están tan sucias y que Steph logró fueran donadas a la producción. En el trajín de subir y bajar cosas de los carros, la alarma de uno de ellos comenzó a sonar. Y sonar y sonar y sonar: no había manera de controlarla. De pronto, una persiana en la ventana de un edificio se levanta y un hombre comienza a decir improperios (supongo). Michael, nuestro emprendedor e ingenioso productor alemán (por eso es "Mijaíl" o "Michi" en vez del horrible "Maicol" gringo), le dice al hombre, entre otras cosas: "Entschuldigung..." ("perdón...", una de las primeras palabras que uno aprende por acá dada su gran utilidad), a lo que el hombre responde (entre otras cosas): "Keine entschuldigung!!! Blah, blah, blaaarrrggghhh: polizei!!!" (lo que puede traducirse como: "¡¡¡Que perdón ni que ocho cuartos!!! ¡¡¡Qué horas son estas para estar haciendo tremendo ruido, por Dios!!! ¡¡¡Cállense o llamo a la policía!!!). Luego me enteré que el hombre de los improperios era el mismísimo padre de la Iglesia de San Sebastián quien muy amable y generosamente había prestado su casa parroquial para hacer de cuartel general de la filmación...
11:42 pm Ya con la alarma insumisa bajo control, el crew y los actores salimos a filmar. Mi labor central en Nighttime (además de hacer lo que se ofrezca porque para eso es que uno se voluntaría) es estar al pendiente de los carros, buses, bicis, motos y demás transportes o peatones que se paseen por Gartenstraße. Como la historia es sobre el viaje nocturno de una niña que va en el asiento trasero de un auto, la cámara está montada precisamente dentro de un auto y gran parte de las tomas se hacen con el auto en movimiento. Michael me da un walkie y me voy a mi posición, casi en la esquina de Gartenstraße y Bernauerstraße. Cuando no pasan vehículos yo digo: "No cars, go!!!!!" y comienza el rodaje. Philip, otro miembro del equipo, está en la esquina opuesta haciendo exactamente lo mismo. El carro va de una esquina a la otra, una y otra vez. La luz de los reflectores al interior lo hace parecer una pecerita móvil que ilumina a su paso la oscuridad de Gartenstraße. De pronto, el auto ya no cruza frente a mi punto de vigilancia. Se ha tardado mucho y nomás no aparece. A la distancia encuentro la razón: una enorme columna de humo blanco, que se distingue a cientos de metros hasta donde estoy parada, sale del cofre del carro. ¡Maldición!
3:07 am Debido al incidente del auto, las tomas interiores del corto ya no pueden hacerse. El actor y la actriz que hacen las veces de padres de Noemí, nuestra pequeña protagonista argentino-alemana, no pudieron filmar hoy, así que el rodaje sigue con Christian. Me sorprende la destreza de Steph para tomar decisiones rápidas, resolver problemas bajo presión y dar indicaciones amables siempre con una sonrisa. El rol de Christian en Nighttime es ser una especie de hombre-aparición que se acerca repetidas veces al auto en que viajan Noemí y sus padres sin poder alcanzarlo, una aparición que desconcierta y asusta a Noemí. Edgard, nuestro fotógrafo-camarógrafo chileno, ha instalado la cámara en otro auto -el que se averió ya fue empujado y estacionado y está en espera de que una grúa venga por el- y ahora es el turno de Christian frente a la cámara. Con su lucecita en la espalda, no vaya a ser la de malas, y a la señal de Steph, Christian se lanza tras el auto en marcha. Corre y corre, pero el carro se pierde a lo lejos en Gartenstraße. Y a lo lejos, frente a la entrada de la Nordbahnhof, se alcanza a ver la Torre de Televisión, la famosa Fernsehturm, sinónimo de Berlín (cuya foto da la bienvenida a este bló desde hace unos meses). It's a wrap-upfor today: ya que comienza a clarear, regresamos a la casa parroquial para recoger lo que haya que recoger e irnos a dormir. Pero antes, Michael le escribe al padre una cartita en que nos disculpa por el alboroto causado (y no se si finalmente incluyó (no lo creo) la parte que algunos miembros del crew sugerimos sobre prometer que nos arrepentiríamos de nuestros pecados, que nos convertiríamos al Catolicismo y que hasta rezaríamos unos Padre Nuestros -en tres idiomas: inglés, español y alemán- como acto de merecida expiación...).
Día 2 -cualquier hora es buena- Como resulta que he sido nombrada algo así como vocera de los/as becarios/as mexicanos/as en la Summer School berlinesa, me quedo en casa preparando un speech sobre la evaluación de las actividades académicas del evento o, más bien, tratando de articular nuestras quejas, dudas (que son muchas) y salvedades de la manera más amable y diplomática posible...
Día 3, 10:39 pm Falté un día a la filmación y ya han pasado muchas cosas: la madre de la protagonista, quien ayer terminó de filmar casi todas sus tomas, se ha ido a Grecia y el padre, debido a que el primer día no fue requerido, ahora tiene otros compromisos que le impiden retomar (¿o comenzar?) su papel en Nighttime. Ahora Michi, que de origen es actor, hará de padre de Noemí y Nuria, nuestra directora de arte española, será la madre. Salimos a la calle a filmar y ocurre otro imponderable, éste anunciado con increíble precisión por Ursel, la asistente de dirección: a unos minutos de que den las doce, comienza a llover. La filmación tiene que cancelarse hasta nuevo aviso.
Día 4, 10:15 pm Tras la lluvia que nos agüó el rodaje el día anterior, el meteo dice que esta noche no lloverá o que, por lo menos, las probabilidades de que suceda son escasas. Uno de los retos de hoy es mantener despierta y alerta a nuestra protagonista: entre tomas, Steph, Michi y yo bailamos y cantamos con Noemí Tu me dejaste caer de Daddy Yankee y A lo loco de Celia Cruz y Jarabe de Palo; en estos momentos de descanso, ella se encarga de dar las órdenes: un pasito a la izquierda, otro a la derecha, manos arriba y abajo y está lista la coreografía. El futbolito -kicker, le dicen por acá- que tiene el padre en la parroquia es otra estrategia para divertirla. Todos los miembros del crew ayudan a hacerle ameno el pesadísimo trabajo que supone una filmación. Los días de desvelos naturalmente que tienen a cansada a Noemí...
2:38 am Dado que Michi ha ido a dejar a Noemí a su casa y que aún falta mucho por rodar, ahora tengo una nueva encomienda: manejaré el carro para filmar las escenas en que, después de mucho correr, Christian lo alcanza por unos segundos y se quita la cara. Si, leyeron bien: como si se tratara de una máscara, el hombre-aparición toma los pliegues de su frente con las manos y se arranca la piel. Originalmente estaba contemplado emplear a un profesional de los efectos especiales para lograr la ilusión de que Christian se "descarara" pero ahora, por otros imponderables que ignoro, Martina, la make-up artist de la producción, se ha encargado de dar a Christian unas ojeras tremendas y una palidez de muerte. El efecto de quitarse la cara, a pesar de que la Srita. Brewster no está del todo convencida, se hará en postproducción. Enciendo el carro rogando que no haya más imponderables (o fatales errores míos, ¡ja!) y transitamos varias veces, a poca velocidad, por Gartenstraße. Christian se acerca a la ventana izquierda del auto y (supongo, porque no puedo voltear a verlo) el hombre-aparición se manifiesta, arrancándose la cara frente a la cámara. Tal vez no haya andado en bicicleta en Berlín, capital europea de las Fahrräder, pero orgullosamente puedo decir que conduje un automóvil para una filmación.
Día 5, 10:19 pm Llego directo a la cocina de la parroquia para hacer bocadillos y café: hay que mantener alimentados y bien despiertos a los miembros del crew y a los actores, sobre todo a Noemí. Parece ser que este es el último día de filmación. Los imprevistos diversos han hecho que el plan de trabajo se extendiera de dos a cinco días. Esta vez vuelvo a mi labor inicial del No cars, go!!!!! pero sin walkie-talkie porque eran rentados y hubo que regresarlos. En realidad mi labor con Christian, además de una medida de seguridad, es como de acompañamiento: eso de estar esperando a mitad de una calle oscura y luego empezar a correr detrás de un auto, tratar de alcanzarlo y, de lograrlo, desfigurarse para asustar a una niña resulta ontológicamente peligroso. Lo bueno es que Christian es todo un profesional (ahora que lo pienso, Christian es como una versión joven de John Malkovich but without the funny eye...). Entre tomas, platicamos de los particulares de mi tesis y de su trabajo, de la vida en Berlín y así, hasta que las intermitentes del auto gritan Action! a falta de walkies. Una vez más, como lleva haciendo por cinco noches, Christian emprende su carrera hacia el auto inalcanzable, cuyas luces se van desdibujando poco a poco mientras avanza por Gartenstraße en dirección de la todavía más inalcanzable Fernsehturm...
1:47 am Martina y yo esperamos en la parada del bus mientras el resto del crew filma las últimas escenas: ahora Edgard, desde el interior del auto, sostiene la cámara fuera de éste, con ayuda de un tripié, para filmar el punto de vista de Christian cuando se "descara" frente a Noemí. Parece que amenaza lluvia, al menos unas gotas, y los bichos nocturnos revolotean cerca de los anuncios luminosos de la parada: incluso una arañota se pasea oronda frente a nosotras. Es increíble que haga frío, digo, estamos en verano, ¿no? Reviso el mapa de Berlín que está en la parada del bus y me pregunto qué tanto conozco: veamos, ¿qué distrito es por acá? Porque les llaman distritos a las... delegaciones, ¿verdad? ¿Mitte o Wedding? Hmmm... Entonces para ir a Kreuzberg uno hace así y así... Lo que es el cansancio de la locación, pienso. Después de una espera bastante prolongada, el carro finalmente se estaciona en la parada y al salir Steph de el nos anuncia que hemos terminado de rodar Nighttime. Los abrazos marcan el término de nuestros desvelos y el inicio de la postproducción que traerá nuevos desvelos: aquéllos de la edición. Al entrar a la casa parroquial Michi nos sorprende con una botella de vino espumoso: hay que festejar o, ya que estamos todos agotados (y además la Srita. Brewster se ha sentido mal desde hace tres días: como que le va a dar gripa), hay que brindar a la salud de Nighttime. Edgard saca la foto del recuerdo mientras alzamos vasos desechables y burbujeantes. Sólo queda recoger nuestras cosas y limpiar la cocina de la parroquia: hay que dejársela al padre, bendito padre, tal como nos la entregó.
Mi estancia en Berlín -como supongo sucede con todo extranjero que vive una temporada en un país ajeno- ha ido adquiriendo color y sabor con el tiempo. Al principio la extrañeza del lenguaje, de las complicadas pero bastante eficientes líneas del U-Bahn, el S-Bahn y el Ringbahn y hasta de los usos y costumbres (bueno, tampoco es como si estuviera viviendo en otro planeta) contribuye a crear una sensación de extravío permanente, de incomunicación y aislamiento. Una sensación bastante propicia para la mirada etnográfica, que buena falta me hace practicar y pulir. Todo es nuevo, curioso e interesante; todo es pretexto para observar, pensar y preguntarse cuán obvio puede ser en este contexto lo que a uno en su tierra se le hace de lo más elemental. Necesariamente aparecen la comparaciones con lo propio: que si en México tal y en Alemania tal, que si en el DF esto y en Berlín lo otro [1]. Pero en cuanto uno se habitúa a andar por la ciudad y a comunicarse a señas o como sea, la extrañeza inicial da paso a una paulatina adaptación [2]. Uno empieza a sentirse un poco como en casa o, más bien, empieza a cartografiar y poblar un pequeño territorio que hace las veces de hogar temporal. La ciudad deja de ser un monstruo incomprensible cuando reconoces algunas calles, lugares y rutas. Las redes de conocidos y contactos se expanden y complejizan; comienzan a surgir amistades y cercanías. Los alemanes -que al principio pensé über organizados, respetuosos de la ley, quisquillosos, fríos y hasta hoscos- resultan tan humanos como cualquier otro humano en cualquier otra latitud del planeta [3].
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Mi cumpleaños este año resultó toda una aventura. Y fue también una agradabilísima sorpresa, totalmente inesperada. La tarde antes del mero día fuimos requeridos a una conferencia en la Freie Universität con el pretexto de que después se celebraría la primera fiesta de verano: música, comida y, según Saranda (una de las chicas a cargo de los asuntos estudiantiles), excelente oportunidad para hacer contactos y hasta encontrar trabajo. En uno de los jardines del campus (muy al estilo gringo: casitas con áreas verdes y construcciones más grandes comunicadas por pequeñas calles, como un pueblito del estudio) se instaló el buffet que, la verdad, fue deliciosísimo (sobre todo las "paletas" de cordero y los postres de leche con moras que quién sabe cómo se llaman). Y entre vino y otros tragos que aparece un mariachi: oh, si, un mariachi que unió a todos los latinoamericanos (bueno, bueno: mexicanos y colombiamos cantamos y bailamos, argentinos y chilenos... pues no se las sabían o vayan ustedes a saber)...
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... y así se quedó este post. Lo comencé a escribir el 11 de junio y un mes después que lo retomo he preferido dejarlo así, sin terminar. Como para no traicionar el hecho de que la propia dinámica del post se rompió, irremediablemente, con el paso de los días; no es que no recuerde qué era lo que iba a escribir o que fue lo que pasó, sino que el momentum del post se perdió, las impresiones frescas de mi fantástico cumpleaños berlinés ahora están demasiado elaboradas, demasiado teñidas por los filtros de la memoria. Recuerdo el viaje nocturno hacia Mitte para seguir la fiesta; recuerdo la trifulca en el vagón del S-Bahn entre el ruso "bueno" y el ruso "malo" porque el segundo, pedísimo, se quejaba violentamente de que nuestra muy femenina delegación mexicana cantaba a todo pulmón y el primer ruso le pedía, paciente y solidariamente, respeto a la libertad de los otros (es decir, de nosotras). Recuerdo haber invitado al ruso "bueno" a mi fiesta, invitación que declinó porque ya era jueves en la madrugada y tenía que trabajar. Recuerdo (y agradezco muchísimo) la hospitalidad de Priscila y Simone: nos recibieron en su casa para seguir la fiesta con chocolate, cervezas y quesos. Recuerdo que salimos ya de día [4] de Mitte y pasamos por unos croissants calientes, a falta de unos buenos chilaquiles, para emprender el camino de regreso a casa... Después se pasaron los días y las semanas, se amontonaron las horas, los paseos por los parques, las salidas a comer y cenar, el vino y las fiestas, las pláticas, charlas e intercambios diversos, los compromisos académicos variopintos (porque, he de decir, también vine a trabajar); se amontonó el asombro por esta ciudad maravillosa y en junio no escribí nada. A veces, si no es que siempre, dado que soy fatalmente ideática, me entra el puntillismo de retratarlo todo, absolutamente todo, desde los detalles más insignificantes hasta las panorámicas más abarcadoras (como si recordarlo no fuera suficiente, como si temiera un súbito revés del olvido), y siento que el post de mi fantástico cumpleaños berlinés ya no puede escribirse en esos términos [5]: helo aquí, incompleto, con una suerte de largo epílogo explicativo sobre sus faltantes y mis obsesiones... Pero, ¿cómo no entregarse al canto de las sirenas berlinesas que susurran: apaga la computadora, sal de tu cuarto y piérdete en la ciudad?
NOTAS 1. Sobre tales comparaciones, algunas muy evidentes y otras no tanto, AÚN espero escribir pronto un post. 2. Salvo por todo tipo de sorpresas que, de repente y sin aviso, saltan al paso: agotar una ciudad como ésta es tarea realmente imposible. 3. Al fin y al cabo, como bien dijo Depeche Mode, People are people, aunque no está demás recordar también el famosísimo People are strange de The Doors... 4. Lo cual no es muy difícil porque en Berlín y en verano empieza a clarear como a las 3am. 5. Supongo que estoy desarrollando algo así como una poética de mi propia escritura bloguera... Música, cortesía de maryniakzg.
Primero hay que encontrar la música adecuada para escribir; alguna melodía que ambiente las palabras. Que no sea muy triste, sólo un poquito melancólica. Eso si: algo muy prendido traicionaría el espíritu de estos días en que llueve y hace sol, llueve y hace sol. Y a veces, por fortuna, se dibuja un doble arcoiris justo frente a mi ventana.
Llueve y hace sol, llueve y hace sol... y así. Hoy estuvo un poco más soleado el día, por lo que salí a dar una vuelta en el barrio. Me impresiona cuantas bicicletas hay en Berlín y, sobre todo, que a ningún ciclista alemán parece importale demasiado su seguridad: sólo los muy jóvenes o los muy viejos llevan casco. Aún no he visto ni una triste codera o rodillera. Las bicis pasan a toda velocidad igual por la calle que por las banquetas; rara vez hacen sonar sus campanitas y ciertamente no respetan sus carriles. Creo que aquí es más fácil que a uno lo atropelle un ciclista que un automovilista.
Y luego está lo de las pelusas blancas esponjosas que flotan despreocupadas por la ciudad. Como si fueran pizcas de nube que el viento ha desgarrado, se le meten a uno en la boca y los ojos a la menor provocación. Me recuerdan las bolas de pelo de gato, como volátiles ovillos de algodón, semillas aéreas que algún árbol, de esos que sólo florean en primavera, suelta en cantidades industriales (quiero tomar una foto de cómo invaden las calles y de cuán bonito se ve cuando lo hacen). Como si fuera escena de bosque encantado en plena ciudad, nada más falta que aparezcan en una esquina, montados en sendas bicicletas, un hada urbana y un fauno citadino.
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Así como explorar otros caminos espirituales lo lleva a uno a enamorarse más del propio, la condición de extranjería, aunque con fecha de caducidad, ya me está haciendo revalorar el terruño. Al principio no me importaba no entender absolutamente nada de nada, pero eso ahora contribuye a crear distancias, a hacerme sentir como lo que soy: una extraña en un país que no es el mío. Claro, uno siempre puede hablar en inglés y hay muchas formas de hacerse entender. Tal vez el problema no sea la barrera del lenguaje, porque, como al destartalado y famosísimo Muro, con ingenio se le pueden abrir boquetes comunicantes. A lo mejor el problema son mis muy oxidadas habilidades sociales. Pero a esas siempre se les puede dar una aceitadita...