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Creo que todo empezó en
Albuquerque, Nuevo México. Bueno, en realidad pudo haber comenzado incluso
antes, cuando la Caravana por la Paz cruzó la frontera entre Tijuana y San
Diego, o cuando miles de personas se reunieron –varias veces- en el Zócalo del
Distrito Federal para exigir el término definitivo del creciente derramamiento
de sangre a manos del narco, o incluso cuando siete cuerpos fueron encontrados
dentro de un automóvil en Temixco, Morelos…
No sé cómo, pero un insecto
me picó en el pie derecho. Pudo haber sido una avispa, una abeja o un alacrán,
y no le puse mayor atención porque ni siquiera sentí el piquete. Además estaba
totalmente dedicada a ser una intérprete para la Caravana, a tratar de hacer
llegar su mensaje a cuanta persona fuera posible narrando las historias atroces
de quienes habían perdido a sus seres queridos: asesinados, torturados,
desaparecidos… Porque pareciera que en mi país los carteles y los sicarios
hacen lo que quieren. Al llegar a Santa Fe mi pie estaba hecho una ruina: se había
hinchado tres o cuatro veces su tamaño normal, me picaba, me quemaba, me
pesaba. El dolor me tenía copada. Pero como me educaron para no dar problemas
ni ser una molestia, simplemente me aguanté. ¿Cómo podía atreverme a comparar
mi dolor –un mero dolor físico- con aquél de las víctimas en la Caravana?
Mis queridos amigos Sam y
Jessica no se aguantaron: como mi pie se veía bastante feo y mi situación era
miserable, Jessica sugirió llevarme a casa de su amiga Karen por un poco de
barro medicinal en lugar de ir a la sala de urgencias más cercana. No pude
estar más de acuerdo con ellos, siendo tan contraria a los medicamentos como lo
soy, y agarramos camino. Karen resultó ser una anfitriona espléndida además de
una verdadera sanadora y nos invitó a Sam y a mi a pasar la noche en su casa: después
de todo, éramos caravaneros sin cama. Así que tuvimos el lujo de una buena cama
y una regadera caliente por primera vez en más de una semana de trabajo duro, tras dormir en los pisos de las iglesias y tener que hacer largas
filas para estar bajo el agua de una regadera, a veces fría, por unos minutos.
Esos dos días en casa de Karen –y en Santa Fe- fueron maravillosos: excelente
plática y comida, mucha diversión, solidaridad y activismo desde el corazón que
recargaron mi energía y fortalecieron mi certeza de estar justo en el lugar
donde pertenecía. El tratamiento de Karen funcionó: mi pie se veía mucho menos
hinchado, estaba mucho mejor que al llegar, y me dejó de molestar… por un
tiempo. Por lo menos parecía que mi tobillo, ligeramente abombado, no daría a
luz alguna criatura extraterrestre de repente, un escenario de ciencia ficción
bastante inverosímil con el que Jessica y yo habíamos bromeado.
Después de disfrutar la
Tierra del Encanto, la Caravana por la Paz partió hacia El Paso, Texas. La
sensacional bienvenida me hizo olvidar mi pie desgraciado: una tibia noche de
verano, La Placita de los Lagartos nos recibió con velas, consignas y un mar de
gente cálida y comprometida que ondeaba banderas de México y Estados Unidos,
revoloteando juntas al viento. Había música –rock mexicano, ¡sí!- y bailamos
para dejar ir un poco el dolor que llevábamos cargando a hombros (y que yo,
particularmente, empezaba a cargar de nuevo en mi pie). A pesar de dormir muy
poco esa noche y de haber quedado atrapada en una escalera de emergencia (una
situación bastante vergonzosa de la cual me salvó Iván, a quien casi le da un
infarto dados los ruiditos macabros que hice en su ventana: eso es lo que pasa
cuando uno ignora la advertencia de la monja de no salir por esa puerta y uno
piensa que no pasará nada si se escabulle a fumar un cigarro de madrugada….),
estaba lista para otro intenso día de Caravana a fondo. Pero el día comenzó con
un mal paso: nomás no me entraba el zapata en el pie derecho. Hasta podría ser
una especie de afirmación radical sobre la moda -usar un zapato y una chancla-,
me dije mientras bajaba las crujientes escaleras de madera de la Academia
Loretto para alcanzar nuestra camioneta hacia El Paso City Hall.
El día fue de mal en peor: al entrar al City Hall se rompió mi chancla, así que quedé descalza de
un pie a punto de explotar, una situación nada ideal para una primeriza como yo
dada la seriedad del evento cívico. Arrastré mi pie, que crecía y crecía,
escaleras arriba para asistir a la reunión del Concejo de la Ciudad en la cual
la Caravana por la Paz, junto con activistas de El Paso, presentaría un Código
de Conducta para la venta de armas. Algunas personas hablaron en favor de
firmarlo, mientras que a otras nada, pero nada les agradó la idea. “Si la
corrupción y la impunidad son un problema mexicano, ¿por qué deberíamos de
hacer algo al respecto nosotros?”, argumentó un texano en
contra de firmar el Código. “Si no pueden hacer responsable por sus acciones en
la guerra contra las drogas a su propio gobierno y a sus agentes del orden, si
no pueden exigir que sean eficientes, eso no es asunto nuestro”, dijo una mujer
sin pelos en la lengua y particularmente franca. Mientras que varias de las
víctimas directas de esa misma guerra subieron al estrado para vaciar sus
corazones, para hacer evidente que las armas gringas estaban matando
mexicanos (y aún lo siguen haciendo), Marcela me pidió que
interpretara una entrevista con esa misma mujer que estaba decidida a refutar
las sugerencias del Código sobre el control de armas.
Me presenté como su
intérprete y lo primero que Lisa dijo al ver mi ineludible y gigantesco pie rojo
fue: “Oh, por Dios, eso requiere atención médica. ¿Necesitas algo? Puedo
traerte un poco de hielo”. Quedé pasmada: esta mujer que justo había dicho que
los ciudadanos estadounidenses no eran responsables por las incontables muertes
y desapariciones en México, que indirectamente había culpado a mi gente por su
propio dolor, estaba teniendo el gesto más humano que uno puede tener al
preocuparse por la situación de mi pie y por mi bienestar en general. Y lo
segundo que Lisa dijo me dejó aún más pasmada: “¿Cómo puedo saber que lo que tu
digas en español será lo que yo diga en inglés si estás con ellos?”. Porque sí,
le había dado la espalda a Lisa, al igual que hicieron todos los caravaneros
durante algunas intervenciones en la reunión del Concejo, claras acciones de
desobediencia civil; sí, había decidido ser grosera como medida para
enfatizar nuestra postura… “Eso me pareció muy ofensivo”,
dijo Lisa.
“No hay de qué preocuparse,
estoy bien”, logré responder con respecto a su ofrecimiento (una total
mentira). “Ya que soy una profesional (una verdad a medias porque, para
entonces, sólo había sido intérprete durante una semana…) y aprecio que me
quieras ayudar, te puedo asegurar que lo que sea que digas en inglés será dicho
en español, palabra por palabra (una verdad sincera, por lo menos esa era mi
intención)”, le dije a Lisa. Una profesional estresada y dolorida, bajo el
influjo de una suerte de extraña vergüenza, pensé, mientras sentía que mi
garganta se cerraba poco a poco y mi pie se enrojecía y ensanchaba más y más.
¿Cómo tratar con dignidad a alguien que cree que le has faltado al respeto, que
has menospreciado sus creencias más profundas? La entrevista de Lisa ha sido,
por mucho, mi peor interpretación: no pude concentrarme para nada, estuve a
punto de llorar –o tratando de sollozar en silencio, sin éxito- todo el tiempo
que duró y en verdad pensé que no estaba haciendo ningún sentido, que las
palabras solamente se desparramaban de mi boca hacia el micrófono. Fui un auténtico desastre y, en efecto, le fallé a Lisa (y a Marcela también…), pero no por la
razón que había temido.
Cuando terminó la
entrevista, me quedé con Lisa para una plática off-the-record. Lo hice
principalmente porque me sentía como una idiota y quería redimirme: sabía que
mi interpretación no había sido ni siquiera decente y también quería tratar de
hacerle llegar en mensaje de la Caravana. Después de todo, supuse, soy
activista tanto como intérprete. Necesitaba recobrar mi compostura y mi
habilidad para articular ideas: nadie estaba en contra de la Segunda Enmienda,
le dije a Lisa, no habíamos cruzado la frontera para imponer nuestra voluntad
en ese espinoso tema, ni en ningún otro para el caso, y sólo estábamos tratando
de crear consciencia sobre la violencia relativa a la guerra contra el narco,
absurda y desatada, que había cobrado decenas de miles de vidas en México
durante los últimos seis años. Mujer, ¿qué no puedes ver que tu derecho a
portar armas está destrozando el derecho a la vida de otras personas? Justo en
ese momento, medio descalza y afligida (era mi pie, sí, pero para entonces el
creciente malestar ya había cavado un túnel hasta mi corazón), me di cuenta de
cuan fácil era vulnerar fibras sensibles cuando las mías estaban hechas trizas.
Lisa escuchó lo que yo
tenía que decir –poco en realidad, dada mi penosa circunstancia- y después, con
toda calma, me contó su historia: haber vivido en Texas como un hombre
abiertamente homosexual, comenzó, hace que una pistola siempre venga muy bien.
De la forma más difícil, Lisa aprendió a defenderse, aprendió a defender el
estilo de vida que había escogido, aprendió a defender a sus amigos y amantes:
se necesitan agallas para hacerlo. Después de su cirugía de reasignación de
sexo, Lisa confirmó que América era (y estoy segura de que aún lo es para
ella) la tierra de los libres y el hogar de los valientes. Su propia historia
de vida es testimonio de ello. Dada la persona que había sido, tener un arma no
era un mero derecho, sino una potencial herramienta para salvaguardar las
libertades que tanto le habían costado, una manera de, eventualmente, luchar
por su identidad, incluso por su vida. No pude dominar más las lágrimas y
empecé a llorar. ¿Existirá alguna forma justa de salir de una paradoja como
esta, de que los derechos de todos y todas se protejan de manera equitativa,
aún cuando la libertad de alguien pareciera vulnerar la de alguien más? Lisa
terminó diciendo que de verdad sentía mucho las muertes y desapariciones, que
se condolía profundamente al ver el dolor de los familiares, pero que no había nada que ella
pudiera hacer al respecto. Sin más que decir, me sequé las lágrimas y le
agradecí a Lisa por haberse abierto conmigo tan sinceramente.
Los testimonios sobre los
horrores en México seguían fluyendo en la reunión del Concejo y regresé a la
sala para sentarme tan silenciosamente como pude. Minutos después, Lisa entró a
la sala y se me acercó: “Aquí tienes”, me dijo, y me dio una pequeña bolsa de
plástico cubierta con toallas de papel, una bolsa llena de hielo. Y entonces me
quebré: comencé a llorar de forma tan incontrolable que mi cuerpo entero se
convulsionaba. De verdad que no podía controlarme. Era como si un dolor enorme
se hubiera apoderado de mi, como si una congoja violenta y profunda me hubiera
agarrado del corazón y me estuviera sacudiendo desde dentro. La bolsa de hielo de Lisa -una cosita pequeña pero, para mi, un gesto tan poderoso- desató mi
colapso en El Paso. Sentada ahí, con las manos en la cara y llorando cual
Magdalena, un policía me preguntó si necesitaba una ambulancia, a lo que
respondí que no y traté de salir de la sala. Marco vio el estado en el cual me
encontraba y antes de que pudiera salir me agarró y me abrazó tan fuertemente como pudo. Desde
el pequeño hueco que mis brazos trazaban alrededor del cuello de Marco recuerdo
haber visto un segundo a Sam, su cara preocupada, y a otros caravaneros que se
acercaban. Pude sentir su empatía, su apoyo silencioso: un amor verdadero,
calmante y reconfortante. No se cuanto tiempo estuve colgada de Marco, ni
cuanto tiempo le tomó a mi cuerpo dejar de convulsionar. Pero cuando finalmente
sucedió, quedé insensible y desesperanzada.
Tampoco se como llegué ahí
(ahora no lo recuerdo): de pronto estaba fuera de El Paso City Hall antes de
que la reunión del Concejo hubiera terminado. Ya en la calle, me quité mi
chaleco rojo de interpretación y lo tiré a la banqueta. “¡Renunció!”, grité,
“¡y necesito un hospital ya!”. Sí, había tenido suficiente, por lo menos para
un día. Necesitaba retirarme un tiempo, estaba desesperada porque no podía más: mi
pie me estaba matando, no lo podía seguir negando, y mi corazón también. Todo era
demasiado crudo, demasiado aplastante como para soportarlo. Sabía que la
interpretación iba a ser difícil dado el material con el que trabajábamos a
diario, pero no pude prever, hasta ese momento, la agitación bárbara que un
pequeño acto de generosidad detonó en mis emociones estando físicamente adolorida
como estaba: darse cuenta de la humanidad de alguien, a pesar de las
discrepancias ideológicas, simplemente había hecho que me desmoronara a
pedazos. Por fortuna, Kayla estaba ahí: vio que yo era un gran desastre
lloriqueante, con un pie derecho como de elefante que se estaba poniendo morado
y, encima, no tenía zapato, y se ofreció en el acto para llevarme a un
hospital.
Después de ayudar a Kayla
con sus diligencias, que incluyeron comprar unas pantuflas para mi, me llevó a
un Centro de Salud en algún lugar de El Paso. Ahí perdí el conocimiento con una
inyección de lo que ahora sospecho era Vicodin. La doctora estaba impresionada
por el grado de la hinchazón y por la ausencia de rastros de un piquete e
incluso ordenó rayos x para descartar huesos rotos. Finalmente dijo que yo
había sido la desprevenida víctima de una reacción alérgica fuera de control
–hasta entonces creía que no tenía alergias, salvo, tal vez, a la alcachofa-
así que me recetó seis medicamentos diferentes: antiinflamatorios, antibióticos
y analgésicos, lo que significó más Vicodin (y al caño se fueron años de
esfuerzos sostenidos por no tomar ningún tipo de medicamento).
Kayla me llevó de regreso a la Academia Loretto: las hermanas estaban un poco
alarmadas por mi emergencia y consideraron que lo mejor era darme de cenar y
mandarme a la cama. Caí dormida, hasta el tope de drogas, y el dolor poco a
poco disminuyó. Tanto mi pie como mi corazón estaban regresando a su tamaño
cotidiano.
Al siguiente día me enteré
de que el Consejo de la Ciudad de El Paso había refrendado el Código de
Conducta: la resolución pasó con siete votos a favor y una abstención. El
dolor, el mío en particular, empezaba a valer la pena.