martes, 31 de marzo de 2009

El sueño de la Máquina


Para Miguel y Julio,
que platican sobre máquinas
una noche de invierno

Armar algo imposible es empresa fácil.
Soñarlo resulta siempre mucho más difícil.

La invención de la máquina, José Luis Funes

Esta historia inicia con dos hombres que conversan. Incesantemente, uno frente al otro. Una larga mesa de trabajo rectangular, pesada y gris, los separa. Está repleta de herramientas -martillos, desarmadores, escuadras y otras tantas de nombres impronunciables- y de restos de papel y metal que son el marco de la conversación. Para esta historia no importa mucho decir la hora, ni el día en que ocurre, aunque podría ser interesante mencionar que es un miércoles de invierno por la noche. La escena se ve matizada, con esa textura propia de los sueños, por una especie de bruma blanca y espesa: es el humo de los cigarros que sale de las bocas de estos dos hombres que conversan. El humo no deja de fluir, como sus palabras, monótonamente.

El taller donde se encuentran está desierto, salvo por dos perros negros que rondan neciamente en círculos y por las máquinas primitivas que, con su polvosa quietud, pareciera nunca han sido utilizadas. Un torno y una fresadora son testigos mudos y metálicos de la conversación. Un tubo de luz blanca es lo único que permite a los hombres mirarse el uno al otro, lo único que alumbra las incontables hojas de papel que ilustran sus palabras. Desperdigados sobre la mesa yacen planos, diagramas, esquemas, todos imposibles de entender. Parece que la plática de estos dos hombres no tiene fin, como el constante deambular de los perros negros frente a la indiferencia de los hombres, absortos en su imaginación.

Los dos hombres conversan sobre la Máquina. Su plática se ha tornado intensa: uno al otro buscan convencer sobre sus argumentos, persuadir sobre la efectividad de los procesos que cada uno cree necesarios para construir el sueño de la Máquina, mientras los dos perros negros continúan su incesante carrera circular. No importa mucho hablar sobre la Máquina, aunque es conveniente decir que es una máquina inexistente. Tal vez sea un error hablar sobre su inexistencia o decir que es una máquina simplemente imaginada porque, de hecho, la Máquina existe, aunque solamente sea en un mundo ilusorio, onírico quizá. Tampoco es necesario ahora explicar qué tipo de máquina es ésta: puede ser una máquina de guerra o una de vida artificial; una máquina para hacer café o tornillos. Y así, frente a la indefinición de la Máquina, los dos perros negros continúan su recorrido sin tregua ni descanso: merodean cerca de la puerta del taller, olfatean las máquinas, pasan por debajo de la pesada mesa metálica y llegan, de nuevo, al punto en que comenzaron su vigilia móvil. Parecen buscar la Máquina, escondida en algún recoveco del taller.

La Máquina, una y otra vez, es referida en la conversación de los dos hombres. El primero la imagina útil; el segundo estética. El primero la concibe pequeña y manejable; el segundo, masiva e impresionante. La Máquina debiera rotar sobre su propio eje, dice el segundo hombre, a lo que sigue la negativa del primero: no, la Máquina no necesita hacer evidente su mecanismo para realizar su trabajo, reitera el primer hombre, sino esconderlo dentro de si misma. Esta Máquina, ciertamente, es el centro de la conversación y ha sido el centro de su crónico desvelo. Ambos hombres resienten ya el paso del tiempo: se ven cansados, hartos de una búsqueda que parece no llegar a ningún lado, como el andar de los perros. La noche ha sido larga, más larga que de costumbre, y los dos hombres aún no acuerdan cómo hacer del sueño de la Máquina una realidad tangible.

Mientras la conversación avanza y retrocede, traza círculos para volver al mismo punto, como hacen una y otra vez los dos perros, se empieza a distinguir un resplandor a través de las diminutas ventanas rectangulares del taller. Parece que el frío va cediendo paso a la tibia luz del amanecer. De pronto, los perros pierden su energía. Sus ires y venires se han agotado. Han dejado de acercarse a la puerta corrediza del taller para después rondar las máquinas y olfatear, casi imperceptiblemente, la mesa gris. Han dejado de hacer su invariable recorrido. Ahora están acostados uno al lado del otro y parecen soñar. La conversación continúa, frente a la indiferencia de ambos perros negros, entregados por completo a su sueño. Es como si ellos también siguieran buscando la Máquina entre los meandros de su propio letargo. La Máquina es el vértice del sueño de los dos perros negros, el punto fijo y constante de su sueño maquínico.

Inmersos en una serie de bocanadas de palabras blancas, pausada a veces y arrebatada después, los dos hombres continúan conversando. Maquinan, esbozan, discuten. El frío que parecía amainar en realidad sigue calándolos. El amanecer, que en algún punto de esta noche eterna pareció colarse por las rendijas de las ventanas, ha resultado ser el simple resplandor de los arbotantes de la calle que centellean de cuando en cuando. Los dos hombres, acostumbrados ya al frío y a la penumbra de esta noche, hablan sin pausa, sin respiro. Disponen líneas sobre los planos, al tiempo que los perros parecen bostezar en su sueño. Borran ciertas áreas de los diagramas para modificar de nuevo el diseño de la Máquina. El primero insiste en que la Máquina debiera ser un aparato orgánico, aún en su complexión metálica; el segundo la concibe como un progresivo entramado de ingenio y agudeza. Indiferentes a la conversación que continúa, los dos perros negros ya han despertado entre el humo blanco, casi translúcido bajo el tubo de luz blanca. Inician otra vez su carrera circular. Maquinalmente, automáticamente, persistentemente. No importa decir cuánto tiempo ha transcurrido, pero sigue siendo de noche y sigue haciendo frío. Los dos perros negros siguen buscando a la Máquina como si la Máquina los buscara.

Esta historia termina con dos hombres conversando. No se sabe exactamente cuánto tiempo llevan brotando las palabras blancas entre el espeso humo blanco. No se sabe cuántas veces ha parecido que el amanecer estaba por llegar. Es inútil decir cuantas veces los dos hombres han modificado los planos, ni cuantas veces han alterado el esquema general de la Máquina. Sigue estando oscuro, salvo por la luz itinerante de los arbotantes de la calle, sigue siendo invierno, sigue siendo miércoles, el mismo miércoles de siempre. Los dos hombres siguen enfrascados en su misma conversación. Mecánicamente, siguen cambiando sus planes maquínicos. Los dos perros negros siguen corriendo y soñando alternadamente. La Máquina imaginada sigue habitando el lugar imposible de su sueño.

Tras estas imágenes que se repiten –las mismas palabras, los dos mismos hombres, los mismos restos de metal y papel, los dos mismos perros negros- yace la misma Máquina. Adormecida entre el humo blanco. Aletargada por el invierno nocturno. Una Máquina de sueños que sueña consigo misma. ¿Será que la Máquina, prisionera en su mundo onírico, sueña a estos dos hombres que conversan y maquinan e incluso sueña a los dos perros negros que, a su vez, la sueñan?
(imagen cortesía de http://www.coe.ufrj.br/%7Eacmq/eletrostatica.html)

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