martes, 14 de abril de 2009

Manifiestos


La historia de las mentalidades y la historia cultural -y, para el caso, casi todas las historias adjetivadas y ciertamente posmodernas- encuentra en los manifiestos un amplio panorama de investigación. Testigos de los reclamos de todo tipo de colectivos o individuos singulares (personas humanas, como podríamos llamarlos en el contexto de la consolidación democrática panista que vive nuestro país mientras escribo estas líneas), los manifiestos muestran las esperanzas, expectativas, líneas de acción y, sobre todo, las exigencias que, durante algún tiempo y espacio, fueron temas de interés candente, al menos para las personas que los suscribían.

Escribir un manifiesto, como su nombre obviamente lo indica, tiene que ver con manifestarse. Contra quien o a favor de que, poco importa. Los manifiestos necesariamente son parciales, por lo que presentan un sesgo argumental; son escritos desde una postura particular, desde una trinchera específica. Huelga advertir al lector sobre su carácter eminentemente ideológico. Gracias a que están contra todo aquello fuera de los límites de su manifestación, los manifiestos construyen una comunidad, estrecha y unida, en torno a la defensa de sus principios. La finalidad del manifiesto es expresar una idea “x” –política, económica, sexual, artística, étnica, racial, de cualquier tenor, pues- y, como si fuera una cuestión de vida o muerte, adherirse a ella de manera férrea. Bueno, de hecho, en ciertos casos, si resulta una disyuntiva tal la que lleva a alguien a firmar un manifiesto.

Clara evidencia de lo anterior resulta el Manifiesto por los Derechos de los Idiotas (Manifeste pour les Droits des Idiotes), promulgado en Paris en 1824. Jean Baptiste Oiseux, la cabeza del movimiento, vio, bastante lúcidamente para su condición de verdadero idiota, la conveniencia de dirigirse a los “idiotas del mundo” para que se unieran a su causa –adelantándose al mismísimo Marx- y así salvar el pellejo. En tal manifiesto, el joven Jean Baptiste (solo tenía 15 años cuando convocó a los idiotas del Asilo Mental de Saint-Etienne) pide a las autoridades médicas permitan a los idiotas “hacer días de campo en el parque”, así como “plantar rosas en el jardín del Asilo”, ya que consideraba eran mejores opciones de recuperación que las lobotomías y trepanaciones practicadas a los internos del Saint-Etienne. Desafortunadamente, no poseemos una versión original del manifiesto debido a que la única copia disponible se perdió en el incendio que acabó con dicha institución mental y todos sus pacientes, provocado en 1827 por el mismo Jean Baptiste después de una revuelta de los idiotas causada ante la negativa de los administradores de dicha institución de preparar soufflé au fromage todos los viernes. Sabemos del manifiesto por algunas referencias –ciertamente indirectas- en el trabajo de Michel Foucault y de otros historiadores-filósofos franceses que hablan de él en términos ambiguos: “ese famoso manifiesto que causó más pena que gloria” y “ese gran logro de la resistencia de las clases subalternas” [1]. 

Mención aparte deben recibir los manifiestos artísticos. Cada bella arte, no se diga la poesía o la fotografía, cuenta con su caudal de manifiestos que definen lineamientos, temas, do’s and dont’s del arte. El Manifiesto Negro por una Verdadera Pintura Negra (Black Manifest for a Real Black Painting) es ejemplo paradigmático de lo anterior. Suscrito en Nueva York en 1950 por el llamado Bronx Group, liderado por el pintor de color (y de paradójico nombre) Washington D. White, este manifest pugna, en términos oscuros necesariamente, por una pintura de tradición, temática, impulso y coloración negras. White y sus compañeros pintores veían en su quehacer artístico la forma más directa de reivindicar su identidad e integridad negras: “A black painter must paint it all black”, inicia el manifiesto [2], “and never allow whiteness into his canvas”. White determina que el pintor negro, si quiere hacer retratos, ha de hacerlos sobre personalidades negras: simplemente recordemos su serie de Harriet Tubmans (sentada, trabajando la tierra a marchas forzadas, planeado su escape), cuyo único vestigio era una pintura denominada Harriet’s 26th portrait, misteriosamente robada del MOMA de Nueva York en 1987; así mismo, en el manifiesto de White si el pintor en cuestión quiere hacer paisajes, su única opción será representar las plantaciones de tabaco del Mississippi bajo un cielo estrellado, de noche por supuesto. White no vivió para ver el éxito de su manifiesto en la fundación de la reconocida The Bronx School for Black Arts a mediados de la década de los sesenta del siglo pasado, logro de su discípulo, que posteriormente se convirtió en su yerno, Milton Spencer, debido a que, un día de 1955 White fue embarcado hacia el Pacífico Sur y nunca volvió.

Otro manifiesto artístico, un manifiesto de cine en este caso, objeto de escándalo y que, a mi parecer, debería ser estudiado más cuidadosamente, es el que firmaron una noche de verano un grupo de cineastas mexicanos. Algunos historiadores han manifestado, valga la redundancia, que el Manifiesto de la Condesa, como se le ha llegado a conocer, es un texto apócrifo que no merece consideración alguna, un texto que corresponde más bien a una broma de mal gusto que a un documento sobre la historia reciente del cine en México. Otros especialistas en el área creen en su integridad moral, artística y, sobre todo, historiográfica, a pesar de que solamente se posee una versión del manifiesto escrito sobre varias servilletas de papel -29 en total- con manchas de café y vino tinto, pastel de zarzamora y restos de lasagna. Las dudas en torno a la legitimidad del Manifiesto de la Condesa se ven alimentadas también porque el texto fue encontrado en la basura por una mesera, presuntamente argentina, de un famoso restaurante en la calle Juan Escutia, quien se rumora pidió veinte mil pesos para entregarlo a una reconocida institución mexicana de fomento cultural.

El Manifiesto de la Condesa, firmado en junio de 1989 por tres de los grandes del cine mexicano contemporáneo [3], pugna, de una manera frontal y combativa por “un cine de denuncia, comprometido con la realidad mexicana y ajeno a las temáticas de Hollywood”. Este manifiesto, que en términos discursivos pareciera heredero tanto del ideario del arte post revolucionario como de la Teoría de la Dependencia, redefine los temas fundamentales de cualquier cine tercermundista: “Nosotros, los verdaderos cineastas mexicanos, abogamos por un cine revolucionario, que de voz e imagen a las demandas y avatares de las masas populares y que muestre al mundo entero que como México no hay dos”. Los detractores del Manifiesto de la Condesa insisten en que, debido a la trayectoria posterior de los cineastas que supuestamente se manifiestan en éste, es imposible que lo hayan escrito o concebido incluso. Por otro lado, quienes dan fe de su veracidad recurren al argumento de que “es de sabios cambiar de opinión” y que, ante la ininteligibilidad de gran parte del documento, es posible que dichos personajes realmente lo hayan firmado en una noche de juerga.

Como lo evidencian estos tres ejemplos, el estudio de los manifiestos resulta un fascinante tema de investigación ya que revela los tinos y desatinos de estas rebeliones en palabras que necesariamente tienen consecuencias prácticas. A pesar de que los ejemplos aquí presentados resultan una ilustración mínima de un género (si es que podemos llamarlo así) tan prolífico y polémico, tan vital y amenazante, resultan esclarecedores sobre el poder –y la impotencia en algunos casos- de la palabra. Vaya un bravo fuerte y sonoro para todos los manifestantes, sea cual sea su forma de manifestarse, preferentemente si ésta se realiza en papel y lápiz y no obstruye las vialidades de esta ciudad capital para demandar necedades.

Notas
[1] En este sentido, véase el texto: Bernard, Thomas. Des manifestes et autres curiosités du langage, Golliard, París, 1976. 
[2] Jemma Butter, historiadora del rock’n’roll norteamericana, afirma categóricamente (lo cual me parece un poco demasiado) que Mick Jagger, genio musical de los Rolling Stones, tras encontrar por casualidad el manifiesto de White en una librería de viejo en Nueva York, obtuvo la inspiración para escribir la famosísima canción Paint it black. En este sentido véase: Butter, Jemma (ed.) Inspiration and perspiration. Rock Icons in the Sixties, Reese and Spector, Chicago, 1989.
[3] El debate sobre la verdadera identidad de estos cineastas ha causado el desvelo de los historiadores del cine en México. El documento parece indicar –muy vagamente, diría yo-  que estos personajes son Alejandro González Iñárritu, Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón, aunque las firmas al calce, garabateadas bajo un encabezado que reza: “Los tres magníficos”, también podrían apuntar al hecho de que un “Alejandro G. I.”, un “Memo del  (ilegible)” y un “Poncho Garzón”, fueron los creadores del manifiesto. Sobre la identidad de los manifestantes en este documento véase: Higareda, Claudia. Valores nacionalistas y éxitos comerciales: la polémica del Manifiesto de la Condesa, tesis para optar por el grado de Licenciada en Comunicación, Universidad Politécnica de la Ciudad de México, México, 2004.

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