Como he estado guardadita en mi casa, estos últimos días me he dedicado a ordeñar la red. Bajo y bajo películas descaradamente porque eso de salir para ver las novedades del marchante pirata o ir al Blockbuster está contraindicado (además de que, con la crisis, rentar películas no me parece nada rentable para mi precaria economía). Encontré la trilogía canadiense de El Cubo y, ni tarda ni perezosa, puse a la computadora a hacer lo suyo. Es posible que pocos se acuerden de esta saga (y que a menos les interese leer al respecto, salvo si son fans), pero igual me animé a escribir porque en estos días de encierro forzado y paranoia porcina películas como éstas resultan buen material de reflexión.
La premisa de los tres cubos -Cube (Vincenzo Natali, 1997), Cube 2: Hypercube (Andrzej Sekula, 2002) y Cube Zero (Ernie Barbarash, 2004)- es bastante simple: un grupo de desconocidos aparece en una habitación desconocida debido a causas desconocidas y enfrentado a peligros también desconocidos (más o menos como sucede en la primera Saw de 2004, dirigida James Wan, traducida infamemente al castellano como Juego macabro). El “¿dónde estamos?” da paso al “¿quiénes somos?” y a “¿por qué estamos aquí y encima nos quieren matar?”, por eso algunos le llaman a estas cintas cúbicas terror existencial. Y vaya que las preguntas esenciales de cualquier vida consciente dan terror, sobre todo ahora que el panismo quiere quitar la filosofía de la enseñanza preparatoria.
Las dos primeras cintas no dan una explicación contundente a la primera pregunta: el Cubo es una especie de laberinto-prisión-cámara de tortura que consiste en muchas habitaciones interconectadas que se realinean periódicamente. La tercera película, que en realidad es una precuela, suelta toda la sopa y clarifica ciertos indicios presentes ya en las dos anteriores: una corporación militar, Izon, aliada al Estado (¿gringo? ¿canadiense? ¡qué extraño!) usa el Cubo para hacer experimentos diversos con “sujetos” (sobre todo condenados a muerte) que, en teoría, han dado su consentimiento para ello (premisa que me recuerda esa muy buena película alemana de 2001, El experimento, de Oliver Hirschbiegel). La segunda pregunta -¿quiénes somos?- se va resolviendo poco a poco a la par de la trama: los “sujetos” del estudio se definen a sí mismos según su postura vital en esta situación extrema. Las tres cintas incluyen un limitado y repetitivo repertorio de personajes: habrá quien opine que no hay por qué luchar –el pesimista asimilado-; habrá a quien le de igual salir del cubo o morir en su interior –el cínico desesperanzado-; habrá quien apele por la vida no solo propia, sino de los demás –el héroe humanista y solidario-; y quien simplemente se pire y enloquezca ante el absurdo de la situación –el simple y llano psicópata-.
El primer Cubo da a este laberinto geométrico una lógica matemática y el escape se va resolviendo gracias a Leaven (Nicole de Boer), una nerd con habilidades analíticas sobresalientes, y a Kazan (Andrew Miller), un genio lelo y exasperante. El Hipercubo, que en realidad es un teseracto (según los que saben), no se podía quedar atrás: se nota que emplearon muchos más recursos para producir efectos high-tech deslumbrantes y, supongo, para construir la explicación de este lugar imposible: una mezcolanza de física cuántica y teoría del caos para dummies. En el Hipercubo, el rollo de la distorsión de la gravedad, el espacio y el tiempo es elemento fundamental para el terror de los cautivos y de algunos miembros de la audiencia quienes, como yo, se rascaron la cabeza frenéticamente para tratar de entender los mecanismos y teorías detrás del discurso de la cinta. La tercera entrega de la saga, en un arrebato de audacia característico de las precuelas, nos da el punto de vista de quienes están fuera del Cubo, aunque igualmente encarcelados: los guardianes voyeurs que monitorean cómo van cayendo, uno a uno, los “sujetos” del experimento. Ahi es donde se pone buena la cosa: si el primer Cubo responde a una lógica matemática y el Hipercubo a una, digamos, cuántica, el Cubo Cero tiene una lógica política.
En el Cubo Cero, Jax (Michael Riley), un desquiciado y excéntrico supervisor, baja de las alturas de su jerarquía al oscuro cuarto de vigilancia cuando la buena consciencia del celador Wynn (Zachary Bennett) lo hace entrar al Cubo para ayudar a los reclusos a escapar. Frente a la rebelión de los subalternos, alguien tiene que regresar las cosas a su inhumana normalidad, ¿no? El personaje de Jax, con todo y su ojo mecánico, me pareció genial y creo que le da cierta vitalidad a la saga. Aunque lo que representa, esta lógica política del Cubo Cero, es de verdadero miedo. Jax es pragmático, burlón, cínico, arbitrario, indiferente al dolor humano, autoritario, prepotente… justo las características de muchos de los gobiernos que hemos padecido globalmente. El verdadero terror del Cubo Cero es que revela quien está al mando: no fue el destino el que puso y mantuvo a estos pobres hombres y mujeres en cautiverio; no fueron sus crímenes, reales o inventados, los que los condenaron a la tortura y la muerte, sino Jax y los de su especie, loquetes de traje con mancuernillas de oro en los puños de sus camisas. Hoy día pareciera que el mundo es un pañuelo (por eso de las gripes y los mocos). Lo que a mi me da pavor es que, cada vez más, el mundo parece un Cubo.
(imagen del teseracto cortesía de http://lizmatematic06.nireblog.com)
1 comentario:
Sólo vi la primera del Cubo y la verdad, no sé, está interesante pero me desesperó... La segunda no se me antojó y desconocía la tercera... Quizás me anime a ver las tres completas.
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