Tras estos dos triunfos, el tal Juan se creyó invencible. El mundo de los concursos epistolares televisivos se abría ante sus ojos como un territorio por conquistar, un territorio que dominaría a través de su ingenio. No habría límites para él. No habría empresa irrealizable si de escribir se trataba. Su tercer “triunfo” requirió un poco más de esfuerzo. Requirió ponerse literalmente en los zapatos de alguien más. Cuando vio la convocatoria de New York Shoe Wear en un canal de televisión por cable, Juan dudó por primera vez. Para ganar cincuenta mil pesos y una visita a las oficinas corporativas de tan reconocida marca de zapatos, localizadas en la mismísima “Gran Manzana”, Juan tendría que hacerse pasar por una mujer. (“Si: una exclusiva visita ¡doble!: tu hombre ideal y, claro está, tú”, decía una voz femenina y sensual que sonaba en los oídos de nuestro Juan como el dulce canto de las sirenas). “Hacerse pasar por un niño no resultó tan difícil”, pensó Juan. A fin de cuentas, Juan había sido niño alguna vez, pero esto era muy diferente: se trataba de escribir una carta que describiera las 101 formas para seducir a “tu hombre ideal” con zapatos NYSW, claro está. Juan obviamente nunca se había puesto unos zapatos de tacón y, mucho menos, había seducido a nadie, ni hombre ni mujer ni quimera. Juan se enfrentaba a un gran reto literario pero, ¿de qué se trataba su talento sino de ser el más grande escritor de cartas para concursos diversos del que se hubiera tenido noticia?
Hemos de reconocer que para esta misión Juan se esforzó verdaderamente. Corrió el riesgo de ir a la zapatería NYSW más cercana y gastarse casi toda su quincena en un par de zapatos verdes con tacón de cinco centímetros y un reluciente moño transparente que coronaba cada punta. Se tomo la molestia de encerrarse en su cuarto, ponerse los zapatos verdes y taconear todas las noches, imaginándose mujer, imaginando las 101 formas de seducción femenina. “Dios, ¡cómo es posible que las mujeres anden sobre estas cosas!”, gruñía Juan mientras su madre gritaba desde el comedor que la cena estaba lista. “A la cama y a comer solo se llama una vez Juanito”, insistía Doña Remigia, mientras Juan se sobaba los callos que los tacones verdes le habían sacado. Después de varios días de dormir poco, caminar mucho y pensar mucho más, Juan había escrito las 101 formas para seducir a “su hombre ideal”. Un domingo por la mañana corrió, con bastante dolor hemos de decir, a la oficina de correos y mandó su carta.
La respuesta fue casi inmediata: solo cuatro días después sonó el teléfono. Una voz de mujer preguntaba por una tal Juana Pérez –el concurso era, obviamente, sólo para mujeres- y Juan tuvo que pretextar una severa laringitis para hacerse pasar por la ganadora. Tras colgar el auricular, la emoción del triunfo dio paso a la preocupación: ¿cómo cobrar el premio si Juan definitivamente no estaba dispuesto a volver a usar zapatos de tacón en su vida? ¿Cómo presentarse a las oficinas de NYSW (cuya dirección, en el mismísimo corazón financiero de la ciudad, había escrito sobre un recibo de luz) para reclamar su dinero y los dos boletos de avión a Nueva York? Fue entonces que nuestro Juan cometió el primero de muchos errores que le costaron su libertad y, como ya sabemos, posteriormente le costaron la vida. Convenció a Sandra, la asistente personal del Lic. González, para que se hiciera pasar por Juana. Los diminutos ojos de Sandra relampaguearon frente a la petición de Juan: un fin de semana en Nueva York -solo por decir que se llamaba Juana Pérez (un nombre que le pareció muy feo) y por decir que había escrito cierta carta- resultaba una oferta muy atractiva. Nuestro Juan tuvo que estirar sus habilidades retóricas al extremo para convencer a Sandra cuando le expuso las últimas condiciones del viaje: ella tendría que hacerse pasar por su novia, ser muy discreta a su regreso y no comentar nada, nada por favor, en la oficina. “Pero Juanito, ¡que tontería! Juan Pérez y Juana Pérez, nadie nos va a creer…”, manoteaba Sandra al expresar su descontento. “Además, todo eso es bien fácil para ti porque eres hombre, pero, ¿qué va a pensar la gente de mi?”, dijo Sandra cerrando sus pequeños ojos de sólo imaginarse compartiendo con el tal Juan una cama queen size en la suite presidencial del Milton de Manhattan. “Aunque”, pensó Sandra, “no puedo hacerle el feo al Milton de Manhattan...”. “Esta bien Juanito”, resolvió Sandra finalmente, “pero recuerda que me debes una”, lo cual dijo no muy convencida, porque una pequeña voz dentro de si le anunciaba que toda esta farsa podría meterla en graves problemas. Habiendo creado a Juana Pérez, Juan se encargó entonces de conseguir pasaporte y visa falsos para Sandra, lo cual fue bastante trabajoso, tomando en cuenta los problemas que enfrentó para contactarse con el bajo mundo de la falsificación de documentos en la Plaza de Santo Daniel. Solo restaba construir un pretexto creíble para faltar a la oficina un viernes. Pero, ¿qué problema podría representar esto si él era el rey de las historias, el amo de la apariencia? Poco sabía nuestro Juan que, después de convencer al Lic. González de que tenía que llevar a su madre al doctor, sus días de libertad –y de vida- estaban ya contados.
Al regresar del viaje a Nueva York, la carrera literaria y criminal de Juan ascendió vertiginosamente para llegar a altitudes insospechadas. Ganó varios concursos cuyos premios fueron en efectivo y otros tantos que le valieron propiedades y bienes muebles. El tamaño de su fortuna, en sus mejores años, podría haber hecho palidecer a más de un millonario, aunque su férrea discreción sobre asuntos de dinero impidió el rubor de muchos. Hacer un recuento fiel de todos los concursos televisivos que ganó Juan mediante sus cartas durante los cinco años que duró su actividad delictiva sería agotador. Aunque, en honor a la verdad, un recuento así es tarea imposible de realizar. Juan mismo perdió la cuenta de las cartas en castellano que firmó con su pseudónimo favorito: Gabriel Pacheco. Tampoco recordaba las veces que había pedido la colaboración de Sandra para hacerse pasar por Juana Pérez o Gabrielle Springs, otro de sus tantos alias femeninos, y así cobrar los frutos de su talento. Juan no sabía de cierto el número de cartas que había escrito bajo otros nombres inventados como Johann Pert y John Postdamme, estos dos utilizados para los concursos internacionales a los que escribía con la ayuda de una antena de televisión satelital y varios traductores que contrató.
De hecho, resultó que Carlitos, su único amigo de la adolescencia y al mismo tiempo uno de los traductores en su equipo criminal, fue quien hizo la llamada anónima que delató al tal Juan. Obviamente Carlitos no sabía para quien trabajaba, a pesar de los años de confianza que creía tener con Juan. Le parecía extraño que Juan, un “cuate bajito y gordito, de lentes y narigón”, como lo describió en uno de los interrogatorios a los que fue sometido, le pidiera ver diariamente la CCD de Londres y otros canales de Estados Unidos en busca de convocatorias para concursos epistolares televisivos. Las importantes cantidades de dinero que Carlos recibía por esta labor, eso sí, nunca le parecieron extrañas: “Chamba es chamba y pues yo, de gratis, no trabajo”. Lo que si le causaba una gran curiosidad a Carlos era que, después de entregar un reporte semanal en español sobre los concursos de habla inglesa, su “empleador” le mandara por correo electrónico una carta respondiendo a alguna convocatoria para que la tradujera al inglés. “Simplemente pensé que era otra más de sus excentricidades. ¿Sabe? Juanito, la verdad, es bien raro”, dijo Carlos a los medios tras el arresto de Juan. “Aunque siempre supe que lo que nos ponía a escribir a mi y a los otros traductores no podía ser legal, porque nunca nos comentaba si ganaba algo o no en esos concursos”, declaró Carlos al verse, lógicamente, involucrado en el caso, en un torpe intento por exponer algún atenuante que justificara su conducta ante la opinión pública y, sobre todo, ante la justicia.
De acuerdo a las declaraciones posteriores de Carlos, en las cartas que Juan mandaba traducir se hacía pasar por infinidad de personajes, de distintas profesiones, clases sociales y orígenes étnicos: Doctor en Geografía Física para un concurso del canal National Topography sobre las recomendaciones de expertos para prevenir la erosión en los desiertos de Colorado (por el cual se sabe que ganó diez mil dólares para continuar con su “importante investigación” en la Facultad de Ciencias de la Tierra de la Universidad Autónoma Politécnica de México donde, supuestamente, era profesor-investigador de tiempo completo); ama de casa alemana para un concurso de recetas orgánicas para el pastel de manzana, patrocinado por Fruitpeace (que le hizo acreedor de una suscripción anual al boletín mensual de Fruitpeace y 600 euros, nada despreciables); y hasta indígena quechua peruana en una carta para un concurso que lanzó TV-7, un canal de la televisión italiana, sobre los derechos humanos de las mujeres en etnias “tercermundistas” (trabajo que le valió un reconocimiento de la IWIO -la Indigenous Women International Organization-, más una cantidad importante de dinero que nunca fue hecha pública). El tal Juan era todo un camaleón, lástima que no pudo trasformarse a tiempo para evadir las sospechas y la envidia que su éxito provocó.
Culminará la próxima semana...
1 comentario:
monx, no me acordaba de todo el cuento, y definitivamente me intriga el final!!! qué bueno que decidiste publicarlo!
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