Carlos no fue el único en pensar que “algo sucio se traía Juanito entre manos”: por varios años, Doña Remigia también albergó sospechas sobre los “negocios” de su hijo. Cuando dejó su trabajo con el Lic. González de un día para otro y rentó una pequeña oficina en la colonia Rectores, a Doña Remigia no le quedaron claras ni las razones de la renuncia de su hijo ni los pormenores de su nuevo trabajo. “Juanito se había vuelto todavía más reservado de lo que ya era. Se la pasaba con Carlitos todas las tardes encerrado en su oficina”, declaró entre sollozos Doña Remigia a un célebre programa de espectáculos, “y, pa’ que más que la verdad, algo no me olía bien de tanto viaje al extranjero que hacía, sobre todo cuando iba con Sandrita”. Las declaraciones de Doña Remigia ayudaron a la policía a unir ciertos cabos sueltos en el caso. “Fíjese usted: hasta llegué a pensar que Juanito era narco y que usaba a Sandrita, pobre niña, de mula para llevar droga, porque, ¿de dónde, sino, iba a salir el dineral que se gastó en su casita de Las Cumbres?”, declaró la madre de Juan en un mar de lágrimas frente a la nación entera.
Los pormenores de la aprehensión del tal Juan fueron conocidos por todo México en el momento exacto en que ésta ocurría: ¿cómo olvidar esas imágenes, presentadas en la televisión una y otra vez, de un Juan despeinado y el pijama, con los lentes rotos y gritando su inocencia, desesperado, cuando lo arrastraban fuera de su casa? El país entero se preguntaba: ¿quién es ese chaparrito por el cual se ha desplegado impresionante fuerza policial? ¿Un secuestrador, un guerrillero, un asesino? ¿Un delincuente de cuello blanco que ha defraudado cantidades millonarias? ¿Un político venido a menos, enredado en algún oscuro y sucio juego de poder? Pero, ¡si ni parece un criminal! ¿Qué habrá hecho, si es que hizo algo, para que lo traten con tanta violencia?
Tras el arresto televisado, la infinidad de declaraciones de propios y extraños, el corto juicio, el escandaloso descubrimiento de sus crímenes y el expedito fallo del juez, Juan pasó sus últimos años en una prisión de alta seguridad: Tecamac de Morelos. Nunca sabremos porqué Juan, con todo el dinero que tenía, no pagó un abogado de verdad para dirigir su defensa. Tal vez estaba cansado de aparentar ser otro, de inventarse disfraces cada vez que iba a recoger un premio; tal vez estaba cansado ya de compartir sus ganancias con Carlos y los demás traductores o con Sandra y, de hecho, nuestro Juan nunca se atrevió a ser un verdadero criminal y matarlos a todos porque sabían demasiado. Tal vez simplemente dejó que lo apresaran para que se supiera la verdad de su genio como escritor. O, quizá, un bloqueo literario lo llevó a preferir la cárcel a la infertilidad creativa. De cierto sabemos hoy que sus razones se fueron con él directo a la tumba.
A pesar de estas dudas sobre los móviles de Juan, fue fácil para la justicia mexicana tipificar sus delitos: lo condenaron a cadena perpetua por usurpación de identidades y funciones; por falsificación de documentos oficiales nacionales e internacionales –se cree que los servicios secretos de varios países también lo andaban buscando, lo cual nunca fue confirmado-; por incitación al crimen y apología del delito (no hay que olvidar las condenas que aún purgan Sandra y Carlos por complicidad en los ilícitos); y, claro está, también lo condenaron por enriquecimiento inexplicable y evasión de impuestos.
En la última entrevista que Juan aceptó darme en su celda confesó que había encontrado la Luz y que ya no se atrevía a escribir más, ni siquiera a su madre –resultó que, según sus nuevos hermanos de prisión, su talento venía directamente del maligno-. Juan mataba su tiempo leyendo textos sagrados de varias tradiciones espirituales, así como las incontables cartas que diariamente llegaban a su celda, cartas que nunca respondió ya que no escribía ni una sola línea, ¡que va!, ni una sola palabra. Su mano, como si estuviera en huelga o aletargada, se congelaba frente al mero atisbo de una hoja en blanco o de un simple lápiz. Juan tenía muchos admiradores de todos los estratos socioculturales, provenientes de todas las latitudes del planeta. Su fama fue tal que, durante su primer año en prisión, se llegó a rumorar que la Fundación de Letras Sudamericanas consideró seriamente darle una beca vitalicia por sus méritos literarios y que varias universidades de prestigio habían pensado más de una vez otorgarle un doctorado honoris causa.
Nuestro Juan hubiera podido pasar a la historia como un gran escritor, pero la fatalidad le llevó a ser un simple reo más que decide colgarse de la viga de su celda con las sábanas limpias que acababan de llevarle. Un reo con cierta fama, pero prisionero al fin y al cabo. Ni siquiera sus hermanos de fe pudieron convencer a Juan de que su vida valía la pena ser vivida, aún tras las rejas. El tal Juan, de no ser por las circunstancias de su vida (y, ¿quién puede escapar a ellas?), hubiera podido hacer de su don un instrumento para el bien. De no haber cargado con el rencor social que cargaba, como lo declaró el psiquiatra que lo valoró antes del juicio, de no haber resentido tantísimo al padre siempre ausente, Juan hubiera podido ser un ciudadano honrado, incluso un ciudadano modelo: un hombre con cierta iniciativa, pero finalmente dócil; una persona de opiniones medianamente informadas, aunque maleables. Pero, como ya dije antes, no hay hubieras. Que sus crímenes lo condenaron, no hay duda, aunque me parece que lo que no pudo tolerarse en él fue su indudable talento para escribir, para inventarse y reinventarse a si mismo, para escapar a la monotonía de su vida simplemente con papel y lápiz. Y, encima de todo, hacer toneladas de dinero escribiendo.
Lástima que la obra de nuestro Juan esté perdida en algún punto virtual del ciberespacio, en el archivo muerto de alguna institución o empresa multinacional. Lástima que no haya quedado algún vestigio de su genio, algún recuerdo del hombre y su obra a través de sus propias palabras. Con su muerte, el país ha perdido a uno de los más grandes escritores contemporáneos pero, ciertamente, al más incomprendido de todos. Descanse en paz, Juan Pérez.
1 comentario:
gracias por la última parte!! no te recuerda la vida de Emile Achard??? aquél usurpador que hasta ganó el Premio Goncourt en Francia en los 70's y cuyo tío -que era en realidad el verdadero escritor- terminó suicidándose??... no cabe duda que la realidad siempre superará la ficción!! Gracias por tu cuento Montse.
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