Ayer en la tarde por fin terminó el suplicio del Coloquio de Resultados de Trabajo de Campo. La tesis tiene aún para rato: un año exacto contando a partir del 31 de agosto. Después del estrés, el maratón de tres días de presentaciones sin parar (de 9 a 6), las dudas e inseguridades, las felicitaciones y hasta los plantones (¡qué enojada estoy con cierta persona!), mis compañeros antropólogos y yo nos dimos un respiro. Y terminamos en mi casa, en la primera fiesta que jamás se haya hecho aquí. Estaba ya tan desacostumbrada a los reventones que el de ayer me pareció en cierto punto algo ajeno y extraño. Casi tres años de cultivar una relación ahora muerta y de ensimismarme por largos periodos, aúnados a la inadecuación social que a veces padezco, dieron por resultado una extraña suerte de lejanía cercana con los sucesos de ayer, dignos de toda una etnografía: eso de estudiar Antropología empieza a surtir efecto en mi forma de mirar las cosas.
Los cinco intensos años vividos en Foreverlandia, ese Reyno mítico y fantástico, necesariamente me revelaron las diferencias entre las muy frecuentes celebraciones reales y la fiesta de ayer. En aquél Reyno, ahora perdido, la música era en vivo: cantábamos desde Chambacú hasta himnos místicos y nunca faltó una darbuka para acompañar las voces; ayer, si no hubiera sido por Saydi, Tino y su maravillosa USB solo se hubieran escuchado los grillos del patio. En Foreverlandia rara vez se bailaba (eso si: los niños que llevábamos dentro nos obligaron a jugar Gallina Ciega y Cebollitas en varias ocasiones); ayer los pocos bailadores bailaron muy bien y los demás nos concentramos en platicar y platicar en una sobremesa monumental y divertidísima que comenzó con el café después de la comida. Un grupo por aquí discutió sobre la política y la academia, otro por allá sobre los problemas con las mudanzas y las reubicaciones; yo hubiera podido hablar sin parar de Wallace o Bergman, pero no quise molestar a los invitados con mis propias obsesiones. Milagros -muy sociable y curiosa- hacía rondas entre ellos y más de uno la cargó para hacerle cariños ya que Pequeñito y Pingüino habían decidido esconderse en el closet. Qué lindo que una gatita ciega buscara relacionarse y compartir; que lindo que fuera tan bien acogida. En Foreverlandia corrían ríos de té negro, café y humo de cigarro (y hasta de otra plantita verde y vaciladora); ayer se hizo la muy tradicional "vaca" para ir por unas cervezas y quedó intocada una cajetilla íntegra. Y la distinción más marcada entre los ayeres del Reyno y la fiesta de ayer fue que a las 12 esta casa se había vaciado por completo (bueno, era miércoles...), mientras que en Foreverlandia las festividades terminaban (si es que terminaban) con la salida del sol.
Supongo que ayer todos estábamos agotados, preocupados incluso por el atisbo de ese futuro de transición e incertidumbre (¿qué va a pasar cuando se acabe la beca?), a la vuelta de la esquina. Ayer se revisitaron los lazos y las afinidades; ayer hubiera querido ahondar en esos vínculos, explorarlos un poco más: me quedé picada pues. Intrigada por desentrañar qué es eso que nos une, además de la circunstancia académica en que todos estamos metidos. En parte, el cansancio compartido limitó la interacción de ayer, en parte mi tendencia al recogimiento. Reconozco que con los años he comenzado a atesorar sobremanera mi propia compañía, que me he vuelto un poco huraña, aunque también se que uno (como ya lo he dicho antes: ¡que insistente!) ha de salir al mundo o, por lo menos de vez en cuando, traer el mundo a casa, aunque cueste hacerlo. Solo así se descubren y alimentan las cercanías.
Video -un poco pixeleado- cortesía de panetonne.
1 comentario:
parece que te la estás pasando bien, no importa si forevereando o antropologeando... me parece saludable no querer salir de casa, cuando la casa es inmensamente más bonita que cualquier otro lugar.
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