domingo, 2 de agosto de 2009

La rebelión del humo

A cigarette is the perfect type of a perfect pleasure.
It is exquisite and it leaves you unsatisfied.
What more can one want?

Oscar Wilde


El cigarrillo temblaba entre sus dedos. Parecía dispuesto a consumirse, aún contra la voluntad de quien lo sostenía entre el índice y el medio. Pero faltaban unas cuantas estaciones. El cigarrillo lo sabía: dentro del metro no se puede fumar, como dentro de todos esos espacios libres de humo que, día a día, se incrementaban exponencialmente. Tantas restricciones se le empezaban a hacer cuesta arriba. Tener que esperar dentro del salón de clase (dentro de la mochila, dentro de la cajetilla) hasta el fin de una larga y soporífera disertación sobre Dostoievski; esperar por 45 minutos en el pesero antes de dejar salir al humo atrapado; esperar por horas en casa de la novia del sujeto que lo sometía ahora entre sus dedos, porque ahí tampoco se podía fumar. Esperar, esperar, esperar. Curiosamente, la espera lo estaba consumiendo.

A sólo una estación antes de bajar, a unas cuantas decenas de pasos hasta llegar a cielo abierto y nublado, el cigarrillo sintió que no podía más. ¡Qué diablos! ¿Que podría pasar? Que lo tiraran por la ventanilla del vagón y a medio fumar ante la tos de los pasajeros y sus posibles quejas, ante sus miradas de desaprobación y gestos de repugnancia; que se llevaran a un ministerio público al joven entre cuyos dedos estaba atrapado por una falta administrativa, casi una falta a la moral (cosa que al cigarrillo le parecía un dulce exabrupto después de tantas horas de sumisión); o que, entre gritos y jaloneos, terminara ahogado en un charco de lluvia justo frente a la entrada de la estación. Tras la lenta espera, hasta eso parecía razonable. ¡Qué diablos! Así empezó la rebelión de humo. Porque no era el cigarrillo quien deseaba alzarse en sutiles bocanadas hasta desaparecer. Era el humo que, como su alma o esencia, se retorcía dentro del cigarrillo.

La mano de esos dedos que lo sostenían titubeó un poco, pero no lo suficiente para detener el movimiento que llevó al cigarrillo a la boca. El sujeto que portaba esa mano parecía absorto, casi hipnotizado. Su mano se movía por un fuerza ajena que, dado el pasmo que sus ojos revelaban, era imposible controlar. La otra mano, cómplice del ilícito, no ofreció resistencia. Recargó en la puerta del vagón el paraguas que le había sido confiado desde hacía meses, sacó el encendedor del bolsillo de la chamarra y, después de accionar con una simple fricción una diminuta llama, fingió no haber tenido nada que ver con la rebelión. Los labios hicieron su parte, menos preocupados que cualquiera de las dos manos. Se presionaron contra el filtro del cigarrillo y, en cuestión de segundos, el humo ya estaba libre, revoloteando, haciendo círculos en el confinado aire del vagón, disfrutando su breve libertad.

Este incidente, que muchos tomaron como un acto de rebeldía de un muy joven estudiante de Letras, hubiera pasado inadvertido de no ser porque, día a día, se suscitaba una y otra vez. El humo ya no solo se rebelaba dentro de los vagones de metro, sino que esta insurrección parecía apoderarse de cuanto espacio prohibido estuviera a merced del volátil rebelde. Elevadores, pasillos, escuelas y universidades, despachos de abogados y contadores, supermercados, invernaderos, salas de operación: todas invadidas por el humo. Los perpetradores de estos crímenes argüían que no eran responsables de los mismos: el humo, el maldito humo, los había obligado. Había destruido su conciencia, su voluntad, hasta la mucha (o poca) civilidad que tenían. “El humo es culpable”, declaraban bajo la lluvia los infractores cuando salían de los juzgados y, entre cámaras, micrófonos y paraguas que se arremolinaban frente a ellos, insistían en su inocencia. Hasta los hombres y mujeres de esos medios e incluso los funcionarios públicos encargados de normarle el flujo cayeron presa de la rebelión del humo. Los habitantes de esa ciudad tomada por la lluvia poco a poco dejaron de preguntar quien era el cerebro intelectual tras estas flagrantes faltas de respeto al espacio vital de los no fumadores. Y cuando los mismos no fumadores fueron seducidos por el humo, el maldito humo, entonces ya no hubo nada más que cuestionarse.

Al principio la justicia pensó que los culpables de esta atrocidad eran muchos: las compañías tabacaleras, los irresponsables padres de familia, las instituciones de salud y educación, la negligencia y falta de consciencia de los propios fumadores, los mayoristas, minoristas y hasta falsificadores de cigarros, la publicidad que lucraba con el supuesto glamour del insurrecto blanquecino y hasta el mal tiempo que tenía sumida a la ciudad en meses de poco sol y mucha lluvia. Nunca pensaron en lo más evidente: el humo era el culpable. No quería estar preso, no deseaba que le rigieran el cauce, de por si inestable debido al viento. El humo tenía voluntad propia, vida propia, y estaba tomando su venganza por años de restricciones e inútiles intentos por domarlo. Quienes fumaban –toda la población de esta ciudad asolada ahora por el humo y desde hacía meses por la lluvia- eran solamente vehículo de su ira y su urgencia por salir de la cárcel de papel y filtro en que estaba confinado.

La justicia misma, tras la ansiedad que le produjo verse reducida a un simple medio de producción de humo, comprendió que, efectivamente y contra toda lógica, éste era el culpable. “Pero, ¿cómo ejercer acción penal contra un infractor tan escurridizo?”, se preguntaban los legisladores más duros; “¿cómo normarlo o siquiera pactar con él una tregua?”, pensaban los más blandos. Los legisladores gesticulaban y manoteaban, evitando tirar sus cenizas al piso y cuidándose de no quemar a un contrincante político; así, acompañados permanentemente por su enemigo, debatían sobre cómo poner fin a la rebelión. Entre bocanadas cocinaban planes de acción para terminar de una vez por todas con la amenaza o, simplemente, para hacerla más llevadera. “Si tenemos que convivir con el humo, que por lo menos sea en términos democráticos…”, pensaban los legisladores de derecha mientras veían la lluvia golpetear sobre los cristales en las ventanas de sus despachos, ahumados de tanto fumar.

Los ceniceros, al tope de su capacidad, eran vaciados cada media hora por edecanes cigarro en mano, presas, como toda la ciudad, de la plaga blanca. Durante las largas sesiones de discusión varias ideas, poco viables y aún menos inteligentes, fueron desplegadas: habría que hacer obligatorio el uso de ventiladores portátiles, de esos chiquitos que podían comprarse en cualquier puesto fayuquero; o tal vez forzar la apertura de muchas más ventanas en todas las edificaciones de la ciudad: así el humo tendría un cauce libre para ascender por los cielos y fundirse con las negras nubes de lluvia, además de que podrían obtenerse jugosos impuestos de los pasivos y humeantes contribuyentes. O simplemente crear “humómetros” y así tasar una cantidad individual por día, bueno, por hora, de la cual ningún ciudadano pudiera excederse.

Los días nublados daban paso a las noches de lluvia y, entre las chimeneas en que se habían convertido las fosas nasales de cada uno de los habitantes de la ciudad, aún no se podía dar batalla a la rebelión del humo. Ningún ciudadano estaba exento de ser su cómplice, de estar involucrado en la emisión masiva de gases contaminantes. La justicia, como de costumbre, seguía sin dar respuesta expedita frente a lo que se estaba convirtiendo en un verdadero estado de emergencia. Por Dios: ¡hasta los niños fumaban! ¿Qué nadie podría sacar a la cuidad de este atolladero?

Y así ocurrió que, después de un noche habitualmente lluviosa como desde hacía meses, el sol no salió al día siguiente. Entre el humo del cigarro y las densas nubes que anunciaban la tormenta matutina, el sol no pudo vislumbrarse más en el horizonte. Desde las ventanas de sus casas y oficinas, desde el quicio de las puertas en las tiendas y talleres, desde los patios de las escuelas, los habitantes de la ciudad escrutaron el cielo negro esa mañana y siguieron con la mirada el destino final de las torres de humo que se alzaban cada vez que alguien exhalaba alguna palabra. Ni rastros del sol, solo un cielo gris plomo, mucha humedad y amenazas de lluvia. Esa mañana, los transeúntes, apurados por llegar a su destino, se prepararon para el chaparrón inminente. Bajo las primeras gotas, abrieron sus paraguas y apretaron el paso. Pero, cuál fue su sorpresa cuando al tratar de encender el siguiente cigarrillo algo se los impidió. Los encendedores fallaron, los cerillos también y los mismos cigarrillos, una vez prendidos y tras unas cuantas bocanadas, languidecían y súbitamente se apagaban. Comenzó a llover. Parecía que ahora otro peligro rondaba la ciudad: la intensa lluvia que desde esa mañana no paró. Uno a uno, todos los cigarrillos de esta cuidad nublada, sitiada por tormentas breves y chaparrones pertinaces, tuvieron que enfrentarse a su único enemigo implacable: el agua.

La gente de la ciudad, ciertamente bajo el influjo del humo, se preocupó más por mantener sus cigarrillos encendidos que por el paulatino deterioro del clima. Tras unas semanas de atrincherarse infructuosamente contra los crecientes niveles del agua, decidieron entregarse a lo inevitable. Prefirieron dejar de construir diques o desazolvar drenajes para poder luchar por lo que realmente importaba: seguir fumando a toda costa. Nadie pensó en los riesgos de la inundación, solo en las represalias del humo: no importó que el agua se colara por las puertas si el humo podía seguir saliendo por las ventanas. No importó la escasez de alimentos en los mercados si aún podía emplearse el poco dinero circulante para comprar cigarros y cerillos suficientemente secos. No importaron el caos y la inseguridad de la ciudad anegada si sus habitantes podían recurrir a la efímera felicidad de unas cuantas suaves bocanadas de humo después de un café, aunque estuviera frío, aunque cada día se racionara más y conseguirlo se tornara cada vez más difícil.

Cuando el último cigarrillo de cada fumador expiró entre sus dedos, cuando la última bocanada de humo se alzó entre gotas de lluvia hasta llegar alto, muy alto, los habitantes de la ciudad perdieron toda esperanza: parecía que, ahora si, los cigarrillos habían sucumbido por completo ante los embates del agua. ¿Qué sería de ellos, cercados en una ciudad cuyas calles y avenidas eran intransitables, sin el consuelo del humo? ¿Sin comida ni medicinas? ¿Sin unos cuantos metros cuadrados de tierra firme y seca? ¿Sin las felices espirales que revoloteaban por el aire y parecían enredarse en las ropas de quienes fumaban para asentarse después en las copas de los árboles?

Un día, cuando nadie lo esperaba, cuando el mero recuerdo del sol era tan vago que no podía albergarse en la memoria, cuando a los supervivientes no les importaba ya el desastre, ni los cuerpos de los ahogados que flotaban en las calles, ni la hambruna o la pandemia, ni el sitio forzado tras meses de lluvia, cuando ya nadie reparaba en las diferencias ideológicas que habían impedido tomar medidas contra la catástrofe, cuando ya nadie recordaba que se había perdido todo a causa del humo y la lluvia, el sol volvió a salir.




Video cortesía de EzeDynamo.

5 comentarios:

El Movimiento Intravisceralista dijo...

¿Ya terminaste ese libro?

Atte: Monitoreo de lectores y miembros intravisceralista (una organización con altos fines de lucro.)

Hermes dijo...

hasta antes de la lluvia, solo podia pensar que habias descrito una forma de paraiso... y despues, solo hubo dolor... por todos aquellos que encendian su cigarro y las gotas de agua lo apagaban. Por aquellos a los que el viento les impedia encender en paz el cigarro... pero principalmente, porque en esos dias de lluvia, nada alivia mas que disfrutar del calor que proporciona el buen humo del cigarro... gracias por el relato ;). tk care, baee

Alex dijo...

Acababa de encender un cigarro cuando empecé a leer, y no pude más que sonreír. Conforme avanzaba mi cigarro, y la lectura, nos fuimos deteriorando... el humo ya no pudo salir de mis pulmones y las ganas de seguir fumando apagaron las ganas de seguir leyendo!!!!!!!!! Llegaron a su final el cigarro y el relato, gracias Monx ("GRACCCIASS") por recordarme que incluso en el día de la Noche del Destino, mi destino es seguir fumando... a pesar de mi nula voluntad.

La Rumu dijo...

El humo que danza se encargó de meterse a fondo en la boca del último sujeto que se atrevió a gritar furiosamente ¡Respeta mi aire!

Montserrat Algarabel dijo...

Hermes: es verdad, ayer nuevamente me refugié en los cigarros toda una noche de lluvia.
Alex: pos usté no se acongoje por su voluntad. Inshallah nos sea dado dejar de fumar o poder fumar sin consecuencias, ¿no?
The Fool: me encantó tu comentario!!! Voy a buscar un widget de esos que dice: en este bló si se puede fumar...

saludos, n.