El siguiente relato es cortesía de mi amiga y hermana y cómplice y colega Alejandra Isibasi. Espero lo disfruten tanto como yo lo disfruté. Aunque, si se consideran personas muy impresionables o tienen riesgo de escandalizarse con facilidad, estén prevenidos de que este cuento no es apto para ustedes.
I
En un intento por ganar algo de espacio, Domitilia se colgó aún más de su tendedero y se encajó la cuerda en las palmas hasta la sangre, lo que la distrajo lo suficiente para relajarse y respirar. La súbita bocanada de oxígeno que llegó a su cerebro la mareó y le llenó el rostro de lágrimas; el mar, que ahora se iluminaba con el amanecer y se pintaba de rojo y naranja, se hizo líquido y turbio en sus ojos hasta desaparecer. Aunque todavía podía escuchar el batir de las olas, le parecía haber sido transportada lejos de su casa de palitos, plantas y gallinas en la que había crecido desde chica. Luego todo fue amarillo brillante y una mancha empezó a quemar los bordes de su visión hacia el centro, como el círculo negro que se cierra sobre las imágenes en el cine.
Agotada, pujó por última vez. La mancha negra se hizo roja y otra vez brillante, sus oídos estuvieron a punto de estallar, y sus mandíbulas hubieran podido romper una suela por la mitad de haberla mordido en ese momento. Apretó los puños, los brazos, las costillas, el abdomen y los ojos otra vez. Miles de luciérnagas atravesaron la noche que teñía su cabeza. Gritó y gritó y siguió gritando mientras el monstruo lentamente se abría paso en sus entrañas y coronaba su recto desgarrando piel y músculo. Sintió que no debía parar, prefirió usar sus últimas fuerzas para ponerse en pie mientras aquella masa hedionda y muerta se erguía como una columna detrás de sus piernas estiradas y temblorosas. La gravedad terminó el trabajo, Domitilia sintió cómo vaciaba su cuerpo sin mayor esfuerzo y quedaba limpia y ligera, lista para caer inconciente al lado de esa inmunda pila de mierda recién zurrada.
Debieron pasar al menos dos horas antes de que recuperara el conocimiento. El sol empezaba a quemar y el aire no había cedido con la entrada de la mañana, de modo que fluidos y sólidos, sudor y sangre se habían secado y brillaban de sal cuando por fin Domitilia pudo abrir los ojos. Estaba tendida en su patio y no alcanzaba a entender aún la pesadilla de la cual despertaba; lo más incomprensible era que llevaba días sin comer, curándose con agua de coco una diarrea interminable que amenazaba con dejarla en los huesos. Pero la noche anterior, una vez terminada la telenovela y al levantarse a apagar el televisor, un halo de luz azul llenó su cabaña, entró un guajolote aleteando, le acarició los pies y se fue. Inmediatamente Domitilia dejó de sentir el hueco de su panza, fue como si hubiera quedado preñada de comida. Lo que siguió es historia: en cuestión de horas la pobre había doblado su tamaño.
Ahora estaba allí, tirada, secándose, igual que la escultura olorosa enfrente de ella. El tamaño del engendro era espectacular y la forma…. Tenía una base sólida e imponente que dibujaba –a los ojos de Domitilia- dos querubines, los dos cachetones, alados y felices de estar a los pies de una virgen bellísima, de rostro velado y manos juntas en el pecho, sin más detalle que ese velo que la cubría de la cabeza a los pies. El aire salado y el sol ardiente la habían petrificado y ennegrecido, y ahora era una efigie perfecta cuya sombra superaba la de cualquier planta del patio. Domitilia se levantó asustada y a pesar de la debilidad en sus piernas corrió hasta la hamaca que colgaba a la entrada de su casa, tomó a grandes sorbos una coca cola que estaba en el piso desde el día anterior y volvió desmayarse.
II
Para llegar a la playa, todos los días Pancha y su hija debían pasar por donde Domitilia. Llevaban canastas y cubetas llenas de pescadillas, buñuelos y refrescos que vendían a los pocos turistas que visitaban el lugar, y después tomaban el camino largo hacia la carretera para vender el resto allí. Era buen negocio venderle a la gente que venía en los camiones de redilas y a los pasajeros de los colectivos, además era la única manera de estar enterado de lo que ocurría en los alrededores, recibir noticias, encargos y paquetes, o citar al médico o el cura. Así que esa mañana, puntuales como siempre, Pancha y su hija atravesaron el pueblo, pasaron por la tienda a comprar servilletas y limones, y al pasar al lado de la casa de Domitilia, espantaron a un puerco que siempre se escapaba de su corral. Varios naranjos y un platanero cercaban el jardín por lo que tuvieron que rodear la casa, como siempre, antes de saludar a su dueña y sus animales. La hija de Pancha que iba un poco más rápido fue quien advirtió la presencia de la estatua en uno de los costados del jardín, haciéndole sombra a tres polluelos, en medio de un tapete de flores blancas y hojas verdes, salpicada de diminutos pétalos de azahar. El sol perforaba el follaje de uno de los árboles que circundaban la estatua y la iluminaba suavemente, como si se tratara de estrellas, con algunos destellos.- ¡Mami! Mira… mira la virgen de lodo allá al fondo.
- No hija, eso no es lodo. Es…
- Es mierda – dijo muy seca Domitilia que las escuchaba desde su hamaca, atrás del árbol.
- Ay Domi… – alcanzó a responder la incrédula Pancha desde el otro lado mientras se dirigía hacia la estatua – ¡¡pues obraste muy bien!!
La hija volteó hacia su madre con una mueca y no pudo contener la carcajada.
- No se rían… no es chiste.
- No, no es chiste Domi, es cierto, tienes razón… no es chiste, corrigió Pancha. ¡Es un milagro! ¡Es un milagro!
Madre e hija corrieron hacia la virgen y comentaban entre ellas lo bella, lo perfecta, lo milagrosa que resultaba esta aparición. Desde aquel improvisado altar llamaban eufóricas a Domitilia, contemplaban la obra, lloraban de emoción y alegría. Entre tanto barullo y festejo no se percataron que la anciana no se levantaba; de hecho era necesario acercarse a ella para ver el charco de sangre que ahora manchaba el piso debajo de la hamaca. Se apresuraron en dejarla sola, debían mandar por el cura cuanto antes.
III
Con la cabeza recargada en la ventana del camión y los brazos cruzados, le gustaba sentir el temblor del vidrio en su cabeza, eso lo aturdía lo suficiente para acordarse del efecto que le producía un buen coñac o el golpe accidental (pero placentero) que daba a los puros que fumaba en Querétaro, hace unos años, cuando estudiaba en el seminario. Aunque no los dejaban fumar o tomar allí, cada domingo su tío el vicario lo tentaba después de comer para degustar toda suerte de digestivos y tabacos que tanto extrañaba ahora que estaba en medio de la nada, perdido en la selva, el mangle o como le llamaran, deseando que pronto terminara este castigo que había sido ser enviado en misión hasta los confines del mundo. Nada en él merecía estar allí: ni su piel blanca y delicada que se ardía y llenaba de ampollas cada vez que debía bajar a la playa; ni su pobre estómago tan acostumbrado a las carnes asadas, las verduras al vapor y el buen vino; ni su refinado gusto por los toros y las corridas (aquí sólo había peleas de gallos, de vez en cuando); lo único que le parecía fácil obedecer era su voto de castidad en esa tierra de gente negra de cabello negro y ojos negros, supersticiosa e ignorante, con quien no compartía nada salvo su amor por el fútbol. Tal vez por eso cerraba muy seguido los ojos, para odiar en silencio y no ver nada, como ahora pegado de la ventana, aunque la gente creyera que era porque rezaba.El padre Fernández en realidad venía mentando madres. No podía creer que ahora debía ir a certificar un milagro. ¡Un milagro!, como si en esa tierra tal cosa fuera posible…. Los habitantes, al menos una vez al mes, veían un fantasma o ánimas errantes en el mar o predecían alguna catástrofe o presenciaban un milagro: lo que fuera, con tal de no morir en el olvido. Morir de hambre, de disentería, o de olvido.
Pero esta vez, para él todos habían enloquecido. Al parecer las heces de una mujer habían tomado la forma de la virgen. ¡Las heces!... ¡La Virgen!... El padre Fernández, cada vez que ocurrían este tipo de insensateces (como le gustaba llamarlas), respiraba hondo y le pedía a la Virgen que ayudara a toda la gente ignorante y tonta.
El camión se detuvo, su cabeza rebotó violenta en el vidrio. Como de costumbre respiró muy hondo, abrió los ojos, parecía emerger de una larga meditación. Volteó a ver a su vecina de viaje, le dio dos palmadas en la rodilla, se levantó y dio dos palmadas en el hombro al chofer, sonrió y dio las gracias. La solemnidad y el cuidado que ponía en sus movimientos agregaban veinte años a los casi treinta que tenía, a pesar de su rostro de niño. Bajó del camión, le preguntaron si quería caminar o prefería tomar una redila para la terrecería, él decidió caminar.
El sol estaba en su cenit. Mientras avanzaba, el padre Fernández procuraba ser amable con sus acompañantes, había que reconocerle que su deseo más sincero era en efecto el de seguir el ejemplo de Jesucristo, y entonces era amable; y sin proponérselo con esta actitud conseguía inspirar igual desconfianza que respeto. Preguntó pues por el milagro y cómo llegar al lugar de los hechos. No le extrañó que nadie supiera nada, eso ocurría todo el tiempo. De todas formas no tardó en encontrar la casa de Domitilia, un grupo de curiosos intermitentes e intercambiables la merodeaba desde hacía unas horas, como cuando los zopilotes indican dónde está el muerto.
A su llegada, saludó a Pancha pensando que ella era la dueña de la casa, no le molestó la visión de una anciana moribunda en la hamaca que colgaba a unos metros de la estatua; lo único que él quería era irse de allí lo más pronto posible. Le señalaron la Virgen, como ahora la llamaban los nuevos beatos, y desde que la vio no pudo quitarle los ojos de encima. Era un monumento demasiado obvio para él, todo el odio que alojaba su corazón se esfumó ante esa imponente y dolorosa visión y, como cuando era niño, empezó a temblar. No podía ver más que un escroto, un par de bolas y un falo erecto, perfecto. Recordó las interminables e infames tardes de sacristía que debió sobrevivir en su juventud. Su garganta se cerró conforme descubría que una poderosa erección lo dominaba sorpresivamente. Perplejo, confundido, y para no ser descubierto, cruzó las manos bajo su ombligo y cayó de rodillas, cabizbajo y vencido, pidiendo a Dios que toda esa humillación terminara. ¡Pobre cura Fernández! De haber sabido que desde donde él estaba en verdad se veía un pene, no se habría entregado a la culpa tan animadamente como ahora lo hacía. Pancha, al verlo postrado, levantó los brazos y aun más incrédula que en la mañana gritó “¡Milagro! ¡Milagro! ¡Milagro!”.
IV
Mientras el aire la mecía y acariciaba tiernamente su cabello, Domitilia escuchaba el mar, las olas que batían una y otra vez al ritmo de su hamaca y del viento y de su propia respiración. Sentía que se hundía en ese arrullo y se entregaba a él resignada. De vez en cuando entreabría los ojos solamente para contemplar la peregrinación improvisada de sus vecinos hacia su patio. Traían flores y aguardiente, mezcal y veladoras, ofrendas de todo tipo, cervezas, charanda y niños. De haber podido, hubiera gritado, hubiera sacado a machetazos a toda esa gente de su patio, le hubiera escupido al cura por menso; pero antes que nada, Domitilia se hubiera servido un vaso de agua del pozo. Sus labios secos estaban pegados y así guardaban la poca humedad que le quedaba entre la lengua y el paladar; era cuestión de tiempo antes de que todo en ella se secara y desintegrara. Parecía que el destino de su estatua se había intercambiado con el de ella; y entendió que moriría como un despreciable pedazo de mierda, abandonada a su suerte.
Pensó en su hijo. Cada vez que veía a los hombres regresar del mar, en sus lanchas, con sus redes y sus tarrayas, pensaba en su hijo. Él seguiría enviando dinero después de ella muerta, y no había ni cómo avisarle ni cómo pedirle que ya no mandara nada. ¿Quién se iba a quedar con todo ese dinero? Tanto trabajo y esfuerzos enviados a nadie y a nada… Pobre, se había ido para el norte apenas hecho un hombre, con catorce cumplidos y la promesa de volver; pero ya había pasado mucho tiempo, varios temporales, varios huracanes, hasta dos temblores fuertes, y no volvería a tiempo para besarle la frente como se acostumbra al morir la gente.
El padre Fernández terminó pronto el rosario, las letanías y la bendición; se despidió de Pancha y con un gesto de la mano se despidió de los demás. Sin entender bien porqué, caminó hasta la hamaca, le preguntó a Domitilia si se sentía bien. “Ya mejor” fueron sus últimas palabras mientras sonreía. El padre tomó sus manos ya heladas y le murmuró palabras en latín al oído, la bendijo, besó su frente salada; usó la silla que tenía la mujer para mantener abierta la puerta de su casa y se quedó junto a la hamaca en silencio mientras la puerta detrás de ellos se cerraba. Juntos escucharon el barullo del pueblo, las gaviotas que se peleaban el pescado de los hombres, el golpe de las olas contra las lanchas, el viento en los árboles, los niños gritando, los grillos, los perros, y el mar. Y poco a poco se abrazaron en el sueño púrpura del atardecer con las manos entrelazadas.
Cuando el padre Fernández volvió a abrir los ojos ya era de noche. La mano rígida de Domitilia yacía entre sus dedos. La soltó. Comprendió que no podría regresar a la iglesia sino hasta llegada la mañana, una vez terminadas la devoción y la borrachera de los demás. Los pocos que seguían despiertos miraban perdidos el fuego de una fogata, y uno que otro de repente cantaba. Sólo el enorme cerdo, que otra vez se había escapado de su corral, daba vueltas. Iba y venía buscando basura y comida y, como era de esperarse, se detuvo frente al altar. Su fino olfato lo había llevado hasta aquel monumental festín y el padre Fernández se escuchó decir en voz alta “este comemierda se la va a tragar”.
V
Mientras el aire la mecía y acariciaba tiernamente su cabello, Domitilia decidió abrir los ojos por última vez y despedirse del mar. De aquellas olas doradas y llenas de destellos vio cómo surgía, primero pequeñita y después cada vez más imponente, la silueta de su hijo convertido ahora en un hombre. Se estremeció tanto que los latidos de su corazón la sacudían en un temblor interminable y la poca agua que le quedaba dentro se derramó en una lágrima gorda que le mojó los labios. Él se acercó, la miró, acomodó su cabellera y le secó los ojos. Domitilia sintió cada músculo de su cuerpo relajarse, toda la agitación previa al encuentro se diluía ahora en una suave brisa de paz y cuando su hijo le preguntó cómo se sentía, ella suspiró un frágil “mejor que nunca”, y sonrió. Su hijo la volvió a acariciar, le tomó las manos y, muy bajito en el oído, le relató cómo era su vida, sus anhelos y sus sueños. Le describió todos los lugares que había conocido y todas las personas que lo habían ayudado; le habló de la mujer que amaba y del hijo que esperaba; la bendijo, le besó la frente, arrimó la silla que llevaba años esperándolo en la puerta de la casa y se sentó junto a ella, en silencio, con las manos entrelazadas, frente al agua púrpura del mar. Domitilia cerró los ojos, contenta.
4 comentarios:
¡Es buenísimo como relato y como metáfora!
Me encantó.
Por fa, díselo a la Isibasi y de paso me la saludas.
¡Es buenísimo como relato y como metáfora!
Me encantó.
Por fa, díselo a la Isibasi y de paso me la saludas.
Seguro!!! Le voy a mandar todos los comentarios!!! Ja, me siento como editora!!!
Me gustó, tiene varias aristas, una de ellas: la gente suele adorar ídolos de mierda, jo.
Saludos.
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