Leyó cada nombre en la lista. Uno a uno. Letra por letra. Su nombre no estaba. Pretendió asombrarse, pero ya sabía el resultado desde antes de tomar el bolso rojo para salir de casa esa mañana. Desde siempre. Sabía que no estaría enlistada junto a los Rodrigos y las Mercedes. Leyó por segunda vez, despacio y minuciosamente, cada letra de cada nombre; revisó cada renglón entre los nombres para ver si el suyo se había colado entre líneas. Nada. Los Rodrigos y las Mercedes seguían anotados justo donde los había visto la primera ocasión. Pensó leer la lista una tercera vez para desengañarse por completo, para cerciorarse de que su nombre no había aparecido de pronto en el número veintiuno de una lista con solo veinte nombres. Dos veces era suficiente para confirmar lo que ya sabía desde siempre, lo que comprobaba cada año, ese mismo día, a esa hora aproximada. Su nombre no estaba en la lista. Nunca lo había estado y nunca lo estaría.
Se sentó en la banca bajo la lista. Colocó el bolso, pesado y rojo, sobre sus muslos. Sacó de él una cajetilla y encendió un cigarrillo. Se encogió de hombros. Miró al suelo y se dijo en silencio: “Lo sabía”. Se tomó su tiempo: nadie la esperaba, como siempre. Nadie para preguntarle si después de tantos años finalmente su nombre estaba escrito en la lista. Nadie que se sorprendiera ni acongojara por la noticia. Nadie. Tiró la colilla al piso y se levantó para irse. Pero dudó. Dudó y se quedó ahí parada, inmóvil. ¿Qué pasaría si revisara la lista una tercera vez? ¿Si su nombre apareciera bajo el número veinte? Dudó. Leer la lista dos veces cada año durante seis años había sido más que suficiente para ella. Leerla una tercera vez este año sería inútil, cruel incluso. Pero, ¿y si esta vez fuera diferente? Cada año era el mismo ritual: revisar dos veces la lista de principio a fin para no encontrar su nombre. Pero tal vez este año podría ocurrir algo inesperado. Tal vez.
Encendió otro cigarrillo, parada donde estaba, con la lista a sus espaldas y el pesado bolso rojo colgando del hombro. ¿Y si sus ojos la hubieran engañado? ¿Y si no hubiera sido suficientemente meticulosa? La lista estaba ahí, detrás suyo. Una simple hoja blanca con una serie de nombres impresos en tinta negra. Era tan sencillo como voltear y confrontarla. Leer con paciencia cada nombre, del uno al veinte, por última vez, con la esperanza de que existiera el número veintiuno y fuera su nombre. Dudó. Tiró la segunda colilla. Quiso irse, pero no pudo. Sus piernas no respondieron. Estaban clavadas al piso. Era más fácil voltear y enfrentarse a la lista por última vez que seguir ahí, dándole la espalda. O que marcharse sin mirar atrás. Era más fácil confirmar su certeza que salir huyendo.
Empuñó la correa del bolso que colgaba pesadamente de su hombro. Dio media vuelta. La lista estaba esperando, justo frente a sus ojos. Introdujo la mano en el bolso mientras leía los primeros cinco nombres. Ninguno era el suyo. Las Mercedes y los Rodrigos seguían allí, pero su nombre no había aparecido. Leyó los siguientes cinco nombres de la lista. Nada. Sacó un objeto metálico y brillante del bolso rojo: una pistola. Otros cinco nombres, ninguno el suyo. Alzó la mano que empuñaba el arma a la altura de su sien. Cinco últimos nombres, ni uno más. “Lo sabía”, se dijo en silencio. Tiró del gatillo.
2 comentarios:
Muy buena historia. Me encanta cómo la resuelves al final.
Muy buena historia. Me encanta cómo la resuelves al final.
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